Inteligencia emocional y empatía… ¿en redes sociales?

Sin duda, las redes sociales han abierto vías rápidas de comunicación que antes resultaban impensables, y que son útiles para diversos propósitos como, por ejemplo, compartir con nuestros contactos un momento grato, enviar fotos y videos para organizarnos después de una tragedia común ─como un sismo─ y celebrar o conmemorar alguna fecha importante a pesar de la distancia física, entre varios más… No obstante, cuando se trata de un tema que polariza a la sociedad, un número nada despreciable de usuarios de ambos bandos parece olvidar que sigue interactuando con personas, con los otros, y no solo con elementos audiovisuales y tipográficos que se miran a través de una pantalla.

Esto puede deberse a que, en muchos casos, los «usuarios» son trolls o bots con un propósito específico que nada tiene que ver con una crítica constructiva o un sano deseo de discusión y, en otros, a que se aprovecha el uso de una máscara virtual para emitir opiniones subjetivas, comentarios poco razonados, e insultos que hacen evidente un control mínimo de las emociones, ante una extraña e imperiosa necesidad de contribuir a una tendencia en tiempo real.

Esto puede resultar sorprendente si se piensa que, al hacer uso de la palabra escrita, en general tenemos más tiempo para expresar de manera precisa aquello que queremos decir, en contraste con la oralidad del lenguaje, en donde tenemos que transmitir un mensaje de forma casi inmediata pues estamos frente al otro, con su mirada, sus gestos y sus movimientos ante nuestros ojos. Por ello, el estudio de la inteligencia emocional se ha dirigido más a interacciones físicas que virtuales aunque, en estos tiempos de confinamiento por la pandemia, lo digital cobra aún más fuerza como medio de comunicación.

Aunque ya se ha dicho bastante sobre la inteligencia emocional, su desarrollo y práctica sigue siendo fundamental no solo para desenvolvernos con más éxito en un entorno laboral, sino ─y sobre todo─ para ser mejores individuos, y con ello ser más sensibles no solo a nuestras necesidades y sentimientos, sino también a los de los demás; hacernos conscientes de que el otro existe como alguien que piensa y siente, incluso si esos pensamientos e ideas no concuerdan con los nuestros. La política, la religión, y varios movimientos sociales como el feminismo o los derechos de las minorías, son tan solo algunos ejemplos de situaciones que provocan reacciones viscerales en redes sociales y, especialmente, en Twitter, dada la inmediatez de respuestas que caracteriza a este entramado colectivo, en el que no hay «amigos» ni «contactos», como sucede con Facebook y LinkedIn, respectivamente.

De acuerdo con la Dra. Ofelia Gutiérrez, Secretaria de Innovación Educativa de la UNAM, “la inteligencia emocional es poseer la capacidad de entender tus propios sentimientos, entrar en contacto con los sentimientos de los demás, tener empatía con las otras personas, poseer esa capacidad y emplearla para solucionar los problemas de la vida con el menor costo y estrés”. Y precisamente en relación con esto, Daniel Goleman concluye que existe una tríada de la empatía:

  1. Empatía cognitiva, de carácter racional, que nos permite comprender la perspectiva y estado mental de la otra persona, y al mismo tiempo manejar nuestras emociones mientras asimilamos las de ella.
  2. Empatía emocional, en donde acompañamos a la otra en lo que está sintiendo, y «nuestros cuerpos resuenan con el tono de alegría o tristeza por el que esa persona está pasando».
  3. Preocupación empática, en la que, derivado de alguna de las dos anteriores, en verdad nos preocupamos por lo que esa persona está pasando, y nos movilizamos para ayudarla si es necesario.

La empatía cognitiva nos brinda la habilidad para entender los puntos de vista y la manera de pensar de la otra persona con base en lo que sabemos de ella, y la emocional nos hace sentir aquello que está moviendo sus entrañas, y nos conecta no solo mediante el lenguaje verbal ─incluyendo el tono de voz─ sino además por la expresión facial, los movimientos de las manos, y los distintos signos que nos aporta el lenguaje corporal. Entonces, la empatía tiene una relación directa con la autoconsciencia (self-awareness) tanto de nosotros como de los demás, porque «leemos a los otros al conectarlos con nosotros mismos».

Con base en lo anterior, es posible decir que ahora debemos aprender a ser empáticos sin ver a la otra o al otro a la cara, sin escuchar su voz, sin observar sus reacciones corporales y sin saber, incluso, si en realidad se trata de una persona o de un perfil falso y automatizado, puesto que siempre hay alguien detrás de la imagen que se nos presenta y de las palabras que se escriben. Esto puede parecer sumamente difícil por los procesos de convivencia presencial que hemos aprendido, pero sin duda puede lograrse si en todo momento tenemos consciencia de que ese «tuit» está escrito por otro ser humano.

Algunas de las preguntas que yo siempre trato de responder antes de hacer una publicación escrita, en especial cuando se trata de un tema que involucra opiniones contrapuestas, son:

  • ¿Si tuviera enfrente de mí a esa persona, mirándome directamente a los ojos, me atrevería a decirle lo que estoy escribiendo?
  • ¿Se lo diría de manera distinta?
  • En vez de promover el diálogo, ¿estaría ocasionando una reacción violenta ─verbal, y quizá física?
  • ¿En verdad es relevante para mí (tratar de) establecer un diálogo con esa persona?

Para finalizar, a continuación dejo algunas oraciones que pueden ayudarnos a reflexionar sobre este tema, y que a mí me ha resultado útil recordar cuando siento que mi inteligencia emocional está en riesgo ante un comentario que me resulta ofensivo, o que es contrario a mi manera de pensar:

«[…] la libertad del prójimo […] es el límite de mi libertad, ‘su otra cara’.» Jean Paul Sartre, El ser y la nada.

«¿Quién con razón o por derecho puede asumir / Monarquía sobre quienes por derecho son / […] En libertad iguales?» John Milton, Paraíso Perdido.

«El precipitarse en el Otro se presenta como un regreso a algo de que fuimos arrancados. Cesa la dualidad, estamos en la otra orilla. Hemos dado el salto mortal. Nos hemos reconciliado con nosotros mismos.» Octavio Paz, El arco y la lira.

«Abstente de parecer un idiota a causa de discutir con un idiota.» Thomas More, Utopía.

«El respeto al derecho ajeno es la paz.» Manifiesto, Benito Juárez.

«Antes que política / Ya estabas tú, ya estaba yo / Mira, qué contradicción / En vez de odiarme tanto /¿No deberías mostrarme tu razón?» Yo busco, Café Tacvba.

«Sin contrarios no hay progresión. Atracción y repulsión, razón y energía, amor y odio, son necesarios para la existencia humana.” El matrimonio entre el Cielo y el Infierno, William Blake.

El primer acercamiento

Hoy va a nacer tu nuevo hermano, justo en este día que es tan importante para ti, no porque él vaya a llegar a esta Tierra que parece desconocernos cada vez más a causa de nosotros mismos como si nos hubiéramos convertido en sus hijos bastardos sino, simplemente, porque es tu cumpleaños. Aunque todavía hay muchas cosas que no entiendes, quieres empezar a comprenderlas, y te preocupas en especial por el paso del tiempo; la muerte todavía es ajena a tu conciencia, y una ínfima parte de la interrogante de la vida se asoma desde lo más recóndito de tu habitación cuando apagas la luz. Por ello, pretendes que hoy que cumples años, tus padres te regalen un reloj de pulso, pues hace unas semanas te dijeron que todavía eras muy pequeño para un teléfono celular; además, notas por primera vez que el calendario con imágenes de perritos que colgaron en tu pared sí tiene una utilidad y aunque tu mamá ya lo había hecho con un plumín de color rojo— sientes la necesidad de remarcar el día de hoy con un plumón color azul, como si apenas y comenzaras a percibir que estás creciendo.

Tu tía Lavinia, que se quedó en casa para cuidarte mientras tus padres regresan del hospital, llega de pronto a tu habitación y observa el calendario marcado; sonríe, y te pregunta qué quieres hacer para celebrar el día en que naciste. Tú intentas reflexionar la respuesta, y sin planearlo te dan ganas de llorar; sientes tristeza por estar ahí sin tus padres, y con esta tía que nunca ha sabido cómo abrazarte. De cualquier modo, ella trata de hacerlo, aunque sus brazos se sienten ajenos, duros y fríos, y prefieres soltarlos para voltearte hacia tu litera y tirarte en la cama de abajo, con la vista hacia la pared y aferrándote al oso de peluche café que te reconforta cuando la oscuridad invade ese espacio que hasta ahora ha sido tuyo. Ella trata de sentarse al borde de la cama para consolarte, pero se arrepiente y mientras comienza a alejarse te dice que tal vez estés mejor solo hasta que te calmes; ante la mención de su salida, volteas tu cara hacia ella y le pides que se quede un momento, a lo que ella replica diciendo “sí, está bien” con una sonrisa tímida y rubor en las mejillas, para luego reposar en una silla de madera que está frente a la litera. Tras secarte las lágrimas que ya escurrían hasta la colcha de la cama y reincorporarte sin soltar tu oso, miras otra vez al calendario, y aunque le quieres preguntar por qué tu hermano tiene que nacer hoy, en el mismo día que naciste tú pero siete años antes, no lo haces, ya que temes que algo que te haga sentir más triste se esconda tras esa respuesta. En cambio, observas su rostro mientras ella desvía su mirada al techo y roza los labios contra sus dientes para darte cuenta de que en realidad se parece mucho a tu papá, no solo en los rasgos del rostro sino también en los gestos, y eso te hace pensar si tu hermanito, a punto de llegar, se parecerá a ti. Después de un silencio que te hace rascarte el cuello y mover los pies que rozan con el piso mientras permaneces sentado desde el borde de la cama, tu tía Lavinia finalmente decide hablar para decirte que no te preocupes, que tu mamá está bien y que tu futuro hermano y ella llegarán más pronto de lo que te imaginas; además, te dice que eres muy afortunado pues podrán festejar sus cumpleaños ese mismo día, juntos, como si fueran gemelos pero sin tener el mismo tipo de regalo por la diferencia de edades.

Ante la apertura del tema, tú te atreves a preguntarle por qué tus padres eligieron el mismo día para que ambos nacieran, ya que sin tenerlo claro sientes que te van a quitar algo, como si para darle vida a tu hermano tuvieran que robarte un pedacito de la tuya. Ella calla por un instante en el que parece pensar y, cuando abre la boca para responderte, se escucha que el teléfono de la casa suena una, dos y tres veces hasta que Lavinia reacciona y se dirige hacia la sala para tomar la bocina. Contesta. No distingues bien de qué está hablando, pero alcanzas a escuchar que es algo relacionado con el hospital, los médicos y el niño, y ves a tu tía abrir los ojos largamente mientras se toca el cachete con la mano izquierda. Dice algo sobre un cordón, algo sobre tenerlo enredado en el cuello, y eso te provoca imaginar a tu papá con su corbata bien puesta. No entiendes por qué una corbata puede causar tanto alboroto, si tú también la has usado en fiestas, y hasta una ocasión en una ceremonia escolar, en la que solo recibiste cumplidos, abrazos y caricias en la cabeza. Esto te trae memorias agradables. Sonríes, bajas la mirada y te desentiendes de lo que ocurre con la llamada, pues tu atención la capta ahora un sonido en tu estómago que te indica que ya tienes hambre.

Ya que tu tía no suelta el teléfono, decides ir tú solo a la cocina para prepararte algo sencillo de comer, como un sándwich de mermelada o unas galletas con chispas de chocolate y un vaso con leche; dejas a tu amigo de peluche sobre la cama, y te diriges hacia allá. Sin embargo, al entrar a ese espacio lleno de estanterías, ollas y sartenes, sientes que se te antoja algo caliente, ya que esa mañana de diciembre amaneció nublada, y el frío se filtra por las puertas y ventanas de la casa con mayor intensidad. Ante esto, adviertes que la cocina carece de cualquier tipo de ventilación directa, excepto por un tragaluz que se encuentra justo arriba de la estufa y que puede abrirse usando el palo de una escoba. Tú decides dejarlo cerrado para que no entre el viento. Te quedas un rato viendo la estufa, y luego tomas un banquito de plástico que tus papás guardan en una esquina, ahí mismo en la cocina. Lo colocas sobre el piso frente a una de las alacenas que están empotradas en la pared, y te subes en él; abres una de las puertas de la alacena y sacas una taza, esa que tanto te gusta y que tiene la figura de un elefante gris realzada sobre un costado. La dejas sobre la estufa y también alcanzas un pocillo de metal; cierras la puerta del mueble y te bajas del banco con la mano derecha ocupada por el traste.

Al pisar el primer escalón, te desbalanceas ligeramente y lo pisas mal; casi caes, pero te alcanzas a sostener de una de las manijas de la alacena, y solo te golpeas el codo del brazo derecho contra la estufa, el cual te sobas mientras maldices el metal que osó quedarse ahí para recibir tu hueso con tal rigidez. Quieres llorar, pero te aguantas —porque eso te han enseñado— y cuando el dolor cede vuelves a colocar el banquito en su lugar. Caminas unos pasos hacia atrás, demostrándote así que ya tienes mejor control de tu cuerpo, hasta que topas con la puerta del refrigerador; volteas, y ya no lo percibes tan alto como hace un año. Miras de reojo la foto que está sobre la puerta y la abres, para buscar un cartón de leche a medias que tu mamá dejó antes de que la condujeran con urgencia al hospital. Lo tomas, pero no cierras la puerta, y lo llevas hasta la estufa para vaciarlo en el pocillo que habías dejado ahí; al intentarlo, derramas un poco de líquido; te manchas la playera y empapas los ojos del personaje de caricaturas impreso sobre ella. Sacas unas servilletas, te limpias hasta que la humedad se absorbe parcialmente y tu ropa queda llena de restos de papel blanco. Vuelves a servir la leche y esta vez llenas el recipiente sin problemas, tirando luego el envase al bote de basura inorgánica. Después, te quedas pensando unos segundos si debes usar los cerillos o un encendedor para prender el fuego, pues ambos se encuentran a tu disposición dentro de uno de los cajones del fregadero. Finalmente, te decides por los cerillos, porque una vez viste a tu papá quemarse un dedo con el metal de la cabeza del encendedor al estar prendiendo un cigarro. Así, tomas el empaque, sacas un cerillo y tratas de encenderlo frotando la punta contra la superficie lateral de fricción en la caja; la primera vez, se cae casi sin quemarse, pero la segunda, lo logras. Giras uno de los quemadores de la estufa, acercas el fuego, y con sorpresa observas como se prende mientras sientes el calor muy cerca de tu mano. Te alejas para no quemarte y apagas el fósforo, tirándolo al piso para regresar a la estufa y colocar el pocillo con leche sobre el quemador encendido. Ahí lo dejas con la expectativa de que se caliente rápido.

En eso, recuerdas que había una llamada, que era del hospital y que tu tía estaba al habla, por lo que sales de la cocina para dirigirte hacia donde se encuentra el teléfono; llegas ahí, pero la bocina está colgada y Lavinia se nota pensativa, sentada sobre un sillón. Te acercas con miedo y curiosidad, y observas que se muerde las uñas de los dedos mientras la luz del día se refleja en sus ojos cristalinos. Le preguntas qué le han dicho, y ella te comenta que no es algo de lo que un niño como tú deba preocuparse; rápidamente te da la espalda y camina hacia la habitación de tus padres, evitándote. Tú sientes rabia, confusión, y por primera vez experimentas conscientemente lo que es sentirse ignorado. Ahora tú le das la espalda mientras caminas para llegar otra vez a la cocina, y descubres la puerta del refrigerador abierta; te apresuras a cerrarla y la empujas hacia adentro con fuerza, sin darte cuenta de que la leche se derramó después de haber hervido. Al cerrar la puerta, te quedas mirando por un instante esa fotografía que habías notado brevemente con anterioridad, y que está adherida por un imán con forma de iguana; en ella, apareces con tus papás la primera vez que te llevaron al mar, y vuelve a tu memoria el desconcierto que sentiste cuando tu incursión novata en ese vasto depósito de agua salada te dio una sorpresa desagradable. En aquella ocasión tenías un par de años menos que ahora, y recuerdas que, por distraerte con el vaivén de la espuma de las olas, te quedaste de pie sintiendo como el agua iba y venía arrastrando la arena debajo de ti. Entonces, arribó una ola más grande que las anteriores y te cubrió; caíste y te arrastró, como si quisiera llevarte hasta las vísceras del piélago. Trataste de asirte de algo, pero no encontraste nada, solo arena y piedras que se revolcaban contigo en medio del agua; pudiste abrir los ojos por un breve instante, y alcanzaste a ver cómo dabas vueltas mientras la corriente te impulsaba de manera violenta. Fue en ese momento que te percataste de una mano que rodeó uno de tus tobillos, sin saber si fue el izquierdo o el derecho, y que detuvo tu avance forzado hacia las entrañas del mar. Luego, esa mano se convirtió en dos, y el abrazo se extendió a todo tu cuerpo; era tu padre, quien reaccionó rápido al verte indefenso y había logrado llegar hasta ti. Pudiste salir del agua entre sus brazos, y te llevó hasta uno de los camastros que tenían debajo de una palapa en la playa. Comenzaste a tratar de respirar al tiempo que ibas tosiendo y escupías agua, mientras un mareo que nunca habías sentido te inundaba la cabeza.

Pareces recordarlo tan bien que sientes que lo vives una vez más, pues el mareo se siente real, aunque esta vez es distinto, ya que ahora tienes náusea y mucho cansancio ante un olor que no te gusta; tu cuerpo está pesado y tu rostro somnoliento, tanto que decides dejarte caer lentamente, y lo haces deslizando tu espalda sobre la superficie del refrigerador hasta llegar al piso. Te quedas ahí, con ganas de moverte, pero sin poder hacerlo, como aquella vez que estabas sobre el camastro con el traje de baño lleno de arena y el calor húmedo que hacía escurrir el sudor por todo tu cuerpo bronceado. Ves el rostro de tu padre llamándote entre sueños para que despiertes, y sientes las manos de tu madre limpiándote la arena del cuerpo, al tiempo que deja salir algunas lágrimas que percibes por la manera en que jala aire por la nariz…

De pronto, también escuchas a tu tía Lavinia, aunque sabes que ella no estuvo con ustedes en ese viaje al mar; grita tu nombre, grita “¡Eneas!” varias veces; te sacude con fuerza y te pasa la mano por la cara; tú quieres reaccionar y decirle que te deje un rato más en la playa, en paz, pero nada en tu cuerpo aletargado lo permite. Con una sensación que te incita a creer que podrías estar flotando, ruedas sobre el camastro hasta caer suavemente sobre la arena que ya no se siente incómoda, rasposa, sino más bien suave, como si estuviera cubierta por el peluche de tu muñeco favorito, ese oso café que tanto quieres. Alcanzas a distinguir que alguien te carga y piensas que probablemente sea tu tía, aunque ya no puedes saberlo, pues el sol, ese sol intenso que te hace sudar, emite una luz deslumbrante que no te deja ver. Repentinamente ves pasar unas nubes grises que cruzan el cielo, justo como esas que observaste al despertar en tu cumpleaños número siete a través de la ventana de tu cuarto. Desplazándose rápidamente, interfieren con tu vista del cielo y tapan el sol, haciéndote sentir ligeramente aliviado a pesar de que ya no puedes abrir los ojos, hasta que paulatinamente caes en una especie de oscuridad interna. Te colocan un aparato sobre el rostro que apenas y alcanzas a distinguir, que hace más intenso el ruido al respirar y te produce algo de calor. Crees que estás soñando, pues de pronto escuchas un sonido de sirenas a lo lejos para descubrir luego que te estás moviendo, como cuando te duermes en el coche de tus papás después de haber jugado entre los árboles del parque al que casi siempre te llevan los domingos. Tu mente te lleva hasta ese lugar, y ves los juegos de metal pintados de muchos colores, entre los que destacan el pasamanos y la resbaladilla; te subes a ella por las escaleras y, aunque ya no te da tanto miedo como antes, te reconforta saber que tu mamá te está esperando allá abajo, en la Tierra. Te lanzas desde lo alto y al bajar ya no la encuentras, no está ahí esperándote; sientes temor y parece que el mareo se vuelve más intenso cuando, repentinamente, notas que aparece un niño más pequeño que tú justo al final de la resbaladilla. Te sonríe y estira el brazo. Al principio desconfías y no quieres acercártele, por lo que te alejas un poco, pero él te sigue con la mirada y al ver que te alejas empieza a llorar, como si te suplicara que lo tomes de la mano. Lo observas mejor y te das cuenta de que se parece a ti, o tú te pareces a él, no solo en los rasgos sino también en los gestos que muchas veces observas frente al espejo, y eso te hace regresar. Vas hasta donde está y lo miras fijamente a los ojos; él vuelve a sonreír, y al fin decides tomarle la mano. Sientes sus dedos entre los tuyos, más pequeños y frágiles y, tras una súbita calidez que te tranquiliza mucho más que el abrazo a tu oso de peluche, caes dormido.

Ya no sueñas, a pesar de que estás recostado entre sábanas blancas; tu padre está parado frente a ti, junto a tu tía, en una especie de fotografía en la que ambos están rodeados por cierta luminosidad, un fulgor que parece producirse por el influjo del sol. Así los captas cuando despiertas, y lo primero que se te ocurre es preguntar dónde está tu mamá; en eso, sientes que tu papá te toma la mano, y te dice que pronto conocerás a tu hermano. Sin pensarlo te dan ganas de reír y, con ojos alegres, le dices que ya lo conoces.

Pintura: Retrato de niños, Rufino Tamayo, 1966.

Sobre la Ética y los Aforismos de Hipócrates

La medicina, como parte fundamental de las ciencias de la salud, es una disciplina que ha resultado indispensable desde la antigüedad para comprender y tratar las diversas afecciones físicas y psicológicas que experimentamos a causa de las enfermedades. Sin duda, su utilidad se vuelve visible de forma masiva cuando existe una crisis sanitaria, como sucede con la actual pandemia de la ―enfermedad― COVID-19.

En México, el primer diploma médico fue otorgado a mediados del siglo XVI, tras la constitución de la Real y Pontificia Universidad de México el 20 de septiembre de 1551; no obstante, la generación de conocimientos (en un principio de forma empírica, es decir, basados en la experiencia y la observación) comenzó mucho antes de que los españoles llegaran a la Gran Tenochtitlan.

Hipócrates de Cos (llamado así por la ciudad de la Grecia antigua en donde se supone que nació), fue un médico del siglo V a.C. que tuvo una gran importancia durante el apogeo de Atenas, al lado de figuras como Pericles y Sócrates, debido a que se le identifica como el primero en desestimar diversas creencias religiosas en torno a las causas y tratamiento de las enfermedades, y con ello aproximar su estudio a una perspectiva más científica. Así, es considerado el padre de la medicina por la mayoría de las instituciones académicas y médicas alrededor del mundo, y los llamados «Aforismos de Hipócrates» constituyen su legado más conocido.

Un aforismo se define como una «máxima o sentencia que se propone como pauta en alguna ciencia o arte», es decir, como una regla o principio que en esta caso se aplica a diversos aspectos relacionados con el conocimiento de la medicina. En total, el librillo de aforismos cuenta con siete capítulos, y a continuación les comparto algunos de los que me parecen más interesantes:

«La vida es corta, la oportunidad fugaz, el empirismo peligroso y el razonamiento difícil.»

«Cuando el temor o la tristeza se prolongan durante largo tiempo, se constituye el estado melancólico.»

«El vino mezclado con agua a partes iguales disipa la ansiedad, los bostezos y el escalofrío.»

«Los que son gordos por naturaleza están más expuestos a morir súbitamente que las personas delgadas.»

«La salud excesiva, aun en los atletas, es peligrosa.»

«Cuando el sueño calma los delirios, nos hallamos ante un buen síntoma.»

«Los viejos soportan muy bien la abstinencia; para las personas de edad madura es más penosa y mucho más aun para los jóvenes.»

«Ni la saciedad, ni el hambre, ni ninguna otra cosa deben sobrepasar, para ser buenas, los límites naturales.»

«Las enfermedades, como la edad de las personas, son sensibles a los cambios de estación, a las distintas regiones y a los diversos regímenes.»

Asimismo, en las facultades y escuelas de medicina es tradición que los recién graduados realicen el juramento hipocrático, el cual ―según Galeno, otro de los grandes cirujanos e investigadores médicos de la antigüedad― Hipócrates (o alguno de sus discípulos) creó cuando se dedicó a la enseñanza más que a la práctica médica. Aunque pudiera parecer obsoleto por el tiempo que separa la época de su formulación de la actual, el juramento tiene el propósito de recordar a los profesionales de la salud que deben ejercer la medicina de forma ética que, desde la perspectiva filosófica, es la ciencia de la conducta humana, y que por su raíz etimológica podría definirse como «costumbre moral».

En su versión original (traducida del griego al español), este compromiso moral hipocrático dice al final: «Si el juramento cumpliere íntegro, viva yo feliz y recoja los frutos de mi arte y sea honrado por todos los hombres [y las mujeres] y por la más remota posterioridad. Pero si soy transgresor y perjuro, avéngame lo contrario«, lo que debe aplicar no solo para quienes practican la medicina, sino para cualquiera que estudie y ejerza una profesión que, tan orgullosamente como la médica, pueda contribuir al desarrollo y bienestar de la sociedad.

Foto: retrato de Hipócrates en el Salón de Actos de la Real Academia de Medicina de España.

Vlad, el Vampiro feudal de los Cárpatos, se vuelve «chilango»

Se dice que el vampiro, el monstruo, el hombre-diablo, aquel ser transmutable que necesita sangre para sobrevivir en la oscuridad eterna, se mueve de un lado a otro por el mundo para no ser descubierto. Por esta misma razón, mantiene sus asuntos solo con aquellos humanos que le son útiles, ya sea para saciar su sed o para darle una estancia cómoda, como la que tuvo inicialmente en aquel castillo cerca del Danubio.

O, al menos, es parte de lo que nos relata Carlos Fuentes en la última novela que terminara antes de ausentarse de este mundo, Vlad, donde el ente mítico se muda a la Ciudad de México para contar con un menú de más de veinte millones de jugosos cuellos, y dar así continuidad a su vida en la muerte con la ayuda de un prestigioso bufete de abogados (dicho sea de paso, el mismo Fuentes estudió Derecho en la UNAM). La historia que nos cuenta a través de una narrativa fluída, precisa y contundente, tiene como protagonista a Wladislaus Dragwlya, también llamado Vlad «el empalador», y universalmente famoso ―hasta donde nuestro universo abarque― por el apellido con el que Bram Stoker titulara su aclamada novela gótica del siglo XIX, Drácula. Aunque prácticamente todos sepan quién es y qué hace, y cómo aparece y se transforma a causa no solo de Stoker, sino del cine, el cómic, la televisión y otros tantos inventos que disfruta ―o sufre― la sociedad posmoderna, Vlad es una novela atrayente no solo porque integra un personaje del siglo XV al entorno urbano contemporáneo de una megolópolis, y lo hace habitar en uno de los barrios más lujosos de la ciudad ―donde tienen casa varios políticos y empresarios, incluido algún expresidente de México― sino porque con su característica habilidad narrativa, Fuentes logra generar misterio y mantener la tensión del lector hasta la última sílaba, que lo deja reflexionando sobre lo que pudo haber ocurrido tras el devenir de los eventos más funestos.

Además, las imágenes dibujadas a través de las palabras que usa Navarro ―el ingenuo abogado que cree estar ejecutando tan solo las órdenes de su jefe, don Eloy Zurinaga― provoca que quien lea esté ahí, de pie en la casa del Conde Vlad, escudriñando la luminosidad sombría con la vista, preguntándose para qué tantas coladeras, asombrándose por las ventanas tapiadas, y con el presentimiento de que algo terrorífico puede asomarse, de pronto, por la barranca que aísla la construcción del resto de las moradas.

Por ello, y por todos los sucesos que se revelan a lo largo de la narrativa, Vlad es un libro interesante y sorpresivo que aborda dos de los temas medulares para el ser humano: el amor y la muerte, Eros y Tánatos, para desembocar en lo otro, en aquello que el inconsciente oculta en un intento por acallar el alma, aunque a veces acabe por destruirla.

El Paraíso Perdido: entre el mito cristiano y la revolución de pensamiento

De los escritores de habla inglesa, poco se difunde sobre John Milton (1608-1674) en América Latina. Como lo mencioné en un artículo anterior (¿Quién fue el autor de “Paraíso Perdido”?), su trascendencia no es solo literaria, sino también política y social, dentro y fuera de su poesía. De ella, destacan Il Penseroso y L’Allegro (1633), Samson Agonistes (1671) y el poema épico Paradise Lost (1667).

De acuerdo con la biografía The Life of Milton (La vida de Milton) escrita por Edward Phillips —su sobrino— en 1694, Milton concibió, varios años antes de dedicarse por completo a su creación, la idea de lo que sería Paradise Lost (Paraíso Perdido). En ese entonces no pensó en la composición de un poema épico sino de una tragedia; así, en aquel primer acercamiento a su gran obra escribió diez versos que mostró a Phillips y que fueron, según este último, “diseñados para el principio de la triste tragedia”. Posteriormente, estos versos formarían parte de la retórica de Satanás:

¡O tú que con gloria imprevista fuiste coronado!
Luces en tu dominio único, como el dios
De este nuevo mundo; a cuya vista las estrellas
Esconden sus cabezas degradadas; a ti te llamo,
Pero no con voz amistosa; y añado tu nombre,
¡O Sol! Para decirte como odio tus rayos
Que traen a mis recuerdos, el estado del que
Yo caí, cuán glorioso alguna vez sobre tu esfera;
Hasta que el orgullo y la ambición me abatieron,
En el Cielo combatiendo, al Rey glorioso del Cielo.

Como podría intuirse, el personaje de Satanás dedica estas líneas, primero, a Adán (quien con gloria imprevista fue coronado en el Paraíso) y segundo, a Dios, o al Sol (para decirle como odia sus rayos) pues evocan su condición de ángel caído. Esta dramática escena descrita de forma poética, ocurre cuando Satanás llega al Paraíso para concretar sus planes de venganza mediante la seducción de Eva, y descubre al otro (Adán) a través de la mirada. Con ello, no solo reafirma su sentimiento de «mérito dañado», sino que además pinta un cuadro nostálgico al rememorar su otrora estatus en la jerarquía celestial.

De lo anterior, es posible deducir que Milton toma la llamada «caída del hombre», de la religión cristiana, para usarla como tema central de la narrativa en su poema; sin embargo, no decide usar este mito —incluido en el libro del Génesis del Viejo Testamento— de forma arbitraria, sino que lo hace con plena consciencia de fundar su obra en una de las creencias más relevantes dentro del entorno social y religioso de su época, pues aspiraba a una superioridad poética que “sin medio vuelo” alcanzase “Cosas que aún no se han intentado en Prosa o Rima”.

Paradise Lost fue publicado en su versión de diez cantos en 1667 y en la de doce —que es la versión final— en 1674, con lo que se dieron diferentes reacciones no solo con connotaciones literarias, sino también políticas (tanto por los partidarios de la República y de Milton, como por quienes apoyaban la Monarquía de Carlos II). No obstante, uno de los aspectos que causó mayor revuelo fue la construcción del personaje de Satanás pues, por un lado, lo proveyó de características heroicas y angélicas con las que cambió la imagen medieval del diablo y, por otro, lo describió como un rebelde que decide no someterse a la voluntad de un monarca absolutista, es decir, a la voluntad del personaje de Dios.

Satanás en Paradise Lost, Gustave Doré, 1866

Dado que Milton creía en la existencia del Dios cristiano así como en lo descrito en la Biblia, pero no en un rey absoluto que gobernara por «derecho divino», se ha discutido hasta qué punto atribuyó por medio del subconsciente ciertos rasgos al personaje de Satanás. Sobre esto, William Blake, un poeta inglés del Romanticismo, señaló en El Matrimonio entre el Cielo y el Infierno que «La razón por la que Milton escribió en cadenas sobre Dios y los Ángeles, y en libertad sobre el Infierno y los Diablos, es que era un verdadero poeta, y partidario del Diablo sin saberlo”, donde asocia a Milton con el Diablo desde la perspectiva del deseo, es decir, de la energía o lo Otro que surge en él y que deja que gobierne sobre la razón ―representada por Dios― para manifestarse a través de la poesía.

Así, la dualidad y la otredad ―Cielo-Infierno; Ángeles-Diablos; Pecado-Espíritu; Muerte-Eternidad; Satanás-Dios― están presentes en todo el poema, por lo que les invito a conocer su historia en este enlace, donde se encuentra disponible (en prosa) en formato PDF.

En ella [la raza humana], la unidad de bondad y malicia es consecuencia de los dos personajes cuya influencia se permea a través de Adán y Eva: Satanás como el seductor movido por la venganza, y Dios como el origen de todo; el uno y lo Otro que se niegan para intentar reconocerse a sí mismos.

Mauricio Ochoa, Paradise Lost: la otredad de Dios en la figura trágica de Satanás

Pintura: El paraíso perdido, Franz Stuck, c. 1897.

¿Quién fue el autor de «Paraíso Perdido»?

Para mi sorpresa, en una ocasión busqué el nombre «John Milton» en Google, y el resultado no fue el que yo esperaba: en las primeras páginas, apareció un supuesto «caballero de la hipnosis», quien estaba de gira por varias ciudades de México y EUA… Además de sentirme decepcionado, supe que debía agregar otras palabras a la búsqueda, como «poemas», «política» o «censura» para obtener lo que yo realmente quería encontrar, ya que Milton no solo dedicó su vida a la literatura, sino que además se ocupó de escribir ampliamente sobre la situación social y política que prevalecía en la Inglaterra del siglo XVII; de hecho, su ideología influyó movimientos sociales de gran magnitud posteriores a su época, como la Revolución Francesa y la Declaración de Independencia de Estados Unidos.

John Milton (1608-1674), fue un poeta e intelectual inglés, y es considerado uno de los escritores más relevantes de Inglaterra, solo después de Shakespeare; su obra más conocida es Paraíso Perdido, y sus reflexiones en torno a la iglesia, la monarquía y la república fueron fundamentales para la construcción política y social de lo que ahora es el Reino Unido. No obstante, su influencia también ha sido literaria, y puede observarse en diversos escritores y poetas como Lord Byron, William Blake y Mary Shelley, autora de la novela Frankenstein; o el Moderno Prometeo, cuyo personaje principal -el monstruo que ha sido llevado al cine en más de una ocasión- medita sobre sus similitudes con los personajes creados por Milton tras haber leído su gran poema épico:

«Pero Paradise Lost incitó emociones diferentes y más profundas… Movió cada sentimiento de asombro y fascinación, que la imagen de un Dios omnipotente luchando contra sus creaciones fuera capaz de generar pasiones… Muchas veces consideré a Satanás como el emblema idóneo de mi situación; ya que a menudo, como él, cuando miraba la felicidad inmensa de mis protectores, el amargo enojo de la envidia crecía dentro de mí.»

«Satanás tenía a sus compañeros, colegas diablos, para admirarlo y motivarlo; pero yo soy un solitario abominable.»

Por otro lado, el diablo de Milton también ha inspirado escritores contemporáneos, entre los que se encuentra Paul Auster con su Trilogía de Nueva York, e incluso a cineastas, como ocurrió con Taylor Hackford al dirigir la película El abogado del diablo, donde Al Pacino interpreta a un satanás cuyo nombre en la Tierra es, precisamente, John Milton. En este filme, donde también actúan Charlize Theron y Keanu Reeves, se incluye una escena en la que Satanás menciona uno de los versos más famosos del poema cuando intenta seducir a su hijo para procrear al anticristo: «Mejor reinar en el Infierno, que servir en el Cielo.»

Asimismo, es importante destacar su texto llamado Areopagítica, un discurso del Sr. John Milton por la libertad de los escritos impresos no autorizados, que dirigió al parlamento de Inglaterra debido a las intenciones que tuviera el órgano gubernamental de censurar aquellos libros que juzgara inapropiados. En él, afirma que «quien mata a un hombre mata una criatura razonable y la imagen de Dios, pero que quien destruye un buen libro, mata la razón en sí misma y aniquila la imagen de Dios como si estuviera en el ojo»; a esto, agrega que el ser humano debe leer todo tipo de libros puesto que debiera ser capaz de juzgarlos correctamente y analizar su contenido.

Este discurso, así como Paraíso Perdido y otros escritos de Milton (en donde justifica por qué la república es preferible a la monarquía, y reivindica los derechos de las personas al decir que «por naturaleza, todos los hombres nacen libres») inspiraron -junto con otros textos e ideas- a Thomas Jefferson para redactar la Declaración de Independencia. De manera similar, Honoré Gabriel Riquetti, conde de Mirabeau, adoptó los principios contra la libertad de expresión y la censura que leyó en Areopagítica para traducirlos al francés, y usarlos como parte de los fundamentos para establecer la república en Francia durante la revolución.

Para finalizar con este extremadamente breve y conciso panorama acerca de la relevancia de John Milton en el mundo, cabe notar que, dentro del Canto XI de Paraíso Perdido -que trata sobre la expulsión de Adán y Eva del Paraíso y la guía del arcángel Miguel para su salida- Milton también hace referencia a parajes de América Latina que nunca visitó, pero que imaginó en gran esplendor a través de los ojos de aquellos que viajaron al otro lado del globo. Estos versos, que se incluyen como parte del ascenso espiritual de Adán, dicen (en traducción propia):

Adán y Eva, William Blake

En espíritu quizás también divisó
La riqueza de México, el trono de Moctezuma,
Y Cusco en el Perú, el aposento más rico
De Atabalipa y la aún incorrupta
Guyana cuya gran ciudad los hijos de Gerón
Llaman El Dorado…

El Enfoque como herramienta mental en un ciclo gregoriano «diferente»

En 1582, el papa Gregorio XIII comenzó a instituir el calendario bajo el que se rige actualmente el mundo occidental (llamado a causa de ello «gregoriano«), aunque no con el objetivo primordial de mejorar la precisión del calendario Juliano per se (introducido por el emperador Julio César en el año 46 a. C.), sino por un interés meramente religioso: le preocupaba que la Pascua, celebrada tradicionalmente el 21 de marzo, se alejara del equinoccio de la primavera con el paso de los años.

Desde entonces, nos hemos regido por un calendario gregoriano que define, de forma casi dogmática, lo que hacemos según el periodo del año que esté en curso: ir al escuela, trabajar, tomar vacaciones en alguna playa, o incluso participar en fiestas y reuniones con amigos y familiares. Pero, ¿qué pasa si de pronto esa rutina del calendario anual, esos tiempos que de cierta forma nos han sido impuestos, cambian de manera imprevista? Esta es, sin duda, una pregunta cuya respuesta deberíamos reflexionar durante estos días, en los que tenemos que alterar nuestras actividades cotidianas de manera drástica.

Los medios de comunicación nos inundan con información y estadísticas sobre la nueva pandemia que, sin duda, debemos conocer, pero que tampoco deben regir nuestras acciones y pensamientos en todo momento, ya que de ser así corremos el riesgo de caer en conductas que nos pueden sumir en la incertidumbre y la depresión. Por ello, la capacidad para enfocarnos en lo que podemos realizar durante tiempos de crisis resulta fundamental.

A propósito de ello, me encontré con un libro cuya lectura considero provechosa durante estos días de encierro: Enfoque, del psicólogo y periodista Daniel Goleman, quien se diera a notar hace varios años por sus teorías sobre la inteligencia emocional. En la contraportada de dicho libro, se puede leer que «La atención trabaja en gran medida como un músculo: úsala precariamente y puede perder vitalidad; trabájala bien y crece.» Para Goleman, la atención es -además de fundamental para alcanzar la excelencia- selectiva, es decir, que a pesar de la existencia de muchos distractores en el entorno, la mente es capaz de enfocarse en aquello que realmente le interesa a un individuo dado.

Asimismo, Goleman nos habla de dos variantes de distractores: los sensoriales -que tienen que ver con lo que percibimos mediante los sentidos, como algún olor, música a un alto volumen o una súbita comezón- y los emocionales, que son más difíciles de esquivar puesto que están relacionados con lo que sentimos. Estos últimos, que nos pueden provocar preocupación, y en casos extremos angustia, obedecen a una gran variedad de causas, que van desde una discusión incómoda en redes sociales, hasta el rompimiento de una relación o la pérdida de un ser querido. En estos momentos, donde existe un problema mundial de salud, ciertamente estamos más afectados por un distractor de tipo emocional, que -quienes no tenemos un trabajo fijo, o bien contamos con algunas horas extra- podemos controlar con menor dificultad si nos enfocamos en alguna actividad productiva (aunque no necesariamente genere dinero), que implique el cumplimiento de una meta importante, ya sea que la hayamos pospuesto por falta de tiempo, o que haya surgido como consecuencia de nuestro estado actual.

Por ejemplo, en mi caso se pospusieron todos los proyectos en los que trabajaría de manera constante con empresas farmacéuticas; se suponía que desde la semana pasada estaría en Sudamérica, pero al final todo cambió. Entonces, ¿qué estoy haciendo ante ello? Precisamente, fijar nuevas metas que me permitan avanzar profesionalmente mientras los proyectos se reactivan.

Como ejemplo, mis metas son: 1) elevar mi nivel de francés mediante la práctica, con al menos una hora de estudio al día; 2) rediseñar y mejorar mi blog; 3) escribir al menos tres horas diarias; 4) preparar el lanzamiento de mi primer libro, y 5) buscar nuevas oportunidades de negocio por medios virtuales. Tal vez parezca muy ambicioso, pero tengo una ventaja: por ahora, yo administro mi tiempo, y establezco las prioridades.

Así, ¿cuáles pueden ser las metas para estos días de sano distanciamiento? Hacer arreglos en la casa, leer, tomar capacitaciones en línea, aumentar el nivel de conocimiento de algún idioma, mejorar la convivencia con la familia, ayudar a hijos y/o pareja con algún proyecto académico o laboral… La lista puede ser interminable, aunque lo principal es que sea relevante en la vida de cada persona, y que apuntale la satisfacción personal y profesional.

Por ello, es que el enfoque se vuelve indispensable no solo para concluir una actividad determinada con éxito, sino también para minimizar esos monstruos mentales que nos persiguen y que, en más ocasiones de las que quisiéramos, solo dan vueltas en nuestra cabeza sin dejarnos llegar a una solución concreta. Sobre ello, Goleman afirma que «Nos va peor entre más se interrumpe el enfoque», ya que la línea que divide «una reflexión productiva de una divagación infructuosa» nos puede llevar a una solución tentativa, o una obsesión constante que nos encierre en un ciclo de angustia.

Con lo anterior, espero haber despertado su curiosidad para que lean Enfoque, y así podamos compartir más opiniones al respecto, ya que seguramente seguiré en el estudio de este tema que me parece muy importante para dirigir nuestros esfuerzos, y así lograr el cumplimiento de nuestros objetivos.

The Joker y los Otros

De acuerdo con el sitio web de DC Comics, The Joker, o el Guasón como se le conoce en hispanoamérica, es un personaje que apareció por primera vez en 1940 dentro las páginas del Número 1 del cómic que, a su vez, diera a conocer al «dúo dinámico»: Batman y Robin. En el mismo sitio, se puede leer que los poderes del Guasón son su absoluta imprevisibilidad e inteligencia, que es violento y extremadamente peligroso, y el villano más identificable y popular en la historia de la cultura pop en el cómic.

Incluso para quienes somos ignorantes en este tema -el del cómic- dichas características no resultan sorpresivas, puesto que las hemos conocido a través de otros medios como los dibujos animados, las series de televisión, o el cine. Sin embargo, hubo una afirmación en dicho sitio web que atrajo mi curiosidad: «No se sabe mucho sobre su pasado, pero sus actos en el presente definen al Guasón como una de las más grandes amenazas para nuestros héroes y la gente que ellos han jurado proteger.» Pero ¿quién es esta gente que nuestros héroes han jurado proteger?

En la película Joker (2019), el director Todd Phillips (quien es conocido, además, por comedias como Road Trip y The Hangover) nos pinta una sociedad de Gotham caótica, decadente y que, salvo algunos personajes, no muestra mucha gente a la que un súperhéroe debiera proteger. Más bien, vemos a un Arthur Fleck quien, antes de convertirse en villano para quienes se sienten amenazados por sus actos, es discriminado por su enfermedad mental, golpeado y humillado por su oficio, y hostigado por un presente social hostil y un pasado familiar complejo, en medio de una crisis de basura y súperratas que ensombrece aún más el entorno de la ciudad.

Así, Joker nos ofrece un punto de reflexión sobre uno de los malestares de las sociedades contemporáneas: la gestación del mal no solamente como algo intrínseco de un individuo, sino incluso como una consecuencia de la intolerancia y la falta de empatía hacia los otros, hacia quienes parecen diferentes o piensan distinto dentro de lo que un grupo de poder -político, empresarial o religioso- establece como «normal». Si bien es cierto que la causa principal de la locura de Arthur es su propia enfermedad, esta se maximiza a causa de un medio social que, sin clemencia, lo sume cada vez más en el abismo infernal del que ya no podrá salir.

Por ello, en nuestros tiempos vale la pena ver al cine no solo como un medio de entretenimiento, sino también como un punto de partida para revaluar nuestras conductas, con el propósito de generar un mundo más justo y amable para quienes lo habitamos.

<p value="<amp-fit-text layout="fixed-height" min-font-size="6" max-font-size="72" height="80">En estos días donde el pensamiento es fundamental para resolver problemas cada vez más complicados, protejámonos de los virus y las infecciones biológicas pero, también, de los virus ideológicos que en ocasiones pueden llevarnos a creer que <em>unos</em> son mejores que <em>los otros</em>. En la medida en que recordemos constantemente que nadie tiene siempre la razón, y que la verdad absoluta -al menos en términos de pensamiento- no existe, podremos comprender al <em>otro</em>, y a nosotros mismos, a través de un cristal cada vez más nítido.En estos días donde el pensamiento es fundamental para resolver problemas cada vez más complicados, protejámonos de los virus y las infecciones biológicas pero, también, de los virus ideológicos que en ocasiones pueden llevarnos a creer que unos son mejores que los otros. En la medida en que recordemos constantemente que nadie tiene siempre la razón, y que la verdad absoluta -al menos en términos de pensamiento- no existe, podremos comprender al otro, y a nosotros mismos, a través de un cristal cada vez más nítido.

El centro del reino

Tras haber conocido todos los trámites que un mexicano tiene que hacer para entrar a Arabia Saudita, en la primavera de 2006 realicé mi primer ―y hasta ahora único― viaje a la península arábiga. Sentía emoción y curiosidad, ya que al fin conocería aquella parte del mundo en la que se extrae el llamado oro negro entre mares de arena, y en donde se venera al libro sagrado del Corán.

Todo comenzó con un vuelo a París de donde, después de una noche de luces entre el Arco del Triunfo y la Torre Eiffel, proseguiría mi recorrido de seis horas hasta Riad. Mientras observaba un incesante suelo amarillo en mi camino a la capital del reino, conocí a un grupo de empresarios españoles quienes, al descubrir mi acento chilango, decidieron informarme sobre sus pasadas experiencias en este lado del mundo. Primero, el alcohol es ilegal ―dijeron― segundo, la pornografía está prohibida; tercero, es muy diferente a lo que estás acostumbrado, hay que tener cuidado con las mujeres y con lo que se hace en lugares públicos. Yo pensé que estaban exagerando, que eran paradigmas occidentales alimentados por las noticias sobre terroristas, aunque no pude evitar sentirme un poco nervioso cuando, un par de horas antes de aterrizar, la sobrecargo en jefe nos advirtió que suspenderían el servicio de vinos y otras bebidas espirituosas, debido a que no estaba permitido llegar con aliento alcohólico al aeropuerto. Además, yo tenía en mi poder un número de la revista Spin, en cuya portada aparecía la cantante del grupo Yeah Yeah Yeahs con algo menos que una minifalda y poco más que un escote. Todo esto corría por mi cabeza cuando llegó el momento tan esperado como inevitable; ya había aterrizado en terreno árabe. Con un par de chicles de menta y tras esconder la revista entre mis documentos de trabajo, pasé por migración; estaba preparado para cualquier cosa. A pesar de mis temores inventados, no hubo ningún evento desagradable: mostré la visa, revisaron el pasaporte, preguntaron qué iba a hacer allá, sellaron el pasaporte, me lo regresaron ―sin saber todavía que me lo iban a retener nuevamente―, y en menos de cinco minutos ya estaba legalmente del otro lado del mostrador; entonces, fui a recoger mi maleta y me dirigí hacia el hotel.

Tras observar una ciudad normal acorde con mi percepción, y sentir el calor del desierto, lo primero que llamó mi atención fue que el taxi en donde viajaba no pudo dejarme en la puerta del Hotel Sheraton en el que habría de hospedarme. La razón era que ese edificio, donde me albergaría un par de noches, estaba cercado por grandes bloques de concreto; al pensar el porqué, sólo pude imaginar que temían algún tipo de explosivo escondido en un automóvil. Al salir del vehículo, caminé hasta la entrada del hotel y llegué al interior, lleno de coloridos motivos geométricos y arabescos, que adornaban las paredes en una especie de suntuosa mezquita. Después de haber realizado mi registro, subí al cuarto y, mientras contemplaba la ciudad desde la ventana, vislumbré un edificio que resaltaba del resto no sólo por los trescientos diez metros de altura que lo erigían, sino también por su peculiar forma: los últimos pisos remataba con una curva vertical semielíptica, que dejaba un espacio por donde cruzaba libremente el viento para unir sus extremos en lo más alto mediante un puente. Me pareció algo impresionante, imponente; era como si tuviera a un árabe gigante frente a mí con un rostro imaginario que, envuelto en un turbante, me hacía saber que estaba en su tierra. Y ese árabe tenía nombre: se llamaba Kingdom Centre… Mientras seguía inmerso en tales pensamientos, llegó la oscuridad y con ella el momento de dejar la habitación, pues tenía una invitación a cenar con un colega del trabajo. Caminé hacia el elevador, oprimí el botón para bajar y, al abrirse la puerta, descubrí a dos mujeres de negro, totalmente cubiertas por sus mantos de abaya y sus niqab; sonreí tímidamente y volteé la cabeza hacia abajo sin saber qué más hacer, hasta que por fin alcancé suelo para apresurar mi salida de ese espacio a veces claustrofóbico y siempre incómodo. Al no poder ver nada más que sus ojos, supuse que aquí sí aplicaría eso de “el amor entra por la mirada”. Entonces, se abrieron las puertas, y caminé hasta la recepción para encontrarme con el gerente de mercadotecnia, un ejecutivo de origen egipcio que me esperaba para llevarme a un bar de shisha, en el que por supuesto no hubo alcohol ni mujeres pero sí mucho humo. Después de una velada diferente y sin contratiempos al interior de una especie de tienda de campaña para el desierto, íbamos de regreso al hotel cuando, en la avenida por la que circulábamos, noté un retén de policía; pregunté para qué era, y obtuve como respuesta que se trataba de un punto de inspección. Seguimos el camino sin problemas, y llegué otra vez a ese séptimo piso desde el que podría admirar lo que era no sólo el centro del reino, sino también de mi atención. De noche, pude observar que el interior de su turbante cambiaba de color, de azul a rojo, de rojo a violeta, de violeta a amarillo y así constantemente, hasta que el cansancio y los colores me arroparon para irme a dormir.

A la mañana siguiente, debía comenzar mis labores de trabajo en el mismo hotel donde me encontraba hospedado. Así, después de levantarme y desayunar, decidí que tenía que obtener una foto del centro del reino, pues sería un entrañable recuerdo de mi visita a aquellos lugares lejanos, y algo de lo que definitivamente podría hablar a mi regreso en suelo mexicano. No imaginaba entonces todo lo que podría contar. Bajé a la recepción, salí del hotel y, con un sol casi insoportable, saqué mi cámara digital (pues en aquellos años las cámaras fotográficas de los celulares eran de muy baja resolución), la disparé un par de veces, y observé un auto de la policía local que rondaba por el lugar. Yo permanecí ahí unos instantes para seguir observando los alrededores cuando, sin preverlo, el vehículo oficial se detuvo frente a mí, y de él descendió un azul (efectivamente, allá también se visten de azul) para indicarme algo en árabe, que por supuesto no pude comprender. Por las señas que hacía con las manos, notaba que se trataba de algo importante, al menos para él. Entonces, extendió su mano derecha para pedirme que le entregara la cámara y, desconcertado, obedecí sin tiempo para preguntarme qué era lo que había hecho mal. Estaba ahí, de pie ―más atontado por la falta de entendimiento que por el calor mismo― cuando de pronto llegó Osama ―sí, Osama―, quien era el gerente nacional de ventas de la filial de la empresa con la que iba a trabajar. Tras decirle en inglés que no sabía qué había pasado, comenzó a hablar en su lengua natal con el policía, que todavía sostenía mi cámara. Tras varios manoteos y discusiones que seguía sin entender, noté que el oficial le pidió sus documentos migratorios (ya que él provenía de Jordania) y, mientras eran revisados minuciosamente, me dijo que les entregara mi pasaporte, que por supuesto no traía conmigo. Así, tuve que subir a la habitación para tomarlo, bajar nuevamente, y entregarlo al policía para que fuera guardado en la patrulla junto con la cámara, que aparentemente me había metido en este embrollo infernal. Empezó a llegar más gente de la filial al hotel ―pues yo iba a dar un entrenamiento― y, mientras pasaban intrigados junto a nosotros, Osama les hacía señas para que siguieran su camino sin detenerse, y así evitar una tormenta desértica más polvorienta de lo que ya era. Mi único acompañante en esta confusa circunstancia empezó a ponerse más nervioso que yo, y se le ocurrió pensar ―y además decírmelo― que tal vez el que retuvieran sus papeles obedecía a ese nombre propio que había causado tanto alboroto algunos años atrás, cuando las Torres Gemelas de Nueva York dejaron de existir (recordemos que, supuestamente, Osama bin Laden fue dado por muerto hasta el 2011). Pasaron veinte minutos, cuarenta. Media hora más; el sol asediaba mi rostro, y el sudor se escurría entre el cabello, para luego llegar a mi espalda y subir desde las entrañas hasta mi cabeza. Tras no decidir qué hacer, los dos policías presentes llamaron a su superior, y nos indicaron que no podíamos movernos de ahí hasta que él llegara.

Así, el tiempo seguía su curso bajo las altas temperaturas, y con esperanzas inciertas, cuando casi sin notarlo llegaron un par de turistas japoneses por un costado de la parte externa del hotel. Si uno ha tenido la oportunidad de encontrarse con estos visitantes del mundo, con esas bolsas gigantescas llenas de sensaciones a Gucci y Armani, sabe lo exasperantes que pueden ser cuando se trata de tomar fotografías. Alguien me dijo una vez que lo hacían para analizarlas cuidadosamente y luego robarse ideas, o mejorarlas, y yo estaba seguro de que en efecto se robaban algo, aunque fuera sólo la tranquilidad de las almas que tenían el infortunio de merodear por el mismo lugar que ellos. Con esa reflexión trataba de aliviar un poco mi nerviosismo cuando, de pronto, sacaron una cámara profesional (y no una simple cámara digital como aquella de la que yo había sido despojado), y empezaron a tomar fotos enfrente del hotel: enfocaban, disparaban, y volvían a cambiar de posición para enfocar otra vez. Ante esto, me pregunté ¿por qué ellos sí pueden y yo no? Entonces, llamé la atención de Osama hacia la escena y, al notarla, llamó inmediatamente la atención de los policías para reclamar la situación, o al menos eso fue lo que yo interpreté mientras observaba su rostro molesto y sus aspavientos coléricos. Después de todo, parecía que los policías no se habían percatado de la presencia de los orientales, quienes, con el despliegue de su propia naturaleza, cambiaban de poses y ángulos para buscar la mejor imagen posible. Al verlos, los de azul inmediatamente se les acercaron, manotearon varias veces y, con una sonrisa pícara, les quitaron cámara y pasaportes. ¡Qué desmadre! Pensé, y todo por unas pinches fotos. En este momento ya estaba realmente enojado, aunque no pude evitar sentir una pequeña sensación de alivio al pensar que no sería el único extranjero en la cárcel. Después de otros quince minutos de agonía e insolación, finalmente llegó el comandante en jefe. Era un personaje alto, atlético, con gafas oscuras y un bigote que lo hacía parecer más árabe de lo que hubiera podido imaginar. Caminó hacia nosotros, conversó en su lengua con todos los que me rodeaban y echó a reír. Eso me tranquilizó, aunque dentro de mi paranoia no sabía ya si en esta tierra eso eran buenas noticias. Habló con sus subordinados y se limpió el sudor con un pañuelo blanco. Luego, ellos sacaron de la patrulla los documentos migratorios y los gadgets que nos habían quitado para dárnoslos de regreso. Tras todo esto, llamaron a uno de los encargados del hotel y simplemente le pidieron que colocara un letrero en el que se leyera “prohibido tomar fotografías” (en inglés, por supuesto). Finalmente, me pidieron que borrara las imágenes de la cámara. Borré casi todas, a excepción de la está en esta publicación.

Finalmente, pude entrar al salón del hotel donde todos aquellos a quienes debía entrenar aguardaban; al llegar, se escucharon aplausos mezclados con risas. Yo, todavía con voz temblorosa, di las gracias por el recibimiento y tras una breve explicación, les dije que me hacía falta un tequila para calmar mis nervios, pero que no pretendía tomarlo porque seguramente me llevaría a un encuentro aún más incómodo con la policía. Hubo algunas risas más. Me tranquilicé. Inicié y terminé el curso. Ya casi de noche, hubo una convivencia con todos los participantes, que en su mayoría eran inmigrantes egipcios que trabajaban en el área de ventas. Al conversar con ellos, aprendí que debía evitar espacios cerrados como elevadores en presencia de mujeres, ya que podría generarse un malentendido; que siempre debía llevar mi pasaporte pues había puntos de inspección aleatoria en las carreteras, y que ante la falta de una identificación internacional podrían llevarme a la cárcel. Como ya me había quedado claro, tampoco debía tomar fotografías en las calles, debido a que podrían servir como “herramientas de análisis” para ataques terroristas. En ese momento, me sentí un poco desolado, y pensé que toda esa información me hubiera sido más útil un día antes, ya que a pesar de que todos somos seres humanos, a menudo tenemos realidades distintas.

De igual manera, supe que aunque el alcohol era ilegal, muchos lo conseguían de forma clandestina, y que tomaban desde vodka hasta cachaza; que la pornografía en video y revistas se importaba de varios países de Europa y Asia, y que la prostitución existía en las afueras de la ciudad. Todo me sonó conocido.

Por la noche, y tal vez como una especie de premio de consolación, mi colega de marketing me llevó a cenar a un restaurante de lujo, llamado The Globe. ¿Y dónde imaginan que se encuentra? Sí, justo en la cima del Kingdom Centre, desde donde se tiene una vista espectacular de Riad.

Al final, pude comprender que este lugar era como cualquier otro, donde hay gente, donde se vive en sintonía con sus antepasados y su cultura, donde también se ama, y en el que se crean problemas de algo tan pequeño, tan simple como un cúmulo de imágenes guardadas en las memorias electrónicas y mentales del mundo.

«Los declaro marido y mujer», dijo Blake al Cielo y al Infierno

Desde hace ya un buen tiempo, he querido encontrar formas de traer la literatura a la vida cotidiana, con el propósito de que más personas conozcan la riqueza que se haya en los libros y, tal vez así, se interesen en leerlos dentro de un entorno donde el cine -y en especial aquel de Hollywood- domina las horas y los espacios de ocio junto al fútbol, las series de Netflix, y las redes sociales. La lectura, sin duda, tiene una clara ventaja frente a todo lo antes mencionado: nos permite ejercitar nuestra creatividad de una manera directa, ya que quien lee imagina su propia versión mental de lo que está siguiendo a través de las palabras. Además, la literatura siempre contribuye al enriquecimiento del vocabulario y a la renovación de la manera en que nos expresamos y, en consecuencia, a una mejora continua en el nivel de pensamiento.

Por ello, en esta ocasión he decidido invitarlos a conocer, o recordar, a William Blake, poeta y pintor del Romanticismo inglés. Este movimiento artístico, que en México fue representado dignamente por personajes como Manuel Acuña e Ignacio Altamirano, sucedió principalmente durante el siglo XIX y se creó para enfatizar la imaginación y las emociones frente a la razón, para contrastar a la revolución industrial que se había generado en la centuria anterior. Cansados del pensamiento casi exclusivamente orientado a la economía y al desarrollo tecnológico (¿les suena familiar?), varios escritores decidieron invocar a las musas para recordarle a la sociedad de su tiempo que el arte también es parte fundamental del ser humano.

Así, este místico iluminado de apellido Blake, escribió -y pintó- su concepción de «El matrimonio entre el Cielo y el Infierno» (The Marriage of Heaven and Hell) para crear una de sus obras más emblemáticas. Este trabajo literario, con su explicación y sus proverbios, ha conseguido -incluso- filtrarse en la cultura popular; baste como ejemplo citar a Enrique Bunbury y sus Héroes del Silencio en la canción El camino del exceso, que, en el coro, dice

Si estás dispuesto a afrontar
La escena no es de William Blake
¿Estás dispuesto a devorar estrellas
que sacien tu sed?

A continuación, y con el propósito de despertar su curiosidad, incluyo algunos de los proverbios -del Infierno- de este poema que, sin duda, invitan a la reflexión (con mi propia traducción al español):

«In seed time learn, in harvest teach, in winter enjoy.» (En tiempos de semilla aprende, en la cosecha instruye, en el invierno disfruta).

«The road of excess leads to the palace of wisdom.» (El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría).

«He who desires but acts not, breeds pestilence.» (Aquel que desea pero no actúa, engendra pestilencia).

«He whose face gives no light, shall never become a star.» (Aquel cuyo rostro no da luz, jamás se convertirá en estrella).

«The busy bee has no time for sorrow.» (La abeja ocupada no tiene tiempo para lamentarse).

«Think in the morning. Act in the noon. Eat in the evening. Sleep in the night.» (Piensa durante la mañana. Actúa al mediodía. Come por la tarde. Duerme por la noche).

«Exuberance is Beauty.» (La exuberancia es belleza).

Entonces, la poesía no está tan alejada de nuestro día a día, ¿o sí? Revisemos nuestras redes sociales y comentemos responsablemente -porque son medios para comunicarnos-; vayamos al cine y veamos Netflix, pero también, leamos. Y, sobre todo, sigamos interactuando dentro y fuera de los ámbitos académicos y laborales, porque ello sentará las bases para tener un mejor entendimiento de nosotros mismos.