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ÉRASE UNA VEZ… EN UN CORPORATIVO: Crónica de la supervivencia de un ejecutivo en un entorno globalizado (FRAGMENTO)

“Ciertamente miré a Sísifo, teniendo fuertes dolores,
queriendo con ambas manos alzar una piedra monstruosa.
Cierto, apoyándose él en los pies y en las manos,
a lo alto, hacia una colina empujaba la piedra, y, cuando iba
él a franquear la cima, Gravedad lo echaba de vuelta;
otra vez, entonces, al llano rodaba la piedra indecente.
Y él, extendido, de nuevo empujaba: el sudor hacia abajo
le corría de sus miembros, y de su testa el polvo se alzaba.”

La Odisea, Homero, XI 593-600

Sísifo, Tiziano (1576)

1

“Hoy concluye un ciclo lleno de aprendizajes”; “me llevo el grato recuerdo de las personas que conocí”; “nos volveremos a encontrar”; “el mundo es un pañuelo”; “que Dios los bendiga”… Así, adornados con frases comunes, bien intencionadas, cortas y tristes —pero comunes— empezaron a llegar cardúmenes imparables de correos que nadaban por la red cibernética de los mares corporativos. Algunos de ellos eran de quienes solían ser directores; unos más, de mandos intermedios y, la cuantiosa mayoría, de personas en puestos operativos y de ventas, todos con una problemática en común: estaban siendo echados, sin más, de la empresa multinacional en la que trabajaban por la llamada “reestructura”, ese proceso necesario para mantener sanas las finanzas del corporativo y sus accionistas, y dejar a varias familias ante el panorama incierto del desempleo en un país con crisis económicas constantes.

Asterio, o don Terio como le decían quienes estaban cerca de él y elogiaban su trabajo, al menos en lo superficial, fue uno de los últimos afectados tras los treinta y cinco años que llevaba trabajando para la compañía. Antes de la gran despedida, él tuvo más de una oportunidad de irse de ahí y aventurarse hacia otros horizontes laborales, aunque decidió quedarse ya que decía “sentirse en casa”. Sabía que se acercaba una separación dolorosa de magnitudes desproporcionadas, una ola creciente que arrancaría todo a su paso, pero nunca adivinó que el agua también lo arrastraría a él como uno de tantos granos de arena para anunciarle que nada en ese lugar era suyo, que su pertenencia añeja sería drenada de la barrica sin poder degustar el buen vino que había producido, y que esa marca de lealtad aparentemente indeleble se borraría tan rápido de su frente como un tatuaje trazado con tinta fugaz. Aunque era de su conocimiento que el Sr. Jappont ─director general y vicepresidente─ no lo veía como un empleado modelo, nunca pensó que pudiera sacarlo de Dédale, la amada compañía a la que había dedicado tanto tiempo de su vida. Se sentía seguro, ingenuamente protegido por un manto de concreto con fuentes secas y rejas despintadas a su alrededor, en esa posición gerencial a la que siempre había aspirado a pesar de tener una licenciatura trunca, sin darse cuenta de que en realidad no era más que un título asignado por quienes podían quitárselo en un solo día, en un momento de decisiones de negocio y márgenes de rentabilidad, como ocurrió aquella mañana.

 Dédale Sociedad Anónima era un laboratorio farmacéutico de origen francés que se caracterizaba por estar entre las diez empresas con mayor poder económico en su ramo, no solo en el país que nos atañe sino también a nivel mundial, con la misión de desarrollar, fabricar y comercializar medicamentos de alta especialidad; los males que podían tratarse con ellos ─ya fuera mediante el seguro gubernamental, un seguro privado de gastos médicos, o la propia cartera en caso de poder costearlos─ iban del Alzheimer a la enfermedad de Dupuytren, pasando por el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida y la Diabetes. La empresa tenía su oficina matriz en la ciudad de París, lugar en el que Asterio había soñado hacer una estancia que le negaron so pretexto de su casi nulo manejo del idioma objetivo, aun cuando su jefe anterior ─compañero de borracheras del Sr. Jappont y conocedor de algunos de sus más bajos secretos─ había logrado estar allá por un año sin siquiera ser capaz de expresarse adecuadamente en su lengua materna (lo que le sucedía en gran medida a causa de un alcoholismo agudo que trataba de disimular inútilmente con azúcares y químicos en sus horas de trabajo). Su nuevo jefe era el Dr. Keuf, un médico extranjero degradado en rango, y que había sido expatriado a ese país por haber confundido un padecimiento grave con una gripe en una región de Centroamérica; básicamente, su función era la de comandar el área administrativa que daba servicio a los departamentos de ventas y mercadotecnia, y mantenerse atento a las disposiciones ─o caprichos─ de su jefe, el Sr. Jappont, y del encargado general de L’École, una organización mundial creada para apoyar las decisiones de negocio de los “mercados emergentes” ─eufemismo usado para referirse a los países que ellos mismos designaban como tercermundistas─ y cuyo nombre había sido inspirado por la Academia platónica ─con la endeble esperanza de, algún día, llegar a la luz de la verdad en medio del bosque espeso del capitalismo.

Don Terio, quien se encontraba a cuatro años de cumplir los sesenta de edad, había empezado como mensajero, para después ascender a auxiliar administrativo, a representante de ventas, y varios puestos más durante lustros tenaces hasta que le dieran la oportunidad de fungir como Gerente de Asuntos Especiales ─posición que tenía que ver con todos aquellos asuntos que no podían encajar con claridad en ninguna de las otras áreas. Al llegar a tal escaño, comprendió que aquel nombre enmarañado, el de la empresa, no correspondía a una decisión arbitraria, pues los procesos internos constituían un verdadero laberinto que la habían hecho famosa entre otras del sector, así como entre proveedores, consultores y demás personas que tenían trato con su alma máter profesional.

Casi todos temían entrar a ese espacio lleno de atolladeros que se agravara a raíz de un acto de corrupción en Asia, incluso los mismos empleados, puesto que para realizar una actividad comercial o planear un evento social con un cliente, era indispensable obtener autorización de casa matriz, llenar varios formatos, tener salvoconducto de casi todos los directores, y contar con numerosas firmas, sellos y venias que complicaban y retrasaban el trabajo diario con mayor frecuencia de la deseada. Cuando esto último ocurría, siempre era responsabilidad del subalterno que iniciara todo el proceso, y el castigo impuesto por el área de recursos humanos ─a solicitud expresa del Sr. Jappont─ iba desde un acta administrativa hasta la rescisión del contrato laboral, con las debidas excepciones, es decir, exceptuando a quienes eran parte del equipo incondicional del director general. Para describirlo de otra manera, ese “equipo incondicional” se constituía por aquellos que nunca objetaban las decisiones del director y siempre se esmeraban en hacerlo lucir como el gran ejecutivo en todo acto público dentro y fuera de las frías instalaciones del consorcio, además de hacer presencia en sus eventos sociales si eran requeridos ─bares, restaurantes, y tugurios─, comprarle una cajetilla de cigarros cuando esta ya se hubiera agotado, hacer caso omiso de sus tórridos devaneos con la directora médica, y quedarse en la oficina hasta ya entrada la noche, ya fuera por trabajo o para visitar redes sociales y sitios de entretenimiento en internet, con el único propósito de estar con él en esa rutina que iba del amanecer hasta después del crepúsculo vespertino.

Las instalaciones empresariales eran bastas, y ocupaban mayor espacio del necesario debido, por un lado, a los recortes de personal que se daban año tras año ─aunque no con la magnitud del que finalmente alcanzó a Asterio─ y, por otro, a la reciente caída en ventas dada por el lanzamiento de diversos medicamentos genéricos, en un mercado globalizado que previo a ello se encontraba solamente a merced de la guerra de precios entre corporativos multinacionales. Esto obligó al comité directivo de Dédale a disminuir el uso de la capacidad instalada del área de manufactura, así como la importación y exportación de materia prima y producto terminado.

Este medio de subsistencia económica a través de un sueldo, ya fuera de godín o en las líneas de producción, hacía convivir a todos con gente que realmente no conocían, y a quienes en la mayoría de los casos no les importaba si alguno de sus compañeros enfermaba o era despedido, más allá de la inherente y momentánea conmiseración que trataba de minimizarse y abatirse tan pronto terminara el evento funesto. El edificio principal, de un color gris concreto manchado, se encontraba en el centro de la superficie total bordeada por rejas opacas y policías industriales. A consecuencia de una gran cantidad de oficinas y pasillos sin utilizar, se percibía una atmósfera de vacío sistémico que se apoderaba de los empleados cuando el tenue ruido del silencio distraía su atención. Era en esos espacios con un tinte abismal, intensificado por las horas sombrías y la huida de la mayor parte del personal, que se sentía un escalofrío penetrante, una advertencia de soledad ante el aislamiento diario causado por el estrés laboral. Los más supersticiosos e indoctos ─y cuyo oscurantismo no dependía del grado académico que creían ostentar─ atribuían estas sensaciones a un espíritu, al holograma de una infanta que recorría los caminos desolados durante la noche, sin saber que el fantasma que les acechaba no era uno del inframundo, ni de lo sobrenatural, sino de la propia naturaleza humana, y que se manifestaba de manera inconsciente justo cuando quien lo advertía estaba en uno de sus estadios más vulnerables.

Pero ni los laberintos burocráticos ni las apariciones fantasmagóricas ─y ni siquiera el Sr. Jappont con su política sectorial─ aterrorizaban el espíritu de Asterio, después de haber sobrevivido todos los cambios que se le habían presentado año tras año desde su llegada a esas oficinas. Su ingreso a la empresa fue el resultado del azar y la necesidad; al cumplir los dieciocho años comenzó a estudiar turismo y hotelería en una universidad privada de mediano renombre para dejarla dos años más tarde, debido a una combinación entre la falta de vocación y los problemas económicos de su padre, quien era dueño de una farmacia independiente. Esta fuente de ingresos y de elíxires alópatas se vino abajo gradualmente ante la competencia inclemente de una monumental farmacia trasnacional que abrió una sucursal en la zona, con descuentos del treinta o cuarenta por ciento que su propietario no era capaz de absorber. Por esta razón, fue que Asterio tuvo cercanía con los productos farmacéuticos desde pequeño, aunque nunca vislumbró la posibilidad ni de quedarse con el negocio familiar ni de trabajar en algo relacionado con las medicinas, como él solía decir en aquellos tiempos; sin embargo, tenía la obligación de ayudar ciertas tardes que le fueran asignadas después de hacer la tarea escolar, y algunos fines de semana de acuerdo con la disponibilidad de sus hermanos mayores y la afluencia de público, que en el transcurso de su infancia y adolescencia era buena, y a veces bastante buena. Desde hacía ya mucho tiempo, y hasta que la farmacia El Mundo concluyera sus actividades, varios representantes de ventas de diversos laboratorios farmacéuticos solían visitar a Asterio padre, con el propósito de promover sus productos a través de diversos servicios y ofertas; uno de ellos, y el único que se quedó hasta el final, fue precisamente quien lo iba a ver por parte de Dédale, un señor maduro que llevaba veintiún años trabajando para la compañía, y que se jubilaría justo el día en que Asterio hijo cumpliera sus veintiún años de edad. Sabiendo esto ─que interpretó como una especie de señal─ y al enterarse del probable cierre fatal, se ofreció a llevar el currículo del muchacho ─que en aquellos días solo contaba con su licenciatura trunca y la experiencia en la farmacia─ para ver si encontraba alguna posición dentro de la empresa, algún puesto que pudiera ajustarse a su perfil.

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ALQUIMIA PLÁSTICA

Parece que ya está terminando ese cuadro en el que invirtió todo este tiempo, todos esos años, esas décadas que casi confluyen ya en la quinta; está a un instante de dar la última pincelada, el último color, el retoque del protector, de aquél que ha soñado y que vislumbró varias veces hasta poder moldearlo en un pedazo de lienzo de un metro por sesenta centímetros. Aún con los bordes, con esos límites perimetrales, pareciera que puede elevarse, salir de ahí, que está a punto de glorificarse mientras lleva consigo esa carga que ya no se ve pesada, sino ligera, grácil, a pesar de las circunstancias que provocaron su estado; los movimientos estáticos producen una sensación de asombro, y los claros brillantes le dan vida en medio de los tonos oscuros, tanta como la que él siente al admirar su obra.

Se sienta en un banco frente a ella. La contempla. Lee la historia contada a través de las formas y los matices y descubre algo nuevo, un acontecimiento no planeado, una especie de premonición, una amenaza que se asoma de entre las capas de pintura y que a la vez vierte su calma inherente. Sabe que tenía que pintar algo así, dictado primero por la energía irradiada por el subconsciente y contorneado, luego, por la habilidad de sus dedos, como si estuviera haciendo resurgir la belleza de la existencia misma, esa belleza que creía haber perdido ya entre el cúmulo de personas que se paseaban de un lado a otro mirando, sin observar, su reflejo en las pupilas de los otros. Esa expresión es la que había podido captar ahí, justo en ese rostro dócil con expresión de vida en la muerte, y no de muerte en la vida como la mayoría de quienes rondan sus días en las oficinas, los centros comerciales, los recintos religiosos y las calles revestidas de indiferencia. No así. Jamás así.

En ocasiones le molesta pensar en todo eso, en todo lo que ha podido ver y sentir a través de los años, y que provoca eodem tempore el resurgimiento de su adherencia misántropa y su pasión por la humanidad, como una de las tantas dualidades que le han hecho compañía, y que van de la mano de ese amor-odio con el que trata de encontrar un balance en su propio ser. Le irrita saberse en un entorno confuso, vacilante, violento, aun cuando ha podido concluir esa obra que venía concibiendo a través de todas las demás, aquéllas que sirvieron como ensayo de su creación maestra y que ahora aparecen a la distancia, en la lejanía, como escalones que se miran pequeños cuando son vistos desde la cima, desde lo más alto, desde el último peldaño al que un humano puede aspirar. Sí, un humano como muchos, como debería verse la mayoría, en vez de sentarse a esperar a que la autorrealización llegue del cielo, del azar, de una pareja o de un hijo, de estar sentado frente a un escritorio o, en los peores casos, de algún programa de televisión o de una película de Hollywood. Entretanto, todos son testigos de que el infierno sólo es posible en la Tierra, porque no lo provoca ni el Diablo ni Dios ―si acaso existen― sino la raza humana, con esa abominable pereza mental de muchos y la enferma ambición desmedida de pocos, que se adjudican el poder de someter a una masa deforme socialmente, a esa multitud que prefiere quedarse pasiva en la antesala de su propio velatorio, en vez de abrazar y abrasar la vida por la vida misma. Eso es lo que él pretende hacer. Amar la vida que tiene. No sabe si lo logra, pero casi cree que sí, que su realidad es replanteada y revalorizada a través del arte. Que vale la pena estar aquí, aunque la incertidumbre reine su hábitat, a pesar de todo lo que ha pasado, de sus locuras y sus momentos de razón, de sus excesos que ―como dijera Blake― parece que al fin le han guiado hacia el palacio de la sabiduría, al menos hasta el vestíbulo del castillo, hasta el primer descanso de la pirámide. Ahora, sólo percibe una sensación de logro acariciando suavemente las orillas de su cuadro, la superficie de su piel, el saco que contiene las entrañas que alguna vez fueron en extremo viscerales, y que ahora se apaciguan en su interior para acompañar al alma.

Entonces, toma ese gran espejo recargado sobre una de las paredes para ayudarse a entender cómo es que el resto advierte su presencia cuando acapara la atención, cuando se vuelve el centro de ese espacio ínfimo en donde críticos e invitados tratan inútilmente de encontrar sentido al trabajo que él ha realizado, y que ha compuesto con esos materiales arrancados del exterior y formados en los sueños, donde su automatismo psíquico por fin se libera para abrirse paso por medio de esa brocha delgada, que de manera repentina se integra a su cuerpo y se vuelve su parte más habilidosa. Imagina a varias personas mirándole: al hombre y a la mujer que a veces se funden entre el candor de las sábanas y la humedad de sus miembros y cavidades; a la señora que recoge lo que deja detrás suyo cuando provoca que una superficie blanca despierte entre objetos, sujetos y manchas; a sus padres que desde hace años han dejado de extrañarle, ya sea por la lejanía de uno o por el enojo del otro; y a la energía que lo rodea, esa fuente de fuego que Prometeo le deja prestada ocasionalmente bajo el cobijo de Saturno. No entiende bien por qué, y tampoco le interesa mucho entenderlo, pero desde una edad temprana sintió el impulso de dibujar. Recuerda que en su niñez tiraba algunos trazos con el director de la escuela mientras esperaba que su madre llegara a recogerle y que, al ir creciendo, todos sus sentidos estaban en alerta latente ante la gran cantidad de imágenes, sonidos, olores, texturas y sabores que el mundo guardaba para quien estuviera dispuesto a recibirlos. Se inspiró observando las cosas inánimes, y a veces las vivaces, haciéndolas suyas como las percibía en ese momento; otras tantas usó su capacidad memoriosa en un estado de trance inexplicable para visualizar objetos y conjuntarlos con otros ―sin relación lógica dentro de la realidad común― para crear así una mezcla onírica sobre un espacio inicialmente incoloro, y unas más combinó su destreza técnica con sus instintos básicos para plasmar sus más inexplicables deseos, y desarrollar su influyente método “impulsivo-deconstructivo”, que ahora es utilizado no sólo por otros pintores, sino también por varios músicos y escritores en latitudes similares y diferentes a las suyas.

Advierte en su reflejo todo esto, todo aquello que le ha forjado, al tiempo que superpone en su cuerpo físico la creación de su propia imagen, ese autorretrato que surge desde el lugar en el que quiere reconocerse para después mostrarse ante el resto, sin cicatrices, sin leves deformidades físicas, y sin la profundidad lívida que han dejado tantos personajes al recorrerle la psique. De pronto, siente un leve mareo que hace resonar en su mente esa frase que se había prometido respetar para salirse de su solipsismo, de ese egoísmo metafísico, y que dice algo semejante a “lo importante no soy yo, no es la persona, sino la creación, la obra”. Intuye que su vida se refleja en el espejo y los instantes más preciados en cada una de sus pinturas. También evoca esa imagen suya con la que, tras ese accidente en un vagón del metro cuando éste se detuvo bruscamente para no arrasar con un hombre en silla de ruedas que había caído a las vías, tuvo que pasar varios meses postrado en casa de su tía. Ella, a raíz del suceso, le colocó una gran luna reflejante justo enfrente de su cama, para que pudiera saber cómo se veía por fuera a sus casi veintiún años de edad. Ahí fue que comenzó a sentir un intermitente pero desmesurado apetito por escribir cosas en una libreta, palabras que le salían sin una relación consciente combinadas con excéntricos dibujos; o tal vez fue a la inversa, dándose primero al menester de crear dibujos en folios con lápiz y pincel para luego llenar los espacios adyacentes con palabras, para colmarlos de algo que le hiciera escapar del horror vacui.

 Mira ahora hacia el baúl donde mantiene algunos objetos lejanos, vetustos, preguntándose si ese trozo de literatura-plástica íntima estará ahí, esperando pacientemente a revivir de entre la finitud sombría de lo que queda del cofre de madera. Se acerca, lo toca con ambas manos, y se recarga sintiendo el peso del presente sobre el dorso del pasado, mientras se percata de que ese instante ya se ha convertido también en pasado, el de apenas hace unos segundos, el que ya no puede recuperarse jamás. Entonces, prefiere no abrirlo, pues le aterroriza la idea de enfrascar sus soplos de presente efímero en una botella de sucesos añejos, de esas terribles y dolorosas cirugías. Se aleja, como se aleja quien percibe el olor súbito y penetrante de la orina de un zorrillo, o más bien la presencia de una alimaña ponzoñosa, que le observa de frente esperando el momento propicio para infiltrarle su veneno. Piensa que será mejor hablar sólo de su obra sin entrar en detalles de su vida privada, aunque de alguna manera teme que alguien demasiado observador ―alguien con mucha más astucia que la gente que ve pasar todos los días― descubra sus secretos en los colores y las figuras, o en los seres amorfos y magnificados que contrastan con el paisaje inmenso que contiene su espacio. Trata de tranquilizarse, y comienza a invocar, de la manera más breve posible, el historial pictórico que debe presentar durante su próxima exhibición en el Palacio de Bellas Artes, esa que nunca fue el objetivo primordial de su trabajo pero que tampoco rechaza del todo, a pesar de que sus colegas más estoicos le repitan que no hay necesidad de tener ningún tipo de homenaje en vida puesto que, como indica uno de sus ejemplos preferidos, nadie apreció realmente a Shakespeare sino hasta finales del siglo XVIII. Si tu obra es en verdad producto de la piedra filosofal ―le decían, tu nombre retumbará en las paredes de cualquier recinto respetable durante centurias, aunque tu cuerpo lo ostente sólo por algunas décadas.

Comienza entonces ese recorrido por su pasado, utilizando únicamente su memoria consciente, pues aquella otra que la complementa está reservada para sus viajes en óleo sobre tela. Observa detenidamente una fotografía de su primer cuadro, que pintó durante su estancia más larga en cama, y trata de rascar entre las piedras ancestrales que se avizoran para descifrar su origen. Se acuerda de aquellos cerros, esos que forman parte de la Sierra Madre de Venas Abiertas, en donde todavía habitan varios grupos indígenas y que son constantemente excavados, no solamente para extraer minerales o buscar ruinas, sino para soterrar restos humanos cuando se requiere desvanecer todo tipo de evidencia física. Fue por uno de estos aterradores hechos que, al pie del imponente ídolo que acapara el espacio del cuadro que contempla dibujó un cráneo deformado, semicalcinado, con el número “43” sobrepuesto con rojo sangre en la frente, a pesar de que luego pensara que debió haber escrito “22,000 y más”. Esa pieza lúgubre y triste no aparecía en el boceto, y simplemente surgió de la masa cerebral que encierra su propio cráneo al momento en que estaba delineando la tierra negra de la selva, como si la tierra misma hubiera querido darle un respiro tras haberlo mantenido demasiado tiempo dentro de las cavernas de Xibalbá. A pesar de su innegable vacío, los agujeros de los ojos parecen apuntar hacia arriba, hacia la cabeza del dios prehispánico, que luce imponente con un corazón expuesto por delante, entre tonos rojizos y grises, y que ostenta toda su figura delante de una cruz de madera roída, que cuelga desolada de la rama de un árbol de ceiba detrás de él. De frente, el monolito contempla despavorido su propio reflejo en un estanque que alcanza a mostrar su torso duro y estático, como si fuera consciente de su otredad mediante el doble reflejo ocasionado por el agua y las pupilas que se forman en ella. El reflejo deja ver el corazón expuesto, pero ahora en tonos azulados, uniéndose al supuestamente real, de color carmín escurrido, a través de una vena que surge de las raíces de la ceiba, y que recorre un largo camino en el que cambia de tonalidades para llegar hasta él. Sobre este árbol, que es casi del tamaño del ídolo maya, pero a la distancia, se distingue una serpiente bicéfala circular, inclinada, que parece girar infinitamente como si contuviera todos los infinitos, y que a su vez forma un remolino que en el algún instante podría contener la selva, la tierra, la figura y el cráneo, como si fuera a tragarse todo dejando tras de sí un fondo negro, que es el mismo que se observa en los hoyos de la calavera. Esta fue su primera etapa como pintor, la que marcó su impulso por delinear aquellos objetos sagrados previos a la llegada de los españoles al continente americano.

“Cuando esta idea cayó en mi mente de manera imprecisa pero contundente, sentí el golpe de un montón de piedras magullando mi cuerpo, justo cuando tuve mi primera cirugía de columna después de que ese tubo me dejara estéril. Parecía que haber sufrido de poliomielitis en la infancia no había sido suficiente para satisfacer el sadismo de la vida. Por eso fue que comencé a pintar; en ese momento no lo supe, pero ahora sé que tanta desgracia provocó mi dicha, la dicha de poder pintar. No he muerto, y ha sido tan sólo porque pude desarrollar la capacidad de representar la convulsión interna ante mis propios ojos, más allá de lo que vi en el espejo, para dejarla escapar al ritmo de su propio capricho. Y, en primera instancia, este capricho se alojó detrás de aquellas piezas monumentales que me dejaron sin aliento antes de cumplir mis escasos siete años de edad, cuando asistí por primera vez al Museo Nacional de Antropología. Vi a la Coatlicue, ‘la que tiene su falda de serpientes’, lo que me dejó pensando en esos animales que se arrastran por doquier buscando a su presa. Eso me dispuso ante un camino escindido dentro de un laberinto enredado, porque yo había aprendido en el catecismo que la serpiente era el diablo, y que el diablo había tentado a la madre judeocristiana para perder su inmortalidad y dar a luz a los primeros hombres. Por ello, no supe qué hacía el diablo en las faldas de la madre-tierra de Huitzilopochtli, quien había matado a todos los hermanos de ella, para después arrojar la cabeza de Coyolxauhqui al cielo y formar la luna. Le pregunté a mi madre sobre los sospechados demonios en las faldas de la diosa, y me dijo que no era lo mismo; que eso que creían los aztecas era mito y que lo otro –lo de la serpiente seductora- era verdad, porque estaba escrito en la Biblia. Cuando crecí, supe que todo era mito, y me incliné más por creerles a los antepasados del continente que a los occidentales venidos de otras tierras. Luego, quise ir a conocer al origen del astro satelital, y le pedí a mi madre que me llevara al Museo del Templo Mayor, lo que me cumplió unos seis meses después debido al tiempo que le absorbía esa empresa multinacional a la que le dio los mejores años de su vida. Ahí tuve la oportunidad de ver el monolito de Coyolxauhqui desde arriba, siendo capaz de apreciar su cambio de colores ante la presencia de distintos haces de luz direccionados hacia él por técnicos y museógrafos, como le ocurre – aunque con tonos más uniformes- a la luna misma al estar bajo el influjo de Apolo. Luego, realicé mi primer viaje fuera de la ciudad para ser marcado por otra huella indeleble, a mis casi catorce años, en la zona arqueológica de Kohunlich. A pesar de mi corta edad, y de parecer tan diferente a casi todos mis compañeros de escuela, pude apreciar ciertos aspectos que otros adolescentes no podían ver, ni siquiera si les eran transmitidos en algún intermedio de su programa favorito de televisión. Al escuchar al guía que nos conducía entre los caminos húmedos y cálidos llenos de palmeras de corozo, me fascinó la interculturalidad de aquel lugar, que aparecía ante mi vista como una mezcla, o más bien un compuesto, entre lo maya, lo inglés y lo español. Nos explicó que ese nombre, aunque significaba ‘diente en el rostro’, en realidad no era de origen maya, sino anglosajón, y que fue llevado a esa lengua para hacer su pronunciación más accesible a las comunidades de los alrededores. Seguimos andando hasta que, como un paquidermo magnificado e inmóvil exhibiéndose por encima de la vegetación selvática, descubrí esa edificación sagrada que se erguía ante mi vista, ese templo casi simétrico, piramidal, con mascarones de grandes dimensiones –más grandes que yo en aquel entonces- a ambos lados de la escalinata central. Me acerqué a uno de ellos lo más que pude subiendo varios escalones, acompañado por una tía, hasta poder grabar su rostro en algún cajón de mis recuerdos. Tenía esculpidos ojos y orejas enormes, un tocado ya derruido en la cabeza, y adornos punzantes saliendo de la nariz y la boca, con la lengua de fuera. Cuando le iba pedir a mi tía que le tomara una foto, noté que ella ya casi había llegado nuevamente al ras de la tierra, por lo que no tuve más opción que descender, para luego correr a la precaria tienda del museo por un pedazo de papel y un lápiz, y dibujarlo tal y como lo había podido memorizar, sin ser capaz en ese momento de darle las escasas tonalidades rojizas que todavía podían percibirse en la superficie de piedra cálida. De esta primera impresión de la gran máscara, fue que obtuve el impulso inconsciente de crear El encuentro de dios consigo mismo.”

Al ídolo que se reflejaba en el estanque para encontrarse con su propia idolatría –como la de Narciso- le siguieron otra veintena de cuadros que se enmarcaron en el tema prehispánico-delirante, tales como La pluma azul formando la luna, Las dos visiones de Quetzalcóatl, y Mayahuel embriagando a Dionisio. Después, su interés se movió hacia los seres fantásticos, formados por lo real y lo onírico con diversas partes de animales, insectos, plantas, minerales, y seres antropomorfos. De estos, el primero que llama su atención es el que de alguna manera sirvió como puente entre una etapa y otra, el que desbordó su fantasía hasta llevarlo a delinear esa ceiba atrapada por un fagus sylvatica o haya común, árbol autóctono de Europa. En un fondo azul cielo, con algunas nubes de tono gris negruzco y circundado por la rueda calendárica de cincuenta y dos años, el árbol del sur que representa la cosmovisión maya se muestra asfixiado por su pariente intercontinental, como esa variedad de higuera que estrangula otro árbol tan sólo por su naturaleza intrínseca. En la pintura, ambos jerarcas del reino vegetal aparecen con rostros humanos, la ceiba con el maya y la haya con el español, uno ahogando al otro, enredado desde la raíz hasta el final del tronco, cortándole el aire, acto que se replica en otros dos planos laterales: el del mestizo queriendo ser superior al indígena del lado izquierdo, y el del gobierno –con el presidente sosteniendo, al revés, un libro sucio y maltratado de la Constitución- tratando de someter al pueblo del lado derecho. Al mismo tiempo, las ramas de la ceiba se convierten en brazos extendidos que se alargan hasta alcanzar la cabeza del opresor, del tirano, enterrándole una espina-daga que lo trastorna. La lucha se vuelve circular, infinita, desde el origen del tiempo, encerrada en la forma cíclica de la historia.

El árbol dentro del árbol vino a mi mente como el mundo dentro del mundo, del hombre dentro del hombre que se esconde para encubrir su faz infalible, y del reflejo desperdiciado ante la inutilidad del reconocimiento propio, que genera un amor superfluo y una violencia pragmática, siendo esta última la que se desdobla con amplia facilidad cuando se ostenta una posición de poder generalmente individual, apoyada por un grupo servil de beneficiarios y otro grupo mucho más grande de soldados, que acaban por ser tan victimados como aquellos que son enviados a reprimir: es el pueblo aniquilándose a sí mismo. Esta constituye, desde mi perspectiva, la estrategia idónea y más terrible de control, en donde la mancha social se dispersa desde adentro. Esto no lo saben sólo los llamados gobernantes, sino también muchos empresarios, varios líderes sindicales y, en mayor grado, los dueños de los medios de comunicación masiva, ese ejército mediático que impone una figura falsa o destruye una auténtica según convenga a sus intereses. Aquí, resulta al menos una pregunta retórica, cuyas múltiples respuestas obedecen al dilema ético que se pulveriza entre la masa: si yo estuviera en un pedestal tan alto, lleno de posibilidades de poder, ¿me comportaría de la misma manera? ¿Es que acaso todos nos sentiríamos doblegados ante el espejismo faustiano de poseerlo todo? Al relacionar esta posibilidad de respuestas con objetos fuera del mundo real del espectador, surgió de mi cabeza la arriesgada peripecia de injertar la cola de un zorro en el cuerpo de una tortuga que estira su cuello portando la cabeza de un burócrata, para tratar de alcanzar el fruto del árbol del conocimiento como una tarea eternamente infrugífera, no por temor a Dios –quien observa en forma de serpiente alada desde la copa del árbol- sino a sí mismo, conocido como La astucia quimérica de un burócrata o El falso tortuzorro apoteósico. Para mí, este segmento de extrañamiento social concluyó con el personaje del Topilote, cuyo nombre por sí solo es imagen, puesto que evoca en primera instancia al zopilote, esa ave grande de oscuro plumaje que limpia la tierra de los restos corpóreos incapaces de restituirse de manera eficaz por sí solos, para procesarlos como una fábrica de reciclaje, renovándoles su utilidad, ingiriendo los trozos de carne putrefacta para devolverlos al origen. Sin embargo, el Topilote no es sólo un carroñero volador, sino que también tiene la enorme capacidad de zambullirse en la tierra con sus garras enormes y su pico falciforme, como lo hacen algunas aves en el mar para agarrar a su presa, aunque en este caso el objetivo no es atrapar, inmovilizar, matar y comer; más bien, es tomar lo inerte para deglutirlo y con ello generar excremento, un excremento funcional que pueda ser utilizado por los hombres para limpiarse con él, como si fuera un elixir de vida que puede untarse cual mascarilla de lodo. Este animal fantástico es evidentemente ciego, con esas cataratas blanquecinas que cubren sus ojos, y ello es lo que le brinda su carácter justo, ya que no es capaz de ver si engulle los restos de un artista, de un obrero, de un médico o de un político, y los recoge por igual para transformar toda esa energía en algo noble. De esta manera, el mamífero emplumado se vuelve determinante para la conservación del ciclo de regeneración de los organismos, y especialmente de los humanos.”

Tras esa descripción breve de uno de sus tantos pasados, mira otra fotografía que dará paso al siguiente fragmento de escritura-oratoria, un instante enmarcado dentro de otro, estando el que sostiene en una película química y el que contiene en ese lienzo que sufrió las más diversas transformaciones automáticas. Empieza a imaginar qué pasaría si a esa burda reproducción de su obra le tomara, a su vez, una fotografía; entonces, busca en el cajón del escritorio pues recuerda haber dejado ahí una cámara digital que alguna vez le regalaron, que nunca pensó usar, y que ahora se impone sobre sus deseos para cobrar sentido, para hacerse indispensable por un corto lapso y así generar y almacenar imágenes, como las que guarda y borra constantemente en su red neuronal para exhibirlas a los ojos de quienes puedan verlas. Ansioso, saca el estuche en el que se había mantenido hasta ahora el objeto hacedor de cuadros digitales, y lo desentraña de manera obsesiva, rompiendo drásticamente la capa que impide su encuentro, logrando al fin tocarlo, sentirlo, manipularlo. Aunque se había negado por muchos años a utilizar un aparato de este tipo –puesto que le parece demasiado pedestre que el automatismo se deje a la programación de una máquina- la enciende, y con gran velocidad, se acomoda para sostener la imagen materializada con su mano izquierda y apuntar su objetivo a través del lente de la cámara con su mano derecha. Toma la foto. La observa detenidamente, la agranda. Está seguro de que ya existe distorsión, porque cree firmemente que nadie –y menos un vulgar artefacto- es capaz de captar lo que su mente ya borró, lo que sus dedos ya extirparon de lo más hondo de su hipodermis y que jamás podrá repetirse. Efectivamente, ya no ve los fotones, las partículas inconscientes de luz, sólo una digitalización de su obra, en la que –sin embargo- descubre una otredad, un reflejo suyo a través de ese encuadre. Con esta revelación surge un nuevo impulso que le hace ir a su computadora, conectar la cámara, e imprimir la imagen en una hoja de papel –en blanco y negro- para tomarle una foto, repitiendo el proceso tanto como puede para tener una breve aproximación al significado de las otredades infinitas. Exhausto, observa que la última fotografía que tomó es cada vez más lejana a su concepción original, y esto le produce un nuevo impulso que le provoca pintar varios ojos de águila, uno dentro del otro, con una cámara antigua que sustituye la córnea una y otra vez, en donde el ojo primario –que se extiende hacia el fondo como un telescopio hasta que se convierte en un punto- es sostenido por un paraguas. Se duerme pensando en el futuro, en el futuro cercano, mientras se va quedando dormido sobre un tapete extendido en la habitación.

Al despertar, trata de recordar lo que soñó inútilmente y, antes de comenzar con esa especie de flagelación que se inflige cuando el plectro se aleja, recuerda que tiene que terminar su discurso. Así, regresa a esa imagen del cuadro sobre el que quiere hablar, ese que recién terminó, intentando hacer de lado el efecto delirante de las reflexiones infinitas.

“Aquí yace un paraje entre piedras y árboles muertos. Dos figuras imponentes, magnificadas no para mostrar algún tipo de superioridad, sino para demostrar que los ciclos inician y terminan sólo para volver a comenzar. Esto está representado por las ruedas que giran detrás a gran velocidad, con su doble función estática-dinámica en la que producen desplazamiento sin moverse de su propio eje. El universo rodea ambas figuras en ese fondo azul oscuro lleno de espirales blancas. Todo está dispuesto para que la figura alada cumpla su destino a través de quien tiene que llevar a cuestas para que éste, a su vez, consume el suyo, reintegrándose a la energía ecuménica que rige todo. La visión de esta imagen vino primero a través de un sueño en el que yo estaba presente pero dormido, también soñando, y dentro de este segundo sueño es que veía una entidad quizás divina que iba recorriendo un camino sinuoso, mientras recogía diversos tipos de huesos. En el primer sueño, miraba mi cuerpo adormecido, al tiempo que un gran vehículo negro y brillante a gran velocidad estaba a punto de atropellarme. Naturalmente, desperté angustiado, con la gran fortuna de recordar todo lo que había ocurrido para poder escribirlo en ese pequeño libro de notas que siempre tengo junto a la cama. Luego, comenté el sueño con ese grupo de amigos hipnolumínicos con quienes acostumbro reunirme al menos una vez al mes, y nos dio –como siempre- por hacer una serie de juegos mentales, del que en esta ocasión sobresalió el cadavre exquis. De ahí, derivó la frase ‘Los minerales exprimidos volarán hacia el norte en el invierno’. Entonces realicé el primer boceto, lo demás es intrascendente; sólo recuerdo que durante ese periodo solía comer sándwiches sentado en el retrete con la tapa levantada. La mesa del comedor tenía otros usos.”

“Apenas terminé ese cuadro hoy. ¿Cómo lo voy a presentar la siguiente semana? –pensó-. Ni siquiera sé si lo que acabo de escribir pasó de esa manera o de otra, si lo soñé o si lo hice en este plano en el que me encuentro ahora, el de la habitación, el de los pinceles, los lienzos y el caballete. ¿Cómo se explica algo que no se entiende del todo, cómo se asegura una relación lecteur-spectateur con algo que salió no sólo de los sueños y los juegos, sino de muchos otros lugares y dimensiones? Odio esta exhibición, esta exposición ante el resto de los que van a creer comprenderlo sólo porque yo se los intente explicar… ¿Dónde está eso que quería buscar antes? ¡Ah sí! ¡Ahí estás sarcófago maldito de mis males! ¡Tú lo tienes!”

Al concluir esa reflexión concisa de su obra y ese reconocimiento exaltado del objeto, nuestro sujeto vuelve a ser tentado por ese contenedor de madera labrada, ese cofre que desearía no acogiera esas partes de su pasado sino algunas botellas de vino envejecido, madurado por el tiempo verdadero, aquel que sólo transcurre cuando la pasión abruma todos los sentidos. Vuelve a acercarse y, antes de siquiera pensar en tocarlo otra vez, lo asedia, camina lentamente alrededor de él, tratando de descifrar ese contenido de hace años, que intuye tendrá un significado distinto al que tuvo cuando lo escribió y lo encerró por décadas. Se mira abstraído mientras inclina su cabeza hacia el baúl, llevándose la mano derecha a la barbilla, y rozando lo que alguna vez fue un tronco –quizá de una haya, quizá de una ceiba- con la punta gastada del zapato. De manera casi irremediable se deja llevar por otro tipo de automatismo, y agacha su espalda para abrir la tapa de tajo, casi lazándola al espacio, para comenzar a hurgar frenéticamente con ambas manos. Saca cosas, las avienta; desde lápices, pinceles viejos y hojas de papel manchado, hasta un oso de peluche que le dieron sus abuelos y un VHS de la primera película francesa que viera por gusto de sus padres, para llegar a lo que su deseo quiere encontrar: esa libreta que llenó con dos tipos de lenguaje en la época más terrible para su físico. Ahora, ese dolor intenso y lacerante en la pierna derecha le dice que vendrá otro semejante, tal vez peor. Toma el cuadernillo con ambas manos, y le brinda una mirada estática, única, que le permite rememorar casi un millón de eventos mágicos y tortuosos al mismo tiempo. Se yergue poco a poco, sin quitar la vista de su objeto delirante hasta quedar completamente firme como si un priapismo le afectara todo el cuerpo, pero con mayor intensidad en los ojos, hipnotizados por la textura y los colores de la portada.

Admira primero la rugosidad de la superficie, que recorre con la palma de su mano derecha mientras observa la mezcla de azul casi morado con rosa pálido que enmarca un texto que se lee “La existencia es el vacío de la muerte”. Acaricia el hilo de cáñamo levemente suelto que sostiene las pastas y las hojas, y recuerda cómo confeccionó el librillo tras aprender a armarlos en un taller que tomara de niño en alguno de los museos de la ciudad. No sabe por qué, pero el objeto de pronto le provoca la idea de un esqueleto antropomorfo cuyos huesos se mueven por la insostenibilidad de una columna frágil, endeble, que en cualquier momento podría dar de sí tras ser víctima de un jugueteo en apariencia inocente entre las manos de Dios. Esto le inspira una imagen, le da el principio de un impulso obsesivo que tiene que dejar para otro momento, pues el objeto entre sus propias manos es más delirante que la concepción de un nuevo cuadro. Tras juguetear con él por breves instantes, casi de la manera en que imaginó al gran ser con el esqueleto antropomorfo, la libreta casi cae al piso y, al querer evitarlo, jala el hilo provocando que éste se deslice por tres de los siete orificios que tiene para mantener cada hoja adyacente a la otra, casi deshojándose como en la visión perturbadora que apenas y había tendido, como si los huesos pendieran de un cáñamo antiguo que se resiste a dejarlos caer. Sorprendido por la representación inconsciente de su impulso delirante, reincorpora rápidamente el cuadernillo trastocado para tratar de reconstruirlo, como lo hace el médico al intentar restaurar el soporte de un cuerpo arrojado al vacío o a las vías del metro. Enmendado a medias, el objeto recupera su función sugestiva, atrayente, a tal grado que quien lo sostiene pasa las hojas con rapidez, sin detenerse en ninguna y a la vez viendo todas; se percata de algunas palabras y bosquejos que asocia de alguna manera con las cosas inmateriales que todavía le pesan. Lo sigue manipulando hasta que empieza a caer en trance, se tambalea, finalmente lo avienta, se destruye, encontrándose con la pared rígida de concreto, tan dura como las puertas y los vidrios de ese vagón, cuyas entrañas atravesaron las suyas para dejarle una marca imborrable en el cuerpo, ese cuerpo que tiene memoria. Se deja caer al piso, lleva sus manos al rostro, descansa por unos instantes.

A su regreso al mundo desteñido de quienes se ajustan a la normalidad del guion que la sociedad escribe, se da cuenta de que finalmente pudo destruir ese objeto que somatizaba su inconsciente de forma dolorosa, al tiempo que se descubre el rostro para reponerse del episodio de neurosis. Intuye que ya no tiene más que pintar, puesto que el impulso se rompió de manera irrecuperable con las hojas del cuadernillo. Ahí, sentado en el piso, queda justo en la posición perfecta para ver su obra; tras contemplarla tanto que parece introducirse en ella, se apoya con las manos en el piso para comenzar a levantarse, y siente que todos sus achaques ceden ante la luz que irradia la pintura. Sus omóplatos crecen, ensanchándose para dar lugar a los cartílagos llenos de plumas blancas que están por crear uno de esos seres fantásticos que tanto soñó, que le permite flotar, elevándose para llevar al otro con su carne en el estado anterior a la putrefacción a su siguiente fase del ciclo energético infinito. Ya no hay laberintos ni hoyos negros, sólo luminosidad que le invade el rostro, al tiempo que observa su cuerpo inerte desde el punto más alto al que por fin ha podido llegar.

Virginia Woolf y Honoré de Balzac: la trascendencia espiritual del ser a través del andrógino místico

Desde la antigüedad, lo espiritual se ha constituido como una parte fundamental de las civilizaciones, al asociar un determinado conjunto de creencias en torno a lo divino que es, quizás, un intento por esclarecer ese espacio inmaterial y oscuro que ocupa una extensa superficie por debajo —y a veces por encima— de nuestra capacidad intelectual.

La espiritualidad, aun en pleno siglo XXI, se manifiesta comúnmente a través de las religiones y sus dogmas, de sus adeptos y sus ritos, de quienes evocan a entidades superiores en lo individual y lo colectivo para solicitar protección, consuelo e incluso inspiración; no obstante, a partir de la creciente secularización acontecida durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX en Europa, se dio un resurgimiento del esoterismo en occidente y, con ello, una revivificación de diversos mitos y alternativas místicas —ante la debilitación de las instituciones religiosas y el fortalecimiento de la ciencia—, con la idea de buscar nuevas o renovadas fuentes de iluminación.

Entre esos mitos, relacionados con la transformación interior o gnosis, se encuentra uno que retoman Honoré de Balzac en Séraphîta (1835) y Virginia Woolf en Orlando (1928), para conferir a cada uno de sus protagonistas la característica esencial que los distingue: el del andrógino místico, como símbolo de la unidad total, de la fusión masculino-femenina, que a su vez representa una evolución del ser y una elevación del espíritu.

En ambas novelas, existen elementos de lo sobrenatural y lo fantástico ya que, mientras Balzac crea un personaje cuyo sexo es ambiguo —en el que, aunque dominan los rasgos femeninos, también hay atributos masculinos capaces de enamorar a una mujer—, Woolf produce una persona quien, tras una especie de trance, cambia de hombre a mujer, quedándose en esta última fase el resto de su larga vida. Así, ambos autores dan vida a una entidad aparentemente humana que en su interior guarda los dos sexos, los opuestos, pero no visibles ni exteriorizados como en el hermafroditismo, sino a un nivel profundo, en armonía.

Antes de Serafita (nombre que se le dio a su novela en español), Balzac ya presenta un referente a la androginia, aunque en este caso artificial, creada por el capricho de un cardenal, en una obra anterior que de igual manera forma parte de su «Comédie Humaine»: Sarrasine (1831). En esta novela corta, Sarrasine, un escultor francés que llega a Italia, se enamora enloquecidamente de Zambinella, una cantante de teatro que él mismo describe como una mujer con “[…] una boca expresiva, ojos acariciadores y tez de una blancura deslumbrante, a todo lo cual, que bastaba para maravillar a un pintor, podéis unir todas las maravillas de las Venus reverenciadas y creadas por el cincel de los griegos.”[1] Tiempo después, cuando le declara su amor, Zambinella le sigue el juego pues acuerda con sus compañeros de teatro hacerle una broma; incluso, en una fiesta donde ella está vestida como hombre, Sarrasine sigue con la firme idea de que se trata de una mujer, hasta el grado de raptarla pues sospecha de una conspiración organizada por los miembros del Estado Pontificio. Cuando el enamorado finalmente descubre que ella es un hombre castrato, le grita “¡Monstruo! Tú que no puedes dar vida a nada, has despoblado para mí la tierra de todas sus mujeres.”[2] Con esto, Balzac muestra un ser donde los opuestos, hombre y mujer, no se unen, sino más bien se confunden en un disfraz falso y mundano, que no alcanza la mística de Serafita, asemejándose más bien —por la característica de monstruoso que le adjunta— a Hermafrodito, el personaje mitológico que Ovidio describiera en sus Metamorfosis.

El concepto del andrógino se remonta, al menos, hasta el siglo IV a.C., en el que Platón escribiera El simposio. En este texto, varios filósofos realizan discursos en torno al amor y, al tocar el turno a Aristófanes, este asegura que:

«[…] nuestra primitiva naturaleza no era la misma de ahora, sino diferente. En primer lugar, eran tres los géneros de los hombres, no dos, como ahora, masculino y femenino, sino que también había un tercero que participaba de estos dos, cuyo nombre perdura hoy en día, aunque como género ha desaparecido. Era, en efecto, entonces el andrógino, una sola cosa, como forma y como nombre, partícipe de ambos sexos, masculino y femenino […].»[3]

Más adelante, cuando Sócrates toma su turno para hablar, dice que el amor es un gran daimon[4], una entidad que está entre lo mortal y lo divino, que “Interpreta y transmite a los dioses las cosas humanas y a los hombres las cosas divinas […]”[5] y, más aún, que “Colocado entre unos y otros rellena el hueco, de manera que el Todo quede ligado consigo mismo.”[6] Aunque no se menciona de manera específica en torno a ese tercer género al que alude Aristófanes, lo que Sócrates define como amor sí es un rasgo del andrógino tanto en Balzac como en Woolf, ya que los dos lo representan como un ser que está por encima del resto de los humanos en términos de conocimiento místico y espiritual: Serafita por la herencia de Swedenborg, y Orlando a causa de la poesía y su constante reflexión sobre todo lo que le rodea, donde también el amor ocupa un lugar relevante. Incluso, ambos son más longevos que cualquiera sin parecerlo, pues Serafita luce como una joven de dieciséis años —a pesar de afirmar ante Wilfrido, su enamorado masculino, que tiene más de cien—, y Lady Orlando llega a la edad aparente de treinta y seis años después de haber habitado el planeta por más de trescientos.

Otro personaje de la antigüedad que resulta de interés en relación con el andrógino —además de Hermafrodito— es Tiresias. En las Metamorfosis, escritas antes del año 8 de nuestra Era, este profeta experimenta la mutación de hombre a mujer, y luego de mujer a hombre, tras encontrarse con un par de serpientes en su camino:

«[…] pues en la verde selva dos cuerpos de magnas serpientes

que se apareaban, {Tiresias}había ultrajado con un golpe de báculo,

y de varón en mujer convertido (¡admirable!), pasado

había siete otoños; en el octavo, de nuevo a las mismas

vio, y: “Si tanta es la potencia de la llaga dada a vosotras

dijo— que de su autor mude en contraria la suerte,

hoy también os heriré.” Golpeadas las mismas serpientes,

la forma anterior regresó y vino la imagen nativa.»[7]

Al saber que Tiresias había sido hombre y mujer, una vez transcurridos esos siete otoños, la diosa Juno le pregunta con cuál de los dos había experimentado más placer, y cuando aquel le responde “«Mayor en verdad es el vuestro / […] que el placer que toca a los machos»”[8], aquella lo castiga dejándolo ciego. Sin embargo, algunos versos después, “[…] el padre omnipotente (pues a dios ninguno le es lícito / hacer vanos los hechos de un dios), por la lumbre quitada, / le dio saber lo futuro y alivió, con la honra, la pena.”[9] Así, aunque Tiresias ya tenía atributos divinos cuando se le da la posibilidad del cambio de sexo, tras el acto punitivo de la diosa adquiere un estado más elevado, ahora mediante el poder de la adivinación.

Ante ello, es pertinente recordar que, en Orlando, el personaje central experimenta dos trances de siete días (como los siete años de Tiresias) en los que permanece dormido. El primero ocurre cuando se retira en soledad a su casa de campo y aún es hombre; tras despertar, siente que ha olvidado al menos parte de su pasado mientras el biógrafo de la novela sospecha una especie de renacimiento, al decir que Orlando tal vez murió por siete días para luego resucitar. El segundo acontece no en su tierra natal, sino en Constantinopla y, de este trance -después de una disputa entre las Diosas de la Austeridad (Pureza, Castidad y Modestia) y la Verdad- despierta transformado en mujer:

«He stretched himself. He rose. He stood upright in complete nakedness before us, and while the trumpets pealed Truth! Truth! Truth! we have no choice left but to confess — he was a woman.

The sound of the trumpets died away and Orlando stood stark naked. No human being, since the world began, has ever looked more ravishing. His form combined in one the strength of a man and a woman’s grace.»[10]

Así, Orlando se muestra con el sexo de mujer, pero con una identidad andrógina, combinando virtudes de ambos sexos, en principio opuestos, fusionados en su belleza exterior sin conflicto alguno. Con ello, es posible abordar el concepto de coincidentia oppositorum (coincidencia de los opuestos), usado por Nicolás de Cusa (1401-1464) ya en la Edad Media, para hablar de la trascendencia, y la infinitud de Dios, en cuya esencia coinciden los contrarios: lo máximo y lo mínimo, el todo y la nada, la complicación y la explicación, “en un sentido que no puede ser entendido ni captado por el hombre”.[11] De igual manera, Giordano Bruno (1548-1600) utiliza esta visión sobre lo divino para afirmar que el universo “comprende todas las contradicciones inherentes a su ser en unidad y convivencia”[12], como el andrógino.

Aunque Orlando se describe desde un inicio como un joven adolescente con rasgos femeninos, siempre se establece que su sexo es masculino hasta el momento de la transformación, donde los opuestos se integran en uno después de que él “had not only had every experience life has to offer, but had seen the worthlessness of them all”[13], a la edad de treinta años. Por su parte, Serafita no requiere ni transformación ni trance para ser mujer u hombre, sino que más bien se muestra con uno u otro sexo, justo a través de la mirada del otro: si es Minna, es Serafitus; si es Wilfrido, es Serafita, con lo que podría decirse que su androginia es intrínseca.

Esto se hace evidente en la novela cuando, después de que Minna y Serafitus bajan de la montaña Falberg ¾a la que habían ascendido gracias a las extraordinarias habilidades del ser místico¾, llegan a la casa del padre de ella, el Sr. Becker, y este se dirige a ambas en términos femeninos:

«―Estimado Sr. Becker ―dijo Serafitus―, aquí le traigo a Minna de regreso, sana y salva.

―Gracias, señorita―respondió el anciano, dejando sus gafas sobre el libro. Debéis estar cansadas.»[14]

Regresando al tema del número siete, es interesante observar que en Serafita también es relevante, pues aparece en varias ocasiones para nombrar siete demonios y siete arcángeles, siete mundos divinos, siete mundos espirituales y siete colores, pero especialmente,

“Los siete tratados en los que el espíritu de Dios arroja sus más vivas luces son: Las delicias del amor conyugal – El Cielo y El Infierno – El Apocalipsis revelado – La exposición del sentido interno – El Amor Divino – El Verdadero Cristianismo – La Sabiduría angélica de la omnipotencia, omnisciencia, omnipresencia de aquellos que comparten la eternidad y la inmensidad de Dios.”[15]

Es decir, los siete tratados escritos por Swedenborg, a quien se describe como una persona poseedora de un único y gran conocimiento del mundo espiritual, que se manifestó en el pueblo donde se desarrolla la trama -Jarvis- al nacer Serafita, y quien vivió ochenta y cinco años, acentuando que su muerte es un “término para expresar un simple cambio de estado.”[16]

Emmanuel Swedenborg (1688-1772) fue un científico y teólogo ¾quizás como otro ejemplo de la coincidentia oppositorum¾ que efectivamente escribió varios tratados acerca de sus experiencias en el terreno de lo espiritual; después de haber estudiado durante su juventud astronomía, ingeniería mecánica y anatomía, entre otras disciplinas, en su vida adulta se avocó a describir sus hallazgos sobre la vida, Dios, y la Biblia, con la idea de traer un mensaje espiritual al mundo. Como es posible deducir, sus teorías tuvieron una importante influencia en diferentes escritores pertenecientes al siglo que sucedió a su muerte, debido en gran medida a que ofrecía una alternativa a la religión imperante con su ‘Nueva Iglesia’, y a que buscaba una visión renovada de algunos espacios míticos como el Cielo y el Infierno, así como por su concepción del mundo material como reflejo de realidades espirituales, conocida como “correspondencias”.

En la cosmología de Swedenborg, toda la creación tiene un orden divino establecido que inicia con Dios en el nivel más alto, y se extiende hacia abajo atravesando los cielos y el mundo espiritual hasta llegar al mundo natural, que es el nivel donde las cosas tienen existencia física.[17] Además, también incluye la creencia de que, mediante un poder intermedio entre los sentidos y el intelecto puro, denominado “imaginación activa”, es posible alcanzar la transmutación de estados espirituales internos en estados externos.[18] Este tipo de pensamiento se manifiesta en Serafita, además de la referencia obvia, porque la protagonista tiene un nombre relacionado con los serafines, un grupo de seres divinos dentro de la jerarquía angélica, y porque en el último capítulo, “Asunción”, ella sufre su transmutación final, en la que abandona su entidad corpórea para elevarse hacia una altura aún incomprensible para quienes observan:

A los ojos de Wilfrido y Minna, enseguida fue sólo una mínima llama que se avivó eternamente y cuyo movimiento se perdió en la aclamación melodiosa que celebraba su llegada al cielo. Esos cantos celestiales hicieron llorar a los dos desterrados. Y, de pronto, un silencio de muerte, que se extendió como un velo oscuro de la primera a la última esfera, hundió a Wilfrido y a Minna en una espera inenarrable. En ese momento, el Serafín se perdió en el seno del Santuario, donde recibiría el don de la vida eterna.[19]

En el caso de Orlando, aunque no existe una referencia obvia a Swedenborg, es posible observar asimismo una transmutación del personaje pues, si bien el cambio de hombre a mujer en principio no implica una gnosis (al menos no inmediata, ya que Orlando siempre considera que permanece con la misma identidad aunque se vaya transformando con el paso de los siglos), hacia el final de la novela todas las experiencias vividas como hombre y como mujer —el contacto con la nobleza, los bohemios y los escritores de cada época, su soledad en la naturaleza, el sufrimiento por una mujer, la procreación de hijos como varón y el embarazo como mujer, entre otras— se conjuntan para llegar a una especie de éxtasis que se refleja en el amor por Marmaduke Bonthtrop Shelmerdine, o simplemente “Shelmer”, a quien rememora mientras este se encuentra lejos, para anunciar con una gran emoción que llega “¡el ganso! […] El ganso salvaje”[20], al momento que suena la doceava campanada de la media noche, como el fin de un ciclo que se anuncia con el arribo del ánsar, que es solar (se dice que sigue al sol en sus migraciones); aliento; el viento; el ‘ave del aliento’; vigilancia; amor; la buena ama de casa (en relación con Hera, o Juno).[21] Adicionalmente, el terreno de lo espiritual rodea al personaje constantemente, tanto en sus trances como en su visión del mundo físico, en las referencias a dioses y ángeles, en la manera como se describe su fisonomía y especialmente su rostro, asediado por la luz entre colores heráldicos y radiantes, y su relación con la Naturaleza y la naturaleza humana.

Incluso, existe un vínculo entre Virginia Woolf y Emmanuel Swedenborg: el poeta romántico William Blake (a quien, por cierto, nunca menciona como parte del entramado social-artístico que rodea a Orlando). Al respecto,

«Much has been written and debated regarding the influence of Emanuel Swedenborg on the English poet William Blake. Blake’s handwritten notes in the margins of his copies of Swedenborg’s Divine Love and Wisdom, for instance, and his ironic references to Swedenborg’s ideas and other-worldly visions in poems such as The Marriage of Heaven and Hell, suggest that he was inspired by Swedenborg but not uncritically so. Blake, like Swedenborg, experienced recurring visions of people who had died and passed into the spiritual world, and like Swedenborg he was immersed in the study of the Bible from a young age, making biblical symbolism an especially effective means for theological and poetic expression. It is Blake’s apocalypticism, however, which may be the most fruitful area for comparison.»[22]

Así, además de compartir esta perspectiva visionaria más allá del espacio físico y tangible, Swedenborg y Blake también hicieron uso del concepto coincidentia oppositorum para buscar el “matrimonio” entre los opuestos. En este sentido, en su ensayo Thoughts on Peace in an Air Raid (Reflexiones sobre la paz en un ataque aéreo) (1940), Virginia Woolf alude a una frase de Blake para desarrollar su idea central en torno a la guerra, pues considera que “Hay otra manera de pelear por la libertad sin armas; podemos pelear con la mente”. La frase de Blake a la que hace referencia es “I will not cease from mental fight” (“No desistiré de la pelea mental”) que Woolf define en el mismo ensayo como “pensar contra la corriente, no con ella”[23], en referencia al alegato político —esa “corriente” a la que la escritora se oponía— en el que se afirma que es necesario pelear en el ámbito bélico para defender la libertad. Así, a la par de otras influencias como, por ejemplo, cuando en The Diary of a Lady-in Waiting, Woolf observa que la novelista Lady Charlotte Bury considera a Blake un ‘pequeño artista excéntrico’ que estaba ‘lleno de imaginación y genio’[24], o cuando en su primera novela The Voyage Out incluye alusiones “blakeanas” al poema Comus de John Milton (pasando también por Mrs. Dalloway, To the Lighthouse y A Room of One’s Own como obras que muestran nociones concernientes al poeta del siglo XIX)[25], es viable afirmar que Swedenborg tuvo una influencia indirecta, y quizás inconsciente, en la escritura de Orlando.

Por otra parte, la escena donde Orlando, en invierno, observa a Sasha patinando sobre el hielo, evoca a Serafitus cuando este se haya con Minna en la montaña, pues en ambos casos el patinaje se describe en términos de una gran audacia que solo puede ser comparada con la naturaleza misma, y, también, porque se da continuidad a la temática del personaje andrógino. Cuando todavía se encuentran en la cima del Falberg, se describe a Serafitus con el “[…] cuerpo, delgado y esbelto como el de una mujer”[26], mientras que Orlando delinea a Sasha, primero, como un muchacho, y luego, como una mujer: “Legs, hands, carriage were a boy’s, but no boy ever had a mouth like that; no boy had those breasts; no boy had eyes which looked as if they had been fished from the bottom of the sea […] She was a woman.”[27]

En cuanto a las analogías que se establecen con elementos de la naturaleza, en el caso de Orlando, se dice que, al ver al hábil patinador “He called her a melon, a pineapple, an olive tree, an emerald, and a fox in the snow all in the space of three seconds”[28] y, en el de Serafita, el narrador, al verlos moverse hacia la cumbre del Falberg, se pregunta “¿Eran criaturas, eran dos flechas? Quien las hubiera visto a esa altura las habría tomado por dos eiders elevándose a través de las nubes. Ni el pescador más supersticioso, ni el cazador más intrépido hubieran atribuido a seres humanos el poder de mantenerse a lo largo de las delgadas líneas trazadas sobre los flancos de granito.”[29] Así, de estas “correspondencias” entre lo concreto y lo mítico, lo físico y lo inmaterial —presentes en ambas novelas— hay dos que resulta importante señalar: el roble en Woolf, y la saxífraga en Balzac. Uno y otra son plantas que, a causa de sus raíces, están en contacto íntimo con la tierra y se nutren de ella; no obstante, el árbol se relaciona más con la fortaleza física, con lo masculino, y la flor con la belleza y la sensibilidad, es decir, con lo femenino.

En Orlando, se hace mención del roble por primera vez cuando el protagonista quiere estar en soledad, y sube a un lugar en la colina “crowned by a single oak tree”[30] bajo el cual, después de suspirar profundamente, se recuesta para sentir su espalda contra la tierra; luego, los robles siguen apareciendo como parte del paisaje hasta que, tras desvelarse su gusto por la escritura, se revela que tiene un texto “delgado” de su autoría, llamado El roble, que solo escribe y revisita durante las noches. Páginas después, decide quemar cincuenta y siete de sus trabajos poéticos tras sentirse decepcionado del amor y la ambición, de las mujeres y los poetas, quedándose solo con El roble, por tratarse del sueño de su juventud —como muchacho— y por ser muy corto. Desde ese incidente, el librillo se menciona un par de veces más en su faceta como Lord Orlando, revelándose que se trata de un poema, para después reaparecer en las manos ya de Lady Orlando, quien ahora como mujer sigue llevándolo consigo y escribiendo en él. Casi al final de la novela, el roble se presenta de nuevo, y por última vez, cuando ella se encuentra en ese estado de éxtasis, de pie junto al gran árbol. De esta manera, el roble representa el sueño que Orlando tuvo en su adolescencia, como hombre, y que permanece a lo largo de su vida como el símbolo de su parte masculina, que a pesar de ser mujer nunca la abandona. Es protección; durabilidad; coraje; la verdad; el hombre; el cuerpo humano, y es el emblema los dioses del cielo y de la fertilidad.[31] Además, al ser un elemento de la naturaleza, y el título de un libro de poesía, se asocia con lo espiritual y el arte, que contribuyen a la elevación del andrógino como figura mística.

Por otro lado, la saxífraga a la que se hace alusión en Serafita no es cualquier flor, sino una que crece en las alturas, incluso en un entorno hostil y frío, y que por ello es también fuerte a pesar de su aparente fragilidad, fusionando así dos opuestos en una misma entidad. Al dársela a Minna en las alturas del Falberg, Serafitus le dice “toma esta creación suave que ningún ojo humano ha visto todavía, y guarda esta flor única como un recuerdo de esta mañana única en tu vida”[32] para luego describirla como “una auténtica maravilla nacida bajo el aliento de los ángeles”[33], y decir que es una planta híbrida, lo que se entiende como la unión de lo masculino y femenino, y una analogía con el personaje de Serafita. Al descender de la montaña, Minna muestra la flor a Wilfrido y a su padre, el Señor Becker, y se narra que

Sacó la flor de su corpiño y la mostró. Los tres permanecieron con los ojos fijos en la bonita saxífraga todavía bastante fresca y que, bien iluminada por las lámparas, brillaba a través de la nube como otra luz.

—He aquí algo sobrenatural —dijo el anciano al ver una flor abierta en invierno.

—¡Un abismo! —gritó Wilfrido exaltado por el perfume.

—Esta flor me da vértigo —dijo Minna—. Creo que todavía oigo su voz, que es la música del pensamiento, como veo aún la luz de su mirada, que es el amor.

—Por favor, mi querido señor Becker, cuénteme la vida de Serafita, enigmática flor humana cuya imagen no es ofrecida por esta madeja misteriosa.[34]

Aquí, además de confirmarse la correspondencia Serafita-saxífraga, se vincula a la flor con lo sobrenatural, lo luminoso, y se le atribuye un encanto que produce exaltación a través de los sentidos —la vista, el olfato y el oído— que culmina en el amor que Wilfrido y Minna sienten por el andrógino místico, que al final consigue la ascensión ante sus ojos.

Entonces, la naturaleza se constituye como un componente fundamental en Serafita y Orlando, pues a pesar de que el personaje central de esta última novela también transita por espacios urbanos, es en la altura de las colinas, al lado del roble, las aves, los perros y otros animales, donde encuentra la capacidad de reflexión que lo lleva a progresar como ser andrógino, a través de la espiritualidad que consigue mediante la poesía y los seres vivos que la rodean. Por otro lado, Serafitus-Serafita siempre está en contacto con los espacios naturales, ya que desde un inicio se describen ampliamente los parajes que integran el poblado de Jarvis y sus alrededores, haciendo énfasis en los fiordos con su altura y sus estrecheces escarpadas, acompañadas de las aguas del mar, como el escenario ideal para alcanzar la plenitud espiritual que acontece en el personaje.

De esta forma, es factible concluir que ambos personajes, Serafita y Orlando, son representaciones del andrógino místico, debido a que sus atributos masculinos y femeninos, aunados a la espiritualidad que uno consigue a través de la mística de Swedenborg, y el otro al haber sido hombre y luego mujer —en ambos estados con inclinaciones poéticas— les brindan una unidad que se armoniza a través las cualidades de uno y otro sexo, de la fuerza y de la sensibilidad, para alcanzar una transformación interior que los eleva más allá de lo corpóreo. Quizás, la principal diferencia entre ellos sea que, mientras Serafita no se siente atraída por mundo físico, Orlando sí, pues se alimenta y se nutre de él, pero los dos comparten esa experiencia melancólica que implica la transmutación, para convertirse en alguien distinto —si bien superior—, que simboliza la muerte de aquello humano y material que alguna vez fueron.

Bibliografía

Abbagnano, Nicola. Diccionario de filosofía. México: Fondo de Cultura Económica, 1998. Impreso.

Black, Michael William, ‘Mental fight’ and ‘seeing & writing’ in Virginia Woolf and William Blake. Escocia: Tesis de Doctorado, University of Glasgow, 2022. Digital.

Balzac, Honoré de. Sarrasine. EUA: Amazon Kindle Publishing, 2006. Digital.

Balzac, Honoré de. Serafita. EUA: Amazon Kindle Publishing, 2008. Digital.

Cooper, J.C. Diccionario de símbolos. España: Editorial Gustavo Gil, 2007. Impreso.

Ovidio. Metamorfosis. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2008. Impreso.

Platón. El banquete. España: Prisa Innova S.L., 2009. Impreso.

Swedenborg Foundation. Explorations of Spiritual Love and Wisdom Inspired by Emanuel Swedenborg (1688 – 1772). EUA: https://swedenborg.com/. Digital.

Woolf, Virginia. The Complete Novels + A Room of One’s Own. EUA: Amazon Kindle Publishing, 2010. Digital.

Woolf, Virginia. Thoughts of Peace in an Air Raid. Tomado de https://englishwithmrspierce.files.wordpress.com/2017/01/woolf-thoughtsonpeaceinanairraid.pdf


[1] Balzac, Sarrasine, pos. 366

[2] Ibid., pos. 619

[3] Platón, El simposio, p. 130-1.

[4] Daimon significa literalmente “demonio”, aunque generalmente se traduce como “genio”, ya que en la Grecia antigua este término se usaba para designar a ciertos espíritus y divinidades, sin que su apelativo implicara por sí mismo alguna cualidad de malo o bueno.

[5] Platón, El simposio, p. 154.

[6] Ibid., p. 155.

[7] Ovidio, Metamorfosis, III p. 61-62, 324-331.

[8] Ibid., III p. 61, 320-1

[9] Ibid., III p. 62, 336-9

[10] Woolf, Orlando, p. 768.

[11] Abbagnano, Diccionario de Filosofía, p. 175.

[12] Ibid., p. 175.

[13] Woolf, Orlando, p. 755.

[14] Balzac, Serafita, p. 24.

[15]Balzac, Serafita,, p. 58-59

[16] Ibid., p.48.

[17] https://swedenborg.com/emanuel-swedenborg/explore/correspondences/

[18] https://swedenborg.com/scholars-mundus-imaginalis-ii-the-spiritual-imagination/

[19] Balzac, Serafita, p. 171.

[20] Woolf, Orlando, p. 826.

[21] Cooper, Diccionario de símbolos, p. 21.

[22] https://swedenborg.com/swedenborg-blake-the-everlasting-gospel/

[23] https://englishwithmrspierce.files.wordpress.com/2017/01/woolf-thoughtsonpeaceinanairraid.pdf

[24] Black, ‘Mental fight’ and ‘seeing & writing’ in Virginia Woolf and William Blake, p. 223.

[25] Ibid., p. 231-2.

[26] Balzac, Serafita, p. 16.

[27] Woolf, Orlando, p. 737.

[28] Ibid., p. 737.

[29] Balzac, Serafita, p. 9.

[30] Woolf, Orlando, p. 731.

[31] Cooper, Diccionario de símbolos, p. 155.

[32] Balzac, Serafita, p. 13.

[33] Ibid., p. 13.

[34] Balzac, Serafita, p. 46.

Austin TV: Veinte Años… y contando

Estamos viviendo tiempos diferentes. En 2020, la pandemia causada por el coronavirus cambió nuestra forma de vivir e interactuar; detuvimos nuestras actividades cotidianas, y las reiniciamos poco a poco de otra manera, aunque, a pesar de ello, hubo algo que siempre permaneció con nosotros: la música, ese agrupamiento estructurado de sonidos que nos permite sentir, y que hemos creado y necesitado desde nuestros orígenes como seres humanos.

Ahora que ya pasamos varios meses -más de los que esperábamos- con esta nueva manera de comunicarnos y de habitar un mundo que compartimos con otros seres vivos, tenemos la oportunidad de celebrar algo más que la presencia constante de la música: la música de Austin TV, una de las bandas de rock instrumental y post-rock más importantes de México y América Latina, que en 2021 cumplió 20 años de existencia.

Imagen tomada de digger.mx/nuevos-clasicos/austin-tv/

Así, como parte de la celebración del aniversario de Austin TV, y del movimiento de rock independiente que vino a refrescar la escena musical a principios de este siglo, se realizaron actividades diversas, de entre las que destaca el disco tributo «Nuevos Clásicos Austin TV» editado por Digger, y la presentación de dos videos en el espacio de conciertos Gira en Kasas México, que contó con la presencia de Chavo, Rata y Xnayer, entre otros amigos y músicos de la banda.

Foto: Mauricio Ochoa

Yo, particularmente, soy fan de Austin TV, y de varios grupos de la misma generación como Hummersqueal, Sad Breakfast y División Minúscula desde que los escuché por primera vez. A Austin lo conocí en un Festival Vive Latino, no en el primero que tocaron, sino cuando estaban promoviendo su primer disco, llamado «TV«, y cuando la banda solo se llamaba «Austin«. Esto sucedió en el 2002, y todavía conservo esa versión de producción manual que obtuve en el festival, la del carrito de madera con el rostro antropomorfo en la ventana, sobre un fondo blanco, que pueden ver aquí.

Recuerdo que terminó el festival, y pasaron varios días antes de que volviera a los discos que había comprado en los puestos de mercancía, esos del Chopo y de las bandas que se ubican en las inmediaciones del escenario principal. Al hacerlo, encontré el disco de Austin y debo admitir que no lo escuché de inmediato; sin embargo, una noche que estaba cansado por el trabajo, buscaba escuhar algo nuevo, diferente, que no sonara al rock en español de los 90, algo que distrajera mi mente y la llevara a otro lugar… Entonces, decidí tocar el disco TV. Fue el momento correcto, pues yo estaba receptivo y con ánimo de escuchar música, no solo de oírla. El disco sonó tan fresco en mi cabeza, que lo puse varias veces en los días siguientes, haciendo de Satélite y Les choses sont bizarres mis canciones favoritas.

Desde ahí, comencé a ser un seguidor del grupo, y continué escuchándolos con La útlima noche del mundo, Fontana Bella y Caballeros del Albedrío, siendo este último el que yo considero su mejor disco, el más elaborado, el más intenso. Antes de que se volvieran conocidos a nivel nacional e internacional, hubo un compilado que se llamó Nuevos Tiempos, Viejos Amigos que salió en 2005, y que agrupó a varias de las bandas del entonces denominado «nuevo rock independiente de México»; entre ellas, estaba por supuesto Austin TV. Recuerdo que este disco fue importante para todos los grupos incluídos en él, ya que abrió la puerta para que un público más amplio escuchara sus propuestas musicales.

Foto: Mauricio Ochoa

También, los vi varias veces en vivo, y recuerdo un concierto de manera muy especial, uno que se realizó en la ciudad de Querétaro en el 2011, y en el que tocaron junto a Hummersqueal (cuando yo era manager de esta banda, que dio a luz los discos di:helo, México, 1892, y El útlimo aliento). Afortunadmente, encontré el volante del concierto que pueden ver debajo.

Imagen tomada de rockeros.net

De ese concierto, recuerdo el ensayo, la luz que entraba por muchos lados (ya que tenía varias ventanas de la mitad de las paredes hacia arriaba), y el lugar vacío, que poco a poco se fue llenando de gente, principalmente joven; era un salón enorme, con techo alto, y que seguramente se había construido para asambleas o fiestas, y en donde en esa ocasión tocarían dos de las mejores bandas de rock indepediente de la CDMX de principios de siglo.

De pronto, ya había una multitud considerable en el lugar. Empezaron los gritos de la gente para que empezaran a tocar y, desués de varios minutos, salió Hummersqueal, a quienes les seguría Austin TV.

¿Qué piezas tocó Austin TV esa vez? Pues no recuerdo con precisión, pero según el setlist -del que encontré una foto- fueron estas, en este orden: (Aunque mis labios no se muevan) Mi cerebro sonríe; Ella no me conoce; Olvidé; Satélite; Flores sobre las piedras; Lago de tierra; Rucci; Les choses sont bizarres; Nosotros les pusimos Radio; Hombre Pánico, Marduk, y, para cerrar, Shiva.

A raíz de estos recuerdos, y de varios más, fue que decidí unirme a la celebración del vigésimo aniversario de uno de los grupos de post-rock, rock instrumental, o math-rock más importantes de Latinoamérica, que al internacionalizarse llegarían a escenarios de España, Estados Unidos y Colombia, entre varios países más además de México.

¿Qué hice? Bueno, como me gusta escribir, decidí hacer un libro, que llamé TÚ CARA NO IMPORTA, IMPORTAS TÚ: AUSTIN TV VEINTE, para enfatizar esa frase del grupo que acuñaron como suya, y que es emblemática para cualquier fan de la banda, pues hace alusión a que cualquiera puede tocar, estar en el escenario y, en fin, hacer realidad sus sueños

Para hacer el libro, realicé un trabajo de investigación en diversas fuentes, principalmente en internet, y entrevisté virtualmente a los cinco integrantes actuales de la banda, en plena pandemia de COVID-19: Chavo, Chiosan, Xnayer, Rata, y Totore.

En este libro, podrás enterarte de muchas de las vivencias que han tenido desde sus inicios, así como de lo que están haciendo ahora que Austin TV acaba de cumplir veinte años de existencia, y que ha hecho una pausa indefinida en cuanto a composición y conciertos se refiere desde finales del 2013. Adicionalmente, podrás deleitar la pupila con varias fotografías -muchas de ellas inéditas- en las que artistas como Toni François y Netza Gramajo han captado momentos únicos e inolvidables de la banda.

Si te interesa leer más, puedes dar clic en la imagen siguiente:

Poesía Épica y Traducción

El Paraíso Perdido: un reto de traducción literaria

Dentro de los géneros literarios, la poesía suele ser uno de los más difíciles de traducir. Las razones pueden ir desde la imposibilidad de trasladar ciertas alusiones personales o culturales al sistema de signos de la lengua meta, hasta las dificultades derivadas de la métrica, los tropos, y la distancia espacio-tiempo que separa al original de su tentativa de ser interpretado.

Asimismo, los géneros y subgéneros poéticos representan un desafío atrayente para el traductor literario, pues el reto es distinto si trata de un soneto o de una oda; de poesía lírica o épica. Dentro de este último género, existen ejemplos ampliamente traducidos y conocidos como la Ilíada y la Odisea de Homero, La Divina Comedia de Dante, o la Eneida de Virgilio; todas estas obras no solo han sido objeto de traducciones interlingüísticas (es decir, de una lengua a otra), sino además intralingüísticas, lo que ha implicado llevarlas del verso a la prosa, con el propósito de acercar parte de su magnificencia a un público más amplio de lectores.

Otro gran poema épico que es poco conocido en México, y en los países hispanoparlantes en general, es Paraíso Perdido de John Milton. La razón de su poca difusión específicamente en América Latina puede obedecer a las escasas traducciones al español que existen en la actualidad, aunque lo cierto es que se trata de un escrito de más de diez mil versos que es digno de ser reconocido en cualquier lengua, por la trascendencia que tuvo —y que sigue teniendo— en la literatura y la pintura, entre otras artes.

Satanás volando al Paraíso, Gustave Doré, siglo XIX

Antes de abordar la problemática de traducción que presenta esta obra, vale la pena hacer una breve semblanza de su autor, pues Milton no solo dedicó su vida a la literatura, sino que además se ocupó de escribir ampliamente sobre la situación social y política que prevalecía en la Inglaterra del siglo XVII; de hecho, su ideología influyó movimientos sociales de gran magnitud posteriores a su época, como la Revolución Francesa y la Declaración de Independencia de Estados Unidos.

John Milton (1608-1674), fue un poeta e intelectual inglés, y es considerado uno de los escritores más relevantes de Inglaterra; su obra más conocida es Paradise Lost (Paraíso Perdido) y sus reflexiones en torno a la iglesia, la monarquía y la república fueron fundamentales para la construcción política y social de lo que ahora es el Reino Unido. No obstante, su influencia también ha sido literaria, y puede observarse en diversos escritores y poetas como Lord Byron, William Blake y Mary Shelley, autora de la novela Frankensteino el Moderno Prometeo, cuyo cautivador personaje —la criatura sapiente de Victor Frankenstein que ha sido llevada al cine en más de una ocasión— medita sobre sus similitudes con los actantes creados por Milton tras haber leído su gran poema épico, para considerar que “Satanás tenía a sus compañeros, colegas diablos, para admirarlo y motivarlo; pero yo soy un solitario abominable.”[i]

Tras esta cita, y por su título, es posible inferir el tema central del poema: la llamada caída del hombre, descrita en el Libro del Génesis del Viejo Testamento, y que tiene como principales personajes a Eva, Adán, los Arcángeles y, por supuesto, a Satanás como la fuerza opositora a Dios, que condena (o libera) a los habitantes del Paraíso tras incitarlos a tener conocimiento del bien y el mal.

Paraíso Perdido fue publicado en su versión de diez cantos en 1667 y en la de doce —que es la versión final— en 1674, con lo que se dieron diferentes reacciones no solo con connotaciones literarias, sino también políticas; empero, uno de los aspectos que causó mayor revuelo fue la construcción del personaje de Satanás pues, por un lado, Milton le proveyó características heroicas y angélicas con las que cambió la imagen medieval del diablo y, por otro, lo describió como un ente celestial que decide no someterse a la voluntad de un monarca absolutista, es decir, a la voluntad del personaje de Dios. Dado que Milton creía en la existencia del Dios cristiano, así como en lo descrito en la Biblia (de Ginebra, disponible en Inglaterra en 1575), pero no en un rey absoluto que gobernara por «derecho divino», se ha discutido hasta qué punto atribuyó consciente o subconscientemente varios rasgos al personaje de Satanás para erigirlo, si no como un héroe, al menos como un rebelde que se resiste a la imposición del ethos divino; por ello, entre otros aspectos,el Diablo de Paraíso Perdido ha sido objeto de análisis literarios a través del tiempo.

Entonces, uno de los primeros desafíos que presenta la traducción del poema es la distancia en el tiempo, y que ahora es mayor a tres siglos; adicionalmente, posee una estructura compleja puesto que su composición no solo tiene que ver con la visión teológica del autor, sino además con su ideología política y una erudición filosófica y literaria que se percibe en la construcción de los personajes y espacios descritos. A través de ellos, es posible observar la influencia de algunos poemas y tragedias de la época Isabelina —que remite a autores como Edmund Spenser y William Shakespeare— y la intertextualidad con obras clásicas griegas, como la Teogonía de Hesíodo, y la Ilíada de Homero, entre otras. Por ello, resulta de gran utilidad leerlo en su totalidad en su idioma original, y comprender el contexto en el que fue concebido antes de comenzar con la traducción.

Una vez que se logra tener una visión general del poema, se debe tener en cuenta la métrica, que en este caso corresponde al verso blanco, esto es, a una sucesión de pentámetros yámbicos, sin rima, derivados de los versos heroicos en latín y griego. Con esto, el traductor se enfrenta a la decisión de optar por una estructura similar en la lengua meta, o bien a adaptarlo a otro género, como puede ser la prosa; esto, generalmente depende de si la traducción está dirigida a un segmento determinado de lectores (por ejemplo, estudiantes de preparatoria), o si se desea acercar la traducción al original tanto como sea posible.

Para mi libro Paradise Lost: la otredad de Dios en la figura trágica de Satanás, opté por una traducción que conservara una estructura similar, pues pensé en un lector que, si bien puede que no se ocupe de la literatura desde una perspectiva académica, sí tenga un especial interés por la poesía y, más aún, por los personajes centrales del poema. Así, traduje los versos del Canto I — en los que se oye la voz del poeta — como se ejemplifica a continuación:

Who first seduc’d them to that foul revolt? Th’ infernal Serpent; he it was, whose guile Stird up with Envy and Revenge, deceiv’d The Mother of Mankind, what time his Pride Had cast him out from Heav’n, with all his Host Of Rebel Angels, by whose aid aspiring To set himself in Glory above his Peers, He trusted to have equal’d the most High, If he oppos’d; and with ambitious aim Against the Throne and Monarchy of God Rais’d impious War in Heav’n and Battel proud With vain attempt.¿Quién los sedujo hacia esa infame sublevación? La Serpiente infernal; fue él, cuya artimaña Removió Envidia y Venganza, engañó A la Madre de la Humanidad, y su Orgullo Lo ha expulsado del Cielo, con todas sus Huestes De Ángeles Rebeldes, con cuya ayuda aspiraba Colocarse a sí mismo en Gloria sobre sus Pares, Confió en haber igualado al más Alto, Si se oponía; y con ambicioso anhelo Contra el Trono y la Monarquía de Dios Alzó una Guerra Impía en el Cielo y Lidió orgulloso En un vano intento.[ii]

Como es posible observar, aquí realicé una traducción casi literal, pues juzgué que se ajusta bien al español, conservando el mismo número de versos y una longitud muy cercana a la original. Asimismo, traté de usar una terminología que resulte alcanzable para un público amplio, que de cualquier manera tendría la obligación de investigar varios asuntos relacionados con la mitología judeocristiana, si verdaderamente desea comprender la magnitud de la obra, más allá del tema central de la denominada caída del hombre.

En este sentido, dentro de Paraíso Perdido esta caída es provocada por Satanás quien, antes del evento trágico de Adán y Eva, fuera expulsado del Cielo tras rebelarse con un tercio de los ángeles a causa de que Dios nombrara “Mesías” al Hijo, según lo narrado en el poema épico. Cuando el Rey del Infierno ya se encuentra ahí, en ese espacio oscuro debajo del Caos (de acuerdo con la cosmología que se platea en el poema), hace uso de la retórica para mostrar a sus discípulos que no claudicará:

The mind is its own place, and in itself Can make a Heav’n of Hell, a Hell of Heav’n. What matter where, if I be still the same, And what I should be, all but less then he Whom Thunder hath made greater? Here at least We shall be free; th’ Almighty hath not built Here for his envy, will not drive us hence: Here we may reign secure, and in my choyce To reign is worth ambition though in Hell: Better to reign in Hell, then serve in Heav’n.La mente es autónoma, en sí misma puede Hacer del Cielo un Infierno, un Infierno del Cielo. ¿Qué importa dónde, si aún soy el mismo, Y qué debo ser, todo excepto aquel cuyo Trueno ha hecho más poderoso? Al menos aquí Seremos libres; el Supremo no ha construido Esto para envidiarlo, por ello no nos retirará: Aquí reinaremos seguros, y a mi juicio Reinar es digno aunque sea en el Infierno: Mejor reinar en el Infierno, que servir en el Cielo.[iii]

En esta traducción, es de suma relevancia conservar la fuerza con la que se expresa el personaje, y así poder vislumbrarlo como un líder que capta la atención de sus huestes y del lector. En estos versos, traté de hacer un balance entre la longitud y el significado, sin privilegiar al primero a costa del segundo; así, en vez de “La mente es su propio lugar”, elegí “La mente es autónoma”, ya que mantiene el mismo sentido de independencia sin necesidad de alargar demasiado el verso en español. De una forma similar, decidí traducir “worth ambition” como “digno” y así mantener el mismo número de palabras en ambos idiomas.

Entonces, la traducción implica una serie de elecciones que no son arbitrarias, sino pensadas con base en el significado y la forma del texto literario, así como en el contexto social de la época y la intención del traductor, entre otras variables, para realizar una interpretación de la obra en la lengua meta lo más cercana posible al original.

Tras esta breve reflexión sobre mi proceso mental para traducir varios versos de Paraíso Perdido de John Milton, con el propósito de integrarlos a mi libro, espero haber despertado su curiosidad para acercarse al poema, o bien para revisitarlo si alguna vez lo leyeron, ya sea en su versión original, o en una traducción en verso o en prosa.

De igual manera, los invito a visitar este enlace, en el que encontrarán un fragmento de mi libro Paradise Lost: la otredad de Dios en la figura trágica de Satanás.


[i] Shelley, Mary. Frankenstein; Or The Modern Prometheus. EUA: Barnes & Noble, 2012. P. 115.

[ii] Ochoa, Mauricio. Paradise Lost: la otredad de Dios en la figura trágica de Satanás. España: Samarcanda, 2020. P. 100-101.

[iii] Ibid., P. 94.

«Las campanas doblan por ti»: Hemingway y la guerra civil española

Ernest Hemingway fue un escritor estadounidense que no solo es recordado por sus obras literarias, sino además por un estilo de vida convulso que lo llevó a participar activamente en la Primera y Segunda guerras mundiales, en la guerra civil española, así como a vivir y viajar por diferentes partes del mundo entre periodos dedicados a la aventura, la escritura y el romance, que culminaron en diez novelas, varias cartas, algunas historias cortas, y cuatro matrimonios hasta su muerte en Ketchum, Idaho, en 1961.

Ernest Hemignway en su juventud (izquierda) y edad madura.

Tal vez su novela más famosa sea El viejo y el mar (1952), aunque la obra que generalmente se reconoce como la más importante de su carrera es Por quién doblan las campanas (For whom the bell tolls), publicada en 1940. La historia, inspirada en las propias experiencias de Hemingway durante su estancia en España, narra la travesía de Robert Jordan, un joven estadounidense “alto y delgado, de cabello rubio oscurecido por el sol y cara curtida por el viento”[i] que tiene una misión específica: volar un puente con el objetivo de evitar el paso las tropas fascistas durante un ataque de las fuerzas republicanas.

Imagen tomada de Biblio.com

Así, la narrativa tiene como escenario la guerra civil española, y los personajes principales son un grupo de republicanos que acompañan a Jordan en su travesía para destruir el puente. La novela, además de retratar la crudeza de un conflicto bélico, saca a la superficie las emociones de los combatientes que en ocasiones se exacerban a causa de la violencia y la tensión no solo originada por la posibilidad de resultar heridos o muertos en batalla, sino también por aquello que emerge desde sus entrañas al matar a otros, a los enemigos, ya que reconocen que aun si en verdad es necesario hacerlo por la causa que persiguen, el hecho sigue constituyendo la aniquilación de un semejante, de un integrante del colectivo humano.

Es esto por lo que, a manera de epígrafe, Hemingway incluye un pequeño fragmento de Devotions Upon Emergent Occassions (Devociones sobre ocasiones emergentes), un texto en prosa de John Donne publicado en 1624, y que escribiera tras resurgir de una enfermedad grave. En él, Donne afirma que la muerte de cualquier ser humano lo disminuye, bajo la lógica de que todos somos parte de la humanidad, y a causa de ello asevera que, cuando se escuche el timbre de un funeral, “nunca preguntes por quién doblan las campanas; están doblando por ti.”[ii]

Como es posible intuir, justo de la primera oración es que se deriva el título de novela, y con ello su autor crea el preámbulo para una trama que desenvuelve entre la guerra, la camaradería, el amor, y los sentimientos que se manifiestan u ocultan — a veces de odio, a veces de melancolía— ante los demás.

Al pasar de las páginas, Hemingway construye el recorrido de Jordan hacia su empresa tanto en los cortos pasajes de solipsismo provocados por sus pensamientos, como al lado de quienes lo acompañan; de entre ellos, destacan dos mujeres que le proveen fortaleza y seguridad: María, una joven rescatada del bando contrario y quien se convierte en su enamorada, y Pilar, pareja de un personaje ambivalente e inestable —Pablo— y quien a pesar de los desvíos de este último, logra mantener la unidad en el grupo. Por su parte, Pablo juega el papel de un hombre de armas y líder que ha sufrido daños psicológicos irreversibles en su paso por la guerra, tal vez por la imposibilidad de revertir la masacre de fascistas que encabezara en su pueblo natal. De esta manera, él es quien mayormente provoca tensión entre los miembros del grupo, y que se eleva cuando realiza un acto que pone en peligro la misión de Jordan, con quien tiene constantes encuentros que provocan, incluso, que el estadounidense considere matarlo en algún momento a pesar de pertenecer del mismo bando.

 Asimismo, existen otros personajes que destacan las cualidades y virtudes del pueblo español desde la visión del autor, como Anselmo, un viejo disciplinado y noble que lamenta el acto de matar a otro hombre, aunque sea por la aspiración a una vida mejor, y el Sordo, quien tiene un problema auditivo parcial, y muestra su valentía y coraje en la contienda hasta las últimas consecuencias.

No obstante, quien se describe en mayor detalle —en parte a causa de sus introspecciones— es Robert Jordan. A lo largo del texto, el autor nos hace saber cómo este personaje lucha sus batallas internas y se fortalece a través de ellas, impulsado por sí mismo para no flaquear y dirigir sus esfuerzos hacia el objetivo de volar el puente. Otro asunto que ocupa su mente con frecuencia es el de su amor por María, y en ocasiones lamenta haberla conocido en esas circunstancias, y justo cuando tiene que luchar en una ofensiva de la que no sabe si saldrá ileso. De cualquier manera, reconoce que es afortunado en cierta forma, pues a pesar de ello tiene la posibilidad de amar, aunque sea por un corto tiempo. Al respecto, reflexiona que

No existe nada más que el momento presente. No existe ni el ayer ni el mañana. ¿A qué edad hemos de llegar para creer esto? ¡No existe más que el hoy! Y si este hoy va a durar dos días, estos dos días han de equivaler a toda tu vida y todo lo que ocurra en ellos estará en proporción. Esa es la forma de vivir toda una vida en dos días. Y si dejas de quejarte y de pedir lo que nunca vas a obtener, disfrutarás de esta vida.[iii]

Con ello, es posible entender la filosofía del personaje en ese instante, quien a pesar de la adversidad de las circunstancias cobra consciencia de su realidad y la asume para vivirla de manera decisiva, aunque sea en un tiempo relativamente corto.

Finalmente, vale mencionar que, aunque este libro ha influenciado a otros literatos y creadores, tal vez el efecto más notable en la cultura popular corresponda a la canción homónima del grupo Metallica, incluida en su álbum Ride the Lightning (1984) y que, claramente, hace alusión al conflicto bélico y al personaje de Robert Jordan.


Notas:

[i] Hemingway, Ernest, Por quién doblan las campanas. México: Grupo Editorial Tomo, 2008. 9. Impreso.

[ii] Donne, John, Devotions Upon Emergent Occassions. Estados Unidos: Project Gutenberg, 2011. 109. eBook.

[iii] Hemingway, Ernest, Por quién doblan las campanas. México: Grupo Editorial Tomo, 2008. 169. Impreso.

El Gigante Egoísta, de Oscar Wilde

Traducción del inglés al español por Mauricio Ochoa Morales

Cada tarde, mientras regresaban de la escuela, los niños solían ir a jugar al jardín del Gigante.
Era un jardín espléndido, con pasto verde y suave. Aquí y allá sobre el pasto se erigían flores hermosas cual estrellas, y había doce durazneros que en primavera desplegaban brotes delicados de rosa y perla, y en el otoño daban ricos frutos. Las aves se asentaban en los árboles y cantaban tan dulcemente que los niños solían detener sus juegos para escucharlas. “¡Qué felices somos aquí!”, se gritaban uno al otro.


Un día, el Gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo el ogro Cornuallés, y se había quedado con él durante siete años. Cuando pasaron los siete años ya había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió regresar a su propio castillo. Cuando llegó, vio a los niños jugando en el jardín.


“¿Qué están haciendo aquí?”, gritó con una voz áspera, y los niños salieron corriendo.
“Mi jardín es mi jardín”, dijo el Gigante; “cualquiera puedo entenderlo, y no dejaré que nadie juegue en él además de mí.” Entonces, construyó un muro alto alrededor de él, y colocó un letrero de advertencia: «LOS INTRUSOS SERÁN JUZGADOS».

Era un Gigante muy egoísta.


Ahora, los pobres niños no tenían ningún lugar donde jugar. Intentaron jugar en el camino, pero el camino estaba demasiado polvoriento y lleno de piedras, y no les gustó. Solían deambular alrededor del alto muro cuando sus clases terminaban, y hablaban sobre el bello jardín que estaba adentro. “¡Qué felices éramos ahí!”, se decían uno al otro.

Entonces llegó la primavera, y en todo el campo había pequeños brotes y pequeñas aves. Solo en el jardín del Gigante Egoísta seguía siendo invierno. Las aves no sentían el deseo de cantar en él pues no había niños, y a los árboles se les olvidó florecer. Una vez una flor hermosa sacó su testa de entre el pasto, pero en cuanto vio el letrero se sintió triste por los niños y se retiró nuevamente hacia la tierra, y se fue a dormir. Las únicas personas que estaban felices eran Nieve y Escarcha. “La primavera ha olvidado este jardín”, gritaron, “así que viviremos aquí todo el año.” Nieve cubría todo el pasto con su amplio abrigo blanco, y Escarcha pintaba todos los árboles color plata. Entonces, invitaron a Viento del Norte a quedarse con ellos, y él vino. Estaba envuelto en pieles, y bramaba todo el día en el jardín, y sopló los postes de las chimeneas hasta tumbarlos. “Este es un lugar encantador”, dijo, “debemos pedirle a Granizo que nos visite.” Y entonces Granizo llegó. Cada día, durante tres horas, él hacía ruidos cortos y agudos en el techo del castillo hasta que rompió casi todas las tejas, y luego corrió alrededor del jardín tan rápido como pudo. Estaba vestido de gris, y su aliento era como hielo.
“No entiendo por qué la primavera tarda tanto en llegar”, dijo el Gigante Egoísta, mientras se sentaba cerca de la ventana y veía afuera su frío, blanco jardín. “Espero que haya un cambio en el clima.”
Pero la primavera nunca llegó, y tampoco el verano. El otoño daba frutos dorados en cada jardín, pero en el jardín del Gigante no dio ninguno. “Él es muy egoísta”, dijo el otoño. Así que era invierno ahí, y Viento del Norte y Granizo, y Escarcha y Nieve, danzaban entre los árboles.


Una mañana el Gigante estaba recostado en la cama, despierto, y escuchó una música adorable. Sonaba tan dulce a sus oídos que pensó que se trataba de los músicos del Rey que iban pasando por el lugar. En realidad, era tan solo un pardillo pequeño que cantaba afuera de su ventana, pero había pasado tanto tiempo desde que había escuchado el canto de un ave en su jardín, que a él le parecía la música más bella del mundo. Entonces, Escarcha dejó de bailar sobre su cabeza, y Viento del Norte dejó de bramar, y un perfume delicioso llegó a él a través de las bisagras de la ventana. “Creo que por fin llegó la primavera”, dijo el Gigante, y saltó de la cama para mirar hacia afuera.


¿Qué fue lo que vio?
Él vio la vista más maravillosa. A través de un orificio pequeño en el muro, los niños habían logrado treparse para entrar, y estaban sentados en las ramas de los árboles. Vio a un niño pequeño sentado en cada árbol. Y los árboles estaban tan gustosos por tener a los niños de vuelta que se habían cubierto de brotes, y ondeaban gentilmente sus brazos sobre las cabezas de los niños. Las aves volaban alrededor mientras piaban con deleite, y las flores miraban hacia arriba por entre el pasto verde y sonreían. Era una escena hermosa; solo en una esquina seguía siendo invierno. Era la esquina más lejana del jardín, y en ella estaba un niño pequeño, de pie. Era tan pequeño que no pudo treparse a las ramas del árbol, y deambulaba alrededor, llorando amargamente. El pobre árbol seguía cubierto con nieve y escarcha, y Viento del Norte soplaba y bramaba sobre él. “¡Trépate! Chiquillo”, dijo el árbol, y dobló sus ramas tan bajo como pudo, pero el niño era realmente diminuto.
Y el corazón del Gigante se ablandó mientras miraba hacia abajo. “¡Qué egoísta he sido!”, dijo: “ahora sé por qué la primavera no había venido aquí. Voy a colocar a ese pobre niño en la cima del árbol, y después derribaré el muro, y mi jardín se convertirá en el patio de juegos de los niños para siempre.”

En verdad estaba muy avergonzado por lo que había hecho.


Así que bajó las escaleras y abrió la puerta frontal suavemente, y salió al jardín. Pero cuando los niños lo vieron se asustaron tanto que todos salieron corriendo, y en el jardín fue invierno otra vez. El único que no salió corriendo fue el niño pequeño, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas que no vio al Gigante venir. Y el Gigante se acercó discretamente por detrás y lo tomó gentilmente con su mano, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció prontamente, y las aves llegaron a cantar en él, y el chiquillo estiró ambos brazos y los arrojó hacia el cuello del Gigante, y lo besó. Cuando los otros niños vieron que el Gigante ya no era malvado, regresaron corriendo, y con ellos llegó la primavera. “Este es su jardín ahora, pequeños”, dijo el Gigante, y tomó una gran hacha y tumbó el muro. Y cuando la gente iba al mercado a medio día, veían al Gigante jugando con los niños en el más bello jardín que jamás habían visto.


Jugaban el día entero, y en el ocaso iban con el Gigante para despedirse gustosamente.


“Pero ¿dónde está su pequeño compañero?” dijo él: “aquel niño que coloqué sobre el árbol”. Era a quien el Gigante más quería, porque lo había besado.
“No sabemos”, respondieron los niños: “se ha marchado”.
“Díganle que no falte mañana”, dijo el Gigante. Pero los niños dijeron que no sabían dónde vivía y que ya nunca lo habían vuelto a ver, y el Gigante se sintió muy triste.
Cada tarde, cuando terminaba la escuela, los niños llegaban y jugaban con el Gigante. Pero el niño pequeño a quien el Gigante amaba nunca regresó. El Gigante era muy bondadoso con todos los niños, pero aun así deseaba ver a su pequeño amigo con todas sus fuerzas, y a menudo hablaba de él. “¡Cómo quisiera verlo!”, solía decir.


Pasaron los años, y el Gigante envejeció y se volvió débil. Ya no podía jugar, así que se sentaba en un sillón enorme, y miraba a los niños en sus juegos, y admiraba su jardín. “Tengo muy bellas flores”, decía, “pero los niños son las flores más bellas de todas.”
Una mañana de invierno miró hacia afuera por la ventana mientras se vestía. Ahora ya no detestaba al invierno, ya que sabía que estaba ahí porque la primavera estaba durmiendo, y porque las flores estaban descansando.


Repentinamente, se talló los ojos con sorpresa y miró, y volvió a mirar. En verdad se trataba de una vista maravillosa. En la esquina más lejana del jardín, se hallaba un árbol cubierto con adorables brotes blancos. Sus ramas eran doradas, y fruta color plata colgaba de ellas, y debajo se encontraba el pequeño niño a quien había amado.


El Gigante bajó las escaleras rápidamente con una gran alegría, y salió al jardín. Se apresuró por entre el pasto, y llegó a donde estaba el niño. Y cuando estuvo muy cerca, su cara se enrojeció de furia, y dijo “¿Quién se ha atrevido a herirte?” Pues en las palmas de las manos del niño había huellas de dos clavos, y también las huellas de dos clavos en sus pequeños pies.


“¿Quién se ha atrevido a herirte?” gritó el Gigante, “dime, para que tome mi gran espada y lo mate.”
“No”, respondió el niño: “estas son las heridas del Amor”.
“¿Quién eres?”, dijo el Gigante, y una extraña conmoción lo abrumó, y se arrodilló frente al pequeño niño. Y el niño le sonrió al Gigante, y le dijo, “Una vez me dejaste jugar en tu jardín, y hoy tu vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.”


Y cuando los niños llegaron corriendo al jardín esa tarde, el Gigante yacía muerto bajo el árbol, con todo el cuerpo cubierto por brotes blancos.

Verisón original tomada de: Wilde, Oscar, Short Stories, “The Selfish Giant”, Génova: Cideb, 1994.

Ilustraciones de Anne Hodgkiss.

Las entrañas y los perros

No sé, en verdad no lo sé. Pensé que lo sabía, pero ahora sé que no, que todo fue un juego de mi mente, un espejismo, lo que crees saber y que te arrastra por el lodo cuando te das cuenta de que no lo sabes, porque creer que sabes es peor que no saber. Las aguas de la soberbia te cubren hasta llevarte a la cascada de la ignorancia, en una caída libre que a veces dura de aquí al infierno y otras —si tienes suerte y un mínimo de inteligencia— solo hasta el centro de la Tierra. Yo nunca pensé que esto me ocurriría a mí, a mí, que ya con mis siete septenios pregono que lo he vivido todo, que lo he visto todo, solo porque me atreví a hacer más que el promedio de la gente, como tú, o como él, o como toda la masa humana que satisface sus horas de ocio con algo que no es suyo, que se ve reflejada a través de una capa de plasma, y que llena sus vidas con horas-trabajo para que otros se colmen de billetes, para que nos sigan contemplando a nosotros, sus esclavos, comer de su mano y seguir sus normas. Yo pensaba que yo no era así, pero hoy lo supe; lo tuve claro cuando me encontré con varios editores para saber qué les había parecido la copia del libro que les había enviado semanas atrás; sí, de este libro que estás leyendo, pero no fue ahora ni aquí, sino en otro tiempo, que cambia segundo a segundo como el tuyo; que la muerte se va robando a pedacitos o a grandes bocanadas, sin detenerse, sin pausa, sin punto y coma hasta desembocar vertiginosamente en el punto final.

A pesar de esto, de lo que soy en este momento, soy mejor de lo que fui cuando escribí este texto, que no me atrevo a llamar obra; ya algunos críticos han hecho lo suyo y lo han destrozado o lo han alabado, por razones personales o profesionales, subjetivas o lógicas, por intereses económicos o simples preferencias de estilo. Pero ellos solo pueden ver y ver la superficie, solo ven la tinta impresa en la hoja, las hojas secas cubriendo la tierra, porque nunca podrán entender lo que pasó por mi seso cuando tecleaba, y tecleaba, y tecleaba. Tú sí, no porque seas extremadamente analítico, o porque hayas leído a Sartre, Kant y Heidegger, y creas que también los hayas entendido; o porque sepas inglés medio y hayas hecho un extenso ensayo sobre las cinco, seis o siete virtudes caballerescas; o porque hayas memorizado todas las partes del organismo por dentro y por fuera, y hayas experimentado con cuerpos abandonados para saber reparar las piezas rotas del sostén del alma; o porque hagas puentes, máquinas y edificios que la hormiga construye sin haber pasado cinco años, o más, en la universidad. Tú sí lo entenderás porque te lo voy a confesar en estas líneas, y nada más por eso.

Solo debo advertirte que esto ya lo dije antes, pero no hice tanto preámbulo; fui visceral y solo lo dije, y actué por haberlo dicho, por haber revelado este secreto que ya no es, o sí, ya que a pesar de que alguien lo escuchó no lo puede contar, no lo puede escribir ni tampoco actuar tal y como yo lo hice, porque existió en otra época, en otro periodo que fue el de este libro, el de mi memoria perdida, el de la hora cero. Y para revelarlo, yo elegí a muchos, a cualquiera, a alguien que por accidente leyera esto que escribí; pero a partir de este punto, yo ya no te escojo a ti, ya no soy responsable por ti, tú me elijes a mí, porque sigues descifrando estas líneas mientras las lees, porque no quieres dejarlas en la plana materia de la hoja de papel, y quieres que existan, que formen parte de tu microcosmos metafísico, que tu cerebro las engulla.

Eso quisieron los editores, así que tuve que hacerles evidente la esencia de lo que hice, porque aunque sé que en un principio lo entendieron, luego se les olvidó, y ya solo querían vender un producto, un producto de mi mente. Pero toda revelación tiene una consecuencia, la petite mort borra la inocencia, la palabra hablada arrasa al silencio, el pensamiento aniquila la tranquilidad, y la tranquilidad aparente —que nunca deja de ser acechada por la incertidumbre— solo se alcanza en momentos de plena calma o de absoluta estupidez. De cualquier manera, ellos también sufrieron las consecuencias de saber algo, por insignificante que haya parecido, que les transmití con la única intención de lograr el entendimiento de mi trabajo, que inicialmente escribí solo para mí pero que dejé que uno de ellos publicara, y que tú insistes en seguir leyendo.

Era un día como hoy, como ayer, como mañana, envuelto en mi visión futurista-fatalista, no porque posea las habilidades de Tiresias, sino porque siempre repito la misma rutina: me levanto a rastras, tomo agua, voy al baño, me siento en la taza, trato de evacuar, no puedo, camino un poco, me vuelvo a sentar, a últimas lo consigo, me siento aliviado. Me baño, trato de sentirme mejor, me visto, le doy de comer a los perros, devoran hambrientos —no porque les dé poco, sino porque disfrutan la carne, esa carne roja que contrasta con el color plata de sus platos, que se mezcla con las croquetas hasta formar una aglomeración acuosa, que suelta un poco de sangre, sangre que los pone frenéticos. Provoca que les brillen los ojos, que muestren los dientes, que terminen satisfechos, que muevan la cola, que me observen agradecidos. Yo les agradezco de regreso, ya que me ayudan a deshacerme de esa carne, de ese tejido carmesí que cargo sobre mi esqueleto, de esa caterva que tú llevas a cuestas y que a veces te pesa tanto como la existencia misma, de la que quieres que alguien más te libere. Pero ese día, sí, ese que es como hoy, estuve visitando a un editor, a otro, luego uno más y así hasta que por fin logré que se imprimieran algunas copias, unos cientos, algo modesto pero que bastó para esparcir ese alérgeno entre aquellos que trataron de entender mi prosa.

A las 9 AM visité al editor uno, que tenía una antesala con muebles viejos, de tela aterciopelada con distintos tonos rojizos distribuidos en rayas, recordando un tiempo lejano, pero todavía presente, que se enfrascaba en una atmósfera de un rosa pálido poco invitante. Quería salir, huir de ahí, de ese entorno ligeramente hostil, apabulladoramente aburrido, con una sola ventana que daba hacia la calle, en la que me detuve a observar cuanta cosa pasaba para matar los minutos, esos que tenía que dejar escapar por estar esperando a ese hombre, mientras estrujaba esa maleta negra que cargaba conmigo cuando iba a ver editores, con su asa extensible, para llevar mis trabajos, y recoger los suyos. Súbitamente, se abrió la puerta que dividía la oficina del recibidor, y apareció un tipo flaco, con el cabello negro y ondulado, de lentes y vestido casi de la misma manera que los muebles que tanto había detestado. Me sonrió con una ligera mueca que dejaba ver algunos restos de comida, y extendió su mano sudada para saludarme e invitarme a pasar; al cruzar la puerta, no pude evitar sentirme reflejado, porque su oficina estaba llena de espejos, sí, de aterradoras reproducciones mías, pero sobre todo de él, como si tratase de acorralarme en una esquina para robarme algo, algo que nunca iba a poder recuperar, algo que quizás tú ya no tengas cuando termines de leer esto. Él me miraba de reojo, mientras retorcía en pequeñas trenzas su bigote estilo Dalí y me invitaba a sentarme. Al hacerlo, noté que había cuatro lunas que permitían ver el cuerpo completo de pie en cada uno de los muros laterales, colocados simétricamente y que aumentaban la profundidad de la oficina sobre el fondo beige que cubría el yeso. Desde un ángulo lo reflejaban a él, luciendo despreocupado y seguro con todos esos diplomas de cursos, congresos y reconocimientos que colgaban de la pared posterior, y desde otro a mí, mostrando todos mis defectos y casi ninguna de mis virtudes, lo que me produjo una angustia momentánea, terrible, especialmente cuando me percaté de una mancha roja en el costado derecho de mi pantalón; sí, una que no había visto antes, de un fluido espeso, denso. Eso me hizo casi olvidar que él estaba ahí, que empezaba a hablarme de mi estilo, y de cómo se asemejaba a otros estilos que ya habían pasado por sus manos. Seguía hablando de eso y de los problemas que había tenido con otros escritores, en tanto que yo veía mi mancha reflejada y trataba de disimularla, trataba de taparla con la mano, de tallarla, mientras lo miraba de reojo para que creyera que continuaba siendo su interlocutor. Sin embargo, sabía que él se daba cuenta de mi ansiedad, porque podía verme de frente, de lado, por adentro, por todas partes, ¡como tú! A través de esos malditos espejos, y notar la mancha densa embarrada sobre mi ropa. De pronto, clavé mis ojos en los tuyos, y apreté fuertemente mi mano contra la pierna en la zona donde estaba la mancha; primero, sentí una tensión fugaz que se elevó hasta mi cabeza mientras él trató de sostenerme la mirada, y después un relajamiento progresivo cuando la desvió hacia el escrito que sostenía en sus manos; justo ahí, empecé a aflojar mi mano lentamente, a redirigir mi mente, a verte sin miedo, a sentir que estaba retomando el control.

Comencé a escuchar lo que el flaco de lentes me decía, aunque tal vez nunca debí hacerlo. Me dijo que alguien más ya había escrito algo similar, que había tenido buena aceptación, y que ante ello lo mío parecería una vil copia, aunque tal vez no lo fuera. Además, comentó que habría riesgo de que me acusaran de plagio, porque había ciertas frases, ciertas oraciones, ciertas palabras, que, si bien no eran réplica fiel de otros autores, evocaban exactamente la misma idea. Que mi problema era la falta de citas, la carencia de referencias a otros, el espacio vacío que ocuparía el espejo, ese que reproduce mi imagen y detrás de ella la de todos los hombres y todas las mujeres que he leído. Sabía que no me había entendido; entonces, tuve que revelarle la naturaleza de mi trabajo, explicándole sin cesar que, para comprender su contenido, había que sentirlo, comerlo, tragárselo hoja por hoja por hoja, ¡así! ¡Así! ¡Más! ¡Mírate en el espejo! Se rompió el espejo, él estaba extasiado, o yo, a tal grado que parecía que las entrañas se le desbordaban del cuerpo, impresionado, con los ojos abiertos frente al espejo. Le hice saber todo, y al final acabamos exhaustos, mirándonos en los espejos, pero ya no diferentes, sino iguales; él sin poder privarte de leer lo mío, y yo con ganas de que tú lo sepas, para que quedes satisfecho, como mis perros, esos que devoran su comida, que me quitan toda la carne de encima. Regresé a mi casa con lo que el editor uno me había dado por aquello que le dije, o que yo me había llevado, ya no recuerdo, y mis perros ladraban y chillaban, pero todavía no era tiempo de atender sus demandas; faltaban unas horas. Descansé un rato en el sofá; salí de nuevo.

El editor dos, a las 12 PM, ni siquiera me quiso recibir; cuando llegué, me topé con su asistente detrás de un viejo escritorio de madera con bordes metálicos, tan gastados como la pelona del editor que apenas y alcanzaba a ver por la ventana de su oficina, que daba hacia donde yo me encontraba de pie, ahí, enfrente de ese viejo escritorio de madera con bordes metálicos, tan gastados como mis ganas de tratar de hacerlos entender, de quitarte las cataratas de los ojos, de mover el escritorio burócrata de tu cabeza. En todo caso, tras explicarle la razón de mi visita, la señorita asistente se limitó a dejarme saber que los encargados de hacerlo habían leído mi escrito, que les pareció interesante, pero que por políticas de la empresa jamás podrían publicarlo. Entonces, le pregunté si ella lo había leído, y sonrojada me dijo que no, que había querido pero que por políticas de la empresa no pudo hacerlo. Me brindó una bella sonrisa, tímida pero expresiva, como queriendo disculparse por todos los idiotas que trabajaban con ella, y por no poder hacer mucho para cambiar las políticas de la empresa que, según supe después, habían sido impuestas sin consultar a ninguno de los empleados (si algo detesto es el autoritarismo, el abuso de poder, el sometimiento, la falta de empatía, el exceso de confianza en uno mismo, el creerse más inteligente que el resto, sentirse el gran orquestador, y decidir por otros, por ellos, limitar mi libertad, hacerte esclavo, encadenarte sin que te des cuenta). Antes de irme, ella se levantó y me pidió quedarse con la copia del escrito, a lo que, por supuesto respondí que no, que esto no era para ella, que merecía algo mejor, que no quería por leerlo se desfigurara esa bella sonrisa. Salí. Esperé a que diera la 1 PM, pues pensé que el editor dos, ese de la pelona gastada, escondiéndose detrás del escritorio, tendría que salir a comer, o al banco, o a hacer algo que lo sacara de su pequeña madriguera. Casi me iba, era la 1:05 PM, cuando de pronto lo vi: salía del edificio, apresurado; lo alcancé, le dije que no me parecía justo; me preguntó quién era, le dije que yo, el que te va a revelar su secreto, ese que no quisiste ver; le dije ven, háblame de las políticas de la empresa; yo las hice, me contestó; escúchame, le repliqué, siguió avanzando, casi corriendo, yo tras él, se asustó. Seguro sí me había entendido, había descifrado mi trabajo. Corrió, me dijo que estaba loco, llegó al borde de la banqueta, iba a cruzar la avenida, venía un autobús a toda velocidad —solo para ganarle el pasaje a otro que venía detrás suyo; estaba cerca, casi encima de nosotros, él insistía en cruzar, yo quise detenerlo, o ayudarlo, le puse la mano en la espalda, y no supe qué pasó; me bloqueé, me quedé paralizado, ahí de pie, sin poder mover un solo dedo. Él me volteó a ver por un instante; quiso marcharse, el camión no pudo frenar a tiempo, lo arrolló, desparramó tus vísceras por el pavimento, dejó su pelona gastada llena de sangre, llena de vida a pesar de estar muerta, roja, como esa carne que te gusta y te gusta y te gusta. Rápidamente me aproximé hasta el cuerpo, tenía que verlo de cerca, saber cómo había quedado… lo vi, rojo por todos lados, un rojo vivo que contrastaba con su camisa blanca, sudada de sangre. Lo toqué, pensé en llevarme algo, algo de él… tomé lo primero que pude, no fue mucho, pero cupo en mi maleta, esa que llevaba cargando. Me alejé antes de que llegaran los curiosos; el chofer me vio, anoté su número de placa. Le llevaría mi escrito después, le revelaría mi secreto otro día, cuando saliera de la cárcel.

El editor tres, con el que llegué a las 3 PM, tenía aspecto extranjero, y se mostraba orgullosamente alojado en una oficina lujosa, con muebles finos, de piel muerta, bien trabajada pero muerta, negra, tan negra que me hizo meditar sobre la manera en que las vacas habían sido asesinadas, despojadas de su abrigo exterior, dejando expuesta su carne, esa carne roja que te pesa, como esa que mis perros apenas y habían devorado en la mañana de hoy, y que este editor seguramente comía en cantidades considerables. Me recibió muy amablemente y salió un momento para traerme algo de beber; tomé asiento sobre la piel muerta, y miré alrededor, para observar las pinturas surrealistas que cubrían algunos espacios de sus blancas, limpias, pulcras paredes.

De un lado estaba una mujer delgada que vestía un traje de tela en varias tonalidades de azul, predominante claras y con sombras, de hechura ligera, un poco deshilachada en las orillas, que la arropaba casi por completo excepto por el rostro, los brazos, las rodillas y los pies, que parecían envueltos en una especie de venda mortuoria. Su mirada era la de Saturno, melancólica, con ojos grandes, saltones, y una boca pequeña, y se encontraba sentada en un banco junto a una mesa redonda de madera, sobre la que descubría algo dentro de una habitación sombría que en la pared del fondo tenía una terminación en forma de arco, pero que no daba a otra habitación, sino que tenía una concavidad formada con el mismo muro, y que tenía dos tablas en paralelo colocadas de manera horizontal, que le hacían fungir como mueble, algo como un librero. Pero no contenía libros, no, no como este que estás leyendo, sino cajas otra vez de madera, pequeños cofres, cerrados, igual a uno que se encontraba en la mesa, que se abría lentamente, del que salía el vestido azul cielo, o al que llegaba, flotando, envolviendo un rostro que se asomaba, que la miraba fijamente, que era el de ella, el tuyo, el de todos; que se parecía al mío cuando sueño, cuando sueño que me veo, que me salgo de mí y observo lo que hago, aterrado, como ahora.

Del otro estaba una mujer desnuda, blanca, casi pálida, flotando sobre un pequeño pedazo de continente gris, de concreto, de su tamaño, dormida, con un rifle apuntándole al bíceps derecho y dos tigres a punto de hacerla su presa, su presa sexual, saliendo de entre el viento, de la boca de un gran pez, rojo, como la granada, la granada roja y carnosa que se abre para soltar al pez, en medio del mar, delante del elefante de patas largas y flacas, como las del editor uno, que evoca la fragilidad de nuestro mundo, con esos huesos secos, que se arropan con la carne, que se visten con la piel, con esa piel tersa, dulce como la granada, rosa, de caminos voluptuosos, como los de la mujer en trance, soñando, esperando que los tigres la posean, mientras la arrulla el vuelo de una abeja.

Al seguir contemplando las obras yo comenzaba a exasperarme, pensando qué tanto haría el editor tres allá afuera, qué podría estar tramando, o echando dentro de la bebida que iba a traerme. Estaba envuelto en esa ansiedad, en ese hormigueo que poco a poco se iba transformando en angustia cuando, de manera inusitada, el vestido azul que cubría a la mujer del primer cuadro comenzó a desbordarse, a salirse del marco, a alargarse pausadamente con esas hebras disgregadas por debajo, y con la tela que formaba una especie de capucha en su cabeza por arriba. Siguió avanzando, continuó saliendo del marco, cruzando su propio encierro, liberándose al fin de sí misma, deslizándose por la pared, como si tuviera vida propia, con la soltura de una víbora, arrastrándose por esas paredes blancas, dirigiéndose hacia el otro cuadro, que alcanzó en tan solo unos segundos. Al llegar a la parte externa del marco se detuvo, hizo una pausa, como si estuviera pensando, como si tuviera ojos y observara a su presa, que finalmente sería la mujer del otro cuadro, la de la piel tersa, la soñadora flotante. Se desplazó violentamente hacia adentro, extendiendo su manto azul, haciéndolo oscuro, casi negro; tomó por sorpresa a los tigres, que al sentirse vulnerables huyeron hacia atrás, hacia mar abierto, tornándose contra el elefante, al que empezaron a destruir mordiendo sus patas flacas, derrumbándolo, mientras la víbora de tela azul llegaba fácilmente con su víctima, para comenzar a envolverla, a llenarla de azul, a rodearle el cuello, ese cuello terso y delicioso, como el tuyo, que cada vez se iba apretando más, tanto que la despertó, la hizo gritar, salirse de su trance onírico, ahogarse poco a poco. El grito espantó al pez y a la abeja, y ambos trataron de escapar; el pez se sumergió en el agua, y la abeja voló, con ese zumbido que empezó a molestarme, moviéndose de un lado a otro, hasta que logró escapar, saliéndose del cuadro, volando arrebatadamente, enojada, buscando una víctima para atacarle el cuello, buscando el mío. Quise correr, pero me quedé inmóvil, observando, hasta que finalmente se vino contra mí, como una flecha destinada a dar en el blanco, veloz, picándome el costado derecho del cuello. Al sentir el piquete moví mi mano hacia esa zona de mi cuerpo con fuerza, para asestar un golpe, que ya no alcanzó a la abeja, porque voló, o simplemente desapareció, no sé, pero que me dejó con una sensación de escozor en el cogote, de una comezón intensa, irritante.

Comencé a rascarme, a tratar de quitarme ese ardor, a enrojecerme la piel, al tiempo en que el editor tres entró con una taza de café para mí y otra de té verde con miel para él, que había sido extraída de algún panal que ni él ni yo ni tú habíamos construido; ahora entendía la rabia de la abeja. Yo también experimenté una sensación de rabia recorriéndome las venas, desde el piquete, desde el cuello y hasta los pies, pasando por el estómago, pero no por la miel, sino por el elegante editor, con traje de marca alemana, que hablaba de mi trabajo como un producto en serie mientras tomaba su taza de té verde con miel, levantando el dedo meñique, y viéndome a través de los cristales de sus lentes de armazón italiano. Decía que su negocio era vender libros, hacer a los autores famosos, porque la obra pasaba a segundo término cuando la publicidad era estratégicamente planeada, cuando la mercadotecnia era mejor que la de las demás editoriales, cuando el mercado se segmentaba correctamente, y el corrector de estilo quitaba las imágenes difíciles de las páginas para hacerlas digeribles hacia aquellos que gustaban de la comida rápida. Dijo que esto no alteraría el significado, que sería solo transformado como la materia, que mi escrito tal y como estaba no se vendería bien, que había que ponerle una portada impactante, y que yo obtendría un siete por ciento del precio de venta de cada libro, lo que seguramente se compensaría con el volumen. Esto pasaría solo si yo le dejaba tocarlo, darle forma, cortarlo, hacerlo a la medida, transformarlo como la materia, llevarlo a la fama, aunque su valor literario fuera escaso. Dejé que terminara su discurso comercial en un éxtasis total, queriendo venderme el concepto a mí, para después vendértelo a ti, a ti que aceptas todo, todo lo que te dice el marketing, la publicidad, la televisión, el periódico, el jefe, el gobierno, tus padres, el sacerdote, el internet… todo lo que yo digo. Que poco te cuestionas sobre lo mucho que te llega, sobre lo que te dicen en tu casa, lo que te enseñan en la escuela, lo que te ordenan en el trabajo, y lo que a veces te mueres por saber sin atreverte a saberlo, mientras la muerte sabe toda tu vida y se la lleva a mordiscos que te van dejando agujeros que jamás volverán a llenarse, vacíos por los que se va escurriendo tu alma.

El editor tres por fin concluyó su perorata, y me preguntó qué pensaba. Yo le contesté que él lo sabía perfectamente, que ya había leído mi obra, sí mi obra, que yo sabía que la había entendido, y que a mí no me impresionaba con su ropa, con su café importado y su té chino, y que tampoco me iba a engañar con sus réplicas de pinturas famosas a las que alguien como él les había aplicado las cuatro, cinco o seis P’s de la mercadotecnia, para que fueran vendidas a precios altos y estuvieran colgadas en oficinas lujosas, alrededor de gente que ni siquiera trataría de entenderlas. Él me pidió que me calmara, me dijo que ya no era joven, que debía considerar su oferta, que mi futuro no estaba asegurado, mientras observaba detenidamente mi cuello tan rojo; ese hecho finalmente me aterró, que me viera fijamente, que tratara de descifrar la razón de mi escozor, de mi ardor, de esa comezón intensa. Vi de reojo mi maleta, que estaba al costado de la silla donde me encontraba sentado, sobre una alfombra persa, y deslicé mi mano para sacar algo que me hiciera sentir más seguro, algo a lo que pudiera aferrarme, tratando de que él no lo notara. Lo hice, y cuando se lo iba a enseñar, de pronto escuché ruido de mar, de agua agitada, pero no por los vientos, ni por la luna ni por tormentas externas, sino por algo que venía de adentro. Volteé a ver el cuadro de la mujer flotante, pues de ahí salía el sonido; ¡era el pez! Ese inmenso pez rojo que apenas hace unos momentos se había escondido. Se movía violentamente en el agua, como si estuviera ahogándose a causa de un objeto grande y amorfo que parecía querer salir de sus branquias. Traté de prevenir al editor tres, pero otra vez quedé petrificado, tieso, sin movimiento, mientras el pez abría su enorme boca, que se ensanchaba como queriendo tragarse el mar, como queriendo engullir al editor, volteando sus ojos negros hacia él. Sin aviso alguno, de sus fauces salió uno de los tigres, uno de esos que también se habían espantado, pero que regresó enojado, sin clemencia, lleno de rabia como aquella de la abeja, como la mía, como la tuya cuando abusan repetidamente de ti, que se contiene una, y otra, y una vez más, que se almacena en un capacitor, hasta que algo lo descarga, y toda esa energía sale, se vuelca en un solo zarpazo, un zarpazo mortal, como el del tigre, que salió del cuadro, rápidamente, saltando hacia el editor tres, arañándole la piel, clavándole sus garras, hundiéndole los dientes, esos dientes que destellaban contra la luz, que le penetraron la carne, esa carne roja que tanto le gusta a mis perros. Después de satisfacer su ira, el tigre regresó al cuadro, mientras me miraba de paso y salpicaba sangre, manchando mis manos, mi chamarra negra, de piel negra muerta, que tuve que limpiar en el baño, en ese amplio baño con mosaicos traídos de Florencia, blancos y negros…  Agotado, tomé aquello por lo que venía, lo guardé en mi maleta, tomé además los cuadros, y me fui hasta mi casa, cansado, para esperar mi última cita.

Cuando llegué mis perros estaban ahí, felices, excitados, capaces de quererme, de lamerme la piel, de moverme esa cola para que les diera de comer, pero les dije que no, que ya no faltaba mucho, que esperaran un par de horas más, hasta las 7 PM, cuando seguramente estaría de regreso. Me senté un rato en el sofá, dormité una media hora, salí de nuevo. Ya me sentía más tranquilo, relajado, sin tantas ganas de revelar mi secreto, pero tenía que terminar el día, ese absurdo día de editores, de espejos, de escritorios viejos y pinturas surrealistas.

Con la mente cansada, arribé a la última reunión, esa de las 6 PM, con el editor cuatro. Para entonces, ya no esperaba algo diferente, estaba predispuesto, como siempre, con esos paradigmas que poseo, esas anclas que me amarran el cerebro, que mis padres, mis maestros y mis compañeros de trabajo insisten en clavarme, que pesan tanto, tanto como la carne, como esa que llevas a cuestas, y que un día te van a quitar, bajo la tierra o en el fuego, progresivamente o de tajo, hasta que ya no tengas que cargarla, hasta que ya no tengas que llenarla con tus propias versiones de la verdad. Así, con todo eso que estaba arrastrando, toqué el timbre de un edificio modesto, el de la oficina número siete, tras lo que se escuchó un zumbido, tan fuerte como el de la abeja, que me recordó que tenía que empujar la puerta, esa puerta de metal pesado, para abrirme paso hacia las escaleras, pues los elevadores no funcionaban. Tras subir siete pisos las piernas me temblaban, me sentía sofocado, otra vez cansado, ya no quería seguir, pero tenía que verlo, completar mi tarea, saber si mi trabajo quedaría entendido. La puerta de la oficina ya se encontraba abierta, era blanca, pero no pulcra, sino con algunas manchas que se mostraban sin vergüenza alguna, como la mancha de mi pantalón, la que vi en el espejo, la que tienes por dentro. Entré y el editor cuatro se encontraba ahí, de pie, frente a mí, con una mirada decidida; no dijo nada, solo me acercó un banco como el del cuadro de la mujer de mirada azulada, y yo me senté en silencio, expectante, contemplando sus delicados movimientos. Tomó otro banco y, frente a mí, sin barreras, cara a cara, y me dijo: “Entendí tu libro, y lo quiero publicar; la editorial no es grande pero alcanzaremos a imprimir unas mil copias, que podremos distribuir en lugares donde haya gente que quiera leerlo, entenderlo, devorarlo como yo, como tú, que se quiera sacudir lo que sabe, que no quiera seguir encerrado en su carne, que esté dispuesto a mostrar sus vísceras, a dárselas a los perros, a esos perros que las tragan, que te agradecen, que te mueven la cola”.

Me quedé atónito, sin poder moverme, sin parpadear, congelado. Después de unos instantes en los que estuve callado le dije que sí, que estaba bien, que publicara mi obra, que yo no recibiría nada. Fue justo ahí que supe que yo era como los demás, que creía que nadie podía pensar como yo cuando no era cierto, que no había experimentado todo, que era como el resto, reflejándome en esos espejos humanos, con mis ganas de castigarme a través de otros, de sacarme las vísceras y dárselas a los perros.

Y así fue; se imprimieron solo mil copias, y tú tienes una de ellas. Ya ha pasado tiempo desde entonces, tiempo en el que también me encontré con el chofer del autobús, sí, ese que me vio acercarme al editor dos, después de que desparramara sus entrañas con el peso de su vehículo, y que pudo salir de la cárcel pagando una multa. También le hice entender mi obra porque, después de todo, mis perros tienen que comer. Y así los voy a seguir alimentando, con esa carne roja que tanto les gusta, que contrasta con el color plata de sus platos, que se mezcla con las croquetas, que escurre sangre, que saldrá de unos mil sujetos, de diversos orígenes y profesiones, como la enfermera, el estudiante de literatura y el ingeniero que me he topado desde entonces, que están ansiosos por librarse de esa carga que solo yo les puedo ayudar a quitarse, para que puedan mostrar su esencia, y que iré rastreando por los lugares en los que se distribuyó este libro, como esa pequeña librería donde lo compraste tú.

Escape

Todas las veces que me leo, creo que me conozco un poco más, porque es solo a través de la escritura que fluye de los mares de mi mente cuando capto —casi siempre— la forma en que me veo y la forma en que me ven.

Es solo a través de la escritura que logro desentrañarme, verme como soy —y en ocasiones como quiero— para darme cuenta de que, aunque a veces (solamente algunas veces, contadísimas veces) me importa cómo pueden verme los demás, es únicamente con mi espejo con quien quiero estar en paz.

El espejo a veces me persigue; sale detrás de mí, al doblar una esquina; se asoma desde el charco gris de una calle ruinosa, o desde la cima del edificio que me amenaza con el colapso de su estructura. Es entonces cuando necesito narrarme, describirme, reflejarme y hasta decirme… Decirme que la vida no es tan sombría, y que la muerte, aunque descanso último, solo será la solución a mis pensamientos fatalistas cuando me abrace con su calor azaroso.

Así, tras deambular por los callejones imaginarios que muchas veces no tienen salida, llego por fin a ese espacio en donde me siento protegido, con la silla negra, el escritorio café y el teclado de la computadora, frente a esa pantalla que se diluye y emerge cada vez que me envuelvo en el vaivén del plectro, de las ideas, del placer y del dolor solitarios.

Tomo una taza de café o un té de hierbas o un vaso con güisqui —según lo inste mi cuerpo— y comienzo a escribir, con la firme esperanza de que las palabras impulsen mi escape de la realidad que acecha la calma de mis días…  

En este pueblo húmedo

Él iba dejando atrás los cerros llenos de verde espesura, esos que se veían de cerca al llegar a la estación, para ir adentrándose en otros aún más tupidos; el calor que lo envolvía era más intenso, y el aire que lo circundaba profundamente húmedo, como si fuera regresando al vientre materno en una tórrida noche de lascivia. Mientras sentía el sudor escurriendo desde la cabeza hasta el cuello y por debajo de su playera, llevaba consigo el recuerdo de su madre en la cárcel y de su hermano menor en el hospital, con la idea de lo poco que podría saber de ellos inmerso en este lugar enclavado en medio de la Sierra Mixe.

En su andar hacia el pueblo, volteaba por un instante para mirar cómo se alejaba su vida del pasado reciente, lo que hasta ayer era su hoy, en uno de esos autobuses que iba de regreso a su lugar de origen. Al hacerlo, oía una voz que por ahora no quería escuchar, y sentía el movimiento ondulante debajo del vehículo que lo llevaba por el camino, a veces arenoso, a veces lleno de piedras. Pero no iba andando solo. Lo acompañaba un hombre llamado Donaciano, quien había sido enviado para recogerlo en el paradero, y que estaba esperándole desde antes que cayera la tarde. Conducía un auto antiguo, como esos que ya casi no se ven y que evocan el pasado, formado por un conjunto de piezas mecánicas, desgastadas por la inevitable fricción que obedecía a su naturaleza física, ficticia. Las llantas ya no tenían tapones, y la pintura original parecía haber sido roja, aunque ahora solo daba destellos de ese color que algún día lo había hecho verse reluciente. Del espejo colgaba un Cristo que también parecía obsoleto, y las vestiduras delanteras se escondían tras la camiseta del equipo de futbol más popular, ese que todavía provoca a las masas volcarse de manera efervescente para mitigar el tope con la realidad, aunque sea por escasos noventa minutos. De pronto, el silencio entre los dos, que solo se había interrumpido por un saludo entrecortado, cedió ante la voz ronca y viril de Donaciano, que debía tener unos treinta y cinco años.

─ Si vienes de la ciudad después de tantos años esto te va a parecer como el paraíso perdido, porque allá todos están locos -le dijo al momento que apretaba sus manos contra el volante.

Él lo miró sin dar respuesta alguna, aunque con la mirada lo dijo todo; ante esto, Donaciano se quedó callado por unos segundos para luego retomar la plática.

─ Entonces, eres el sobrino de Doña Citlalmina. Yo te miré de chiquito, más que ahora, y de cuando en cuando ella habla de ti y por eso algo te conozco, porque uno sabe del otro nada más mirándole los ojos a quien lo menciona. Ella te quiere, o extraña a alguien que te quiere, y por eso te recibió aquí, aunque por acá casi no llega nadie más que en diciembre, y hasta los fuereños son bien recibidos. Pero viéndote, así como estás, moreno, regordete y hasta con ese bigote que apenas te está saliendo tú sí que pareces de por acá, nada más con ropa de capitalino -concluyó.

Mientras él soltaba una carcajada, Milton observaba desde atrás sus dientes amarillentos reflejándose sobre la anchura del espejo retrovisor, y en ese momento pensó que sería mejor decir algo antes de que le fuera a hacer una pregunta que le incomodara todavía más que ese calor de la sierra.

─ ¿Y usted trabaja para mi tía?

─ Sí muchacho, le hago unos trabajitos aquí y allá, y ella me paga bien. A veces con dinero, a veces con lo que saca de su parcela, y otras con lo que puede… Por esos trabajitos que hago, mis cuates, esos que de veras me conocen bien, me llaman “el tres”.

Donaciano sonrió, esta vez sin mostrar demasiado su dentadura, mientras hacía contacto visual con su pasajero al momento que sobaba su entrepierna sin pudor alguno.

─ Pues yo casi no recuerdo nada de mi estancia en este pueblo, excepto por mis abuelos que según sé murieron cuando yo estuve aquí –dijo Milton con voz tímida y temblorosa, al percatarse del movimiento de la mano del conductor. Esto me parece conocido -agregó, aunque he visto algunas fotos y tal vez por eso el camino me resulta familiar.

Donaciano respondió que él creía que sí debía acordarse, que incluso ya lo había visto a él en más de una ocasión, puesto que llevaba trabajando para su tía casi los mismos años que el muchacho tenía. Mientras su guía continuaba con el relato de asuntos relacionados con sus labores en el pueblo, Milton comenzaba a desprenderse de la conversación para enfocar su mirada hacia los parajes que le ofrecía el recorrido camino arriba; a lo largo de la ruta, podía observar el follaje verde que rodeaba los árboles llenos de pájaros, para dar paso al avistamiento de casas pequeñas de adobe y tabique gris, con techos de lámina clara que se mezclaban con el paisaje, del que sobresalían las dos torres de un santuario color blanco con detalles azul cielo. Luego de un largo rato, por fin llegaron a Santiago, al lugar del cerro con cabeza de perro. El pueblo hervía de vida ese domingo a pesar de que casi era de noche; las señoras estaban de pie al filo de sus puertas, y miraban sin disimulo el auto que rodaba hacia la casa de sus abuelos ─ y que hasta ahora solo era habitada por la hermana menor de su abuela difunta ─ al tiempo que los niños jugaban y corrían por las calles. Al pasar por la plaza principal, descubría un cúmulo de hombres que platicaban y tomaban aguardiente, mientras la banda local ensayaba canciones para la competencia regional que era organizada año tras año.

Al ir dejando atrás el bullicio, iban acercándose más al espacio que con una temporalidad indefinida vendría a ser su nueva morada. Rodearon la iglesia, avanzaron un par de cuadras, y al fin llegaron hasta los límites del pueblo, en una parte silenciosa y discreta donde el alumbrado público parecía menos luminoso que en el resto de lo que hasta ahora le había tocado ver. Donaciano pisó el freno, y se estacionó enfrente de una casa que ostentaba dos ventanas y una puerta negras que sobresalían entre el tono rosa mexicano de la fachada, alumbrada por un foco blanco justo arriba de la entrada. Luego abrió la puerta del auto, y se bajó para ayudar a Milton con su maleta. El muchacho le dio las gracias, y tras un fuerte apretón de manos ─ que dejó al muchacho con un leve dolor entre los dedos─ y una caricia en el cachete, aquel se despidió diciéndole que se estarían viendo por el lugar.

Milton iba a tocar el gran protón negro, cuando se percató de que una de las dos ventanas simétricas que lo conformaban en la parte superior estaba entreabierta; así, se atrevió a empujar el cristal para deslizar la mano entre las barras de metal y alcanzar el pasador para darse acceso. Al empujar la puerta encontró un pasillo sombrío que, como la calle en la que residía toda la casa, solo se encontraba aluzado por un foco empolvado alrededor del que revoloteaban varios insectos en círculos infinitos, engañados por la luz artificial.

─ Hola, ¿tía? -dijo Milton, mientras caminaba con paso lento y sostenía lo poco que había podido traer para su viaje.

Repentinamente, vislumbró una sombra que salía del fondo del pasillo y que se acercaba rápidamente hacia él. La sombra se fue aproximando a la luz y tomó forma de cuerpo humano, femenino, aquel de su tía que al verlo corrió veloz para abrazarlo; Milton no supo cómo responder ante el efusivo recibimiento y solo se dejó querer, sin que sus ojos omitieran el gran escote que dejaba ver dos senos, suaves y enormes, que eran oprimidos contra su rostro mientras se balanceaba y le frotaba la espalda con cariño. Después de varios segundos, que para el muchacho parecieron minutos, se desprendió de él para verle la cara.

─ Te pareces a tu padre -dijo Citlalmina con un tono de molestia, mientras caminaban por el pasillo hacia el fondo de la casa. Hizo una pausa.

─ Aunque supongo que eso ya no importa -continuó; de todos modos, eres más mío y de tu madre que de él; y no te preocupes demasiado, ya se resolverá todo lo que le pasó a ella… Ahorita no puedo ir a visitarla, por el negocio, y por eso le dije que te mandara conmigo, pero tú y yo nos vamos a divertir aquí.

─ ¿Y de qué es tu negocio? –replicó el joven.

─ Pues eso es algo que por ahora no puedo explicarte, pero no preguntes tanto y mejor vamos a tu habitación, ¿te parece? Solo tengo algo que decirte: cuando yo te indique, no vas a poder salir de tu cuarto, aunque no quiero que te asustes ni lo vayas a tomar como un regaño, es solo que luego hay gente por aquí y es mejor si no se les importuna, pero bueno, esta es tu habitación.

Se detuvieron frente a una puerta de madera, pintada de azul y que parecía algo pesada; ante la sorpresa de Milton, su tía la abrió con facilidad y entonces se dio cuenta de que gran parte de la madera tenía huecos, como si un animal de apetito insaciable la hubiera roído por dentro; su tía encendió la luz y lo primero que vio fueron las paredes de adobe, el piso de cemento gris y una cama con un colchón viejo, sobre el que se mostraban unas sábanas enrolladas y unas cobijas algo revueltas.

─ Este pedacito de la casa es tuyo –le dijo su tía. Solo tienes que tender la cama y ¡listo! Le pedí a Micaela en la mañana que lavara bien todo y desinfectara el piso, así que huele bien y está limpio; en fin, te dejo para que te acomodes. Ahí está el ropero.

Citlalmina cerró la puerta detrás de sí mientras Milton se preguntaba quién diablos era Micaela, y se acercaba a la cama para dejar su maleta, y comenzar a acomodar su ropa dentro ese mueble grande y viejo que olía a humedad. Tras terminar de hacerlo, caminó hacia la ventana que estaba enfrente, y que daba hacia un corral; la vista le pareció tétrica, así que prefirió regresar a la cama y sentarse en ella. El lecho cumplió su función y casi sin sentirlo se quedó dormido, ya fuera por el cansancio de la travesía que había recorrido desde su ciudad, o por la carga que su madre había puesto sobre su espalda adolescente de catorce años. Al poco rato regresó Citlalmina, quien al entrar lo vio ahí, tendido en posición fetal, para después acercarse a despertarlo con ternura; Milton respondió, y por un instante creyó que no estaba ahí, que todo lo había soñado, que estaba en su propia cama. El despertar fue a la vez rudo y tierno, y sin quererlo se soltó a llorar sobre el regazo de su tía. Ella trató de consolarlo, sabiendo que estaba triste y confundido, inexperto y solo, y que ella buscaría lo forma de animarlo y hacerlo olvidar, aunque fuera por unos días, que la vida estaba llena de incidentes que ponen a prueba nuestra fragilidad.

Así, tía y sobrino salieron a caminar por las calles de terracería a media luz, que tras varios pasos acelerados se convirtieron en pavimento y luminiscencia al llegar a la plaza del pueblo. Milton observaba a la gente, a todas esas personas que lo miraban como si fuera un ente distinto a ellos, o una aparición extraña, para luego notar que no solo lo veían a él, sino también a su tía, a pesar de que ella escondía su busto descomunal tras un rebozo negro que había tomado de la casa ese domingo antes de salir. Llegaron a una cenaduría y, cuando el muchacho se disponía a sentarse, su tía le dijo que pedirían la comida para llevar, mientras hacía algunos gestos de desagrado que eran correspondidos por la mujer que estaba por atenderles. Tras cruzar solo las palabras necesarias y pagar la cuenta, emprendieron su regreso con dos tlayudas y un par de atoles de grano, que disfrutaron sobre la mesa de la cocina que estaba al entrar; casi no hablaron, mientras el muchacho pensaba en la peculiar distribución de la casa, con cinco cuartos a lo largo de un pasillo y uno más pasando el corral, como si fuera un conjunto de departamentos arreglados dentro de un condominio horizontal. Cada habitación tenía un foco afuera y todos se encontraban apagados, todos eran redondos, y todos eran rojos.

La cena terminó y, tras ser cruzado en el rostro con una foto de la Virgen, el muchacho se dirigió a su habitación y durmió tan profundamente, sin quitarse la ropa, que no soñó ni despertó hasta que el gallo del corral había agotado totalmente su canto matutino al día siguiente. Tras estirar con fuerza todas las extremidades que salían del tronco de su cuerpo, se levantó con el sol entraba por la ventana, lo que le incitó a salir del cuarto. Justo cuando se disponía a abrir la puerta, escuchó ruidos de agua lanzada contra el piso y las paredes, y una escoba que tallaba sin cesar; se asomó por la rendija de la llave y alcanzó a ver una falda café, que cubría unas nalgas onduladas que se contoneaban de un lado de otro. Al ver esto, despegó rápidamente el ojo de la cerradura pensando que no estaba bien verle el trasero a su tía, aunque después de un instante de vaga reflexión volvió a ceder ante su voyerismo incontrolable, y miró de nuevo. Esta vez vio unas piernas delgadas, con una piel primorosa que parecía bronceada por los mismos rayos de calor que entraban por su ventana, y unos brazos con similar presentación que sostenían un palo de madera y se movían al ritmo de una cumbia que súbitamente comenzaba a sonar. En eso, se percató de que alguien se acercaba a la puerta, y regresó corriendo a la cama para echarse rápidamente y simular que todavía estaba dormido; la puerta finalmente se abrió, y apareció la figura de Citlalmina.

─ Levántate ya, muchacho -dijo con voz dulce pero determinante. Hay que desayunar y hacer varios quehaceres antes de que el negocio abra -remató, al tiempo que se alejaba por el pasillo.

Tras salir de la habitación, lo primero que descubrió fue la cara de esas piernas y esos brazos que apenas y había visto; se trataba de Micaela, la joven que ayudaba a su tía en la limpieza de la casa, entre otros menesteres. Al encontrarse con sus ojos sintió una sensación placentera y extraña que emanaba desde adentro de su estómago, y que se intensificó cuando ella le sonrió y se volteó lentamente para seguir con sus labores. Citlalmina se dio cuenta, y ante ello le pidió que fuera a la tienda que estaba en frente de la casa a comprar miel y fruta. Milton fue y regresó lo más rápido que pudo, entusiasmado por llegar a ver ese rostro que tanta emoción le había causado. Sin embargo, cuando arribó ella ya no estaba a la vista, como si hubiera sido un espejismo que se había desvanecido en el oasis del deseo. Le iba a preguntar a su tía por ella cuando Citlalmina sacó una toalla, un jabón pequeño y un zacate, y se los entregó enérgicamente en las manos.

─ Es hora de que tomes un baño para que luego desayunes -dijo, mientras le señalaba el lugar en el que estaba la regadera.

El muchacho se dirigió al lugar, para encontrarse con un cuarto húmedo y pequeño, totalmente forrado con cemento gris, en el que una de las esquinas superiores fungía como hogar para una araña grande y negra, de patas largas y cuerpo ovalado que brillaba de forma intermitente con la poca luz que se introducía por el lado de la puerta, como si un ojo le estuviera guiñando en medio de la oscuridad acuosa, insinuándole que se acercara. Siguiendo su enigmático encanto, entró, se desnudó lentamente, y abrió la llave de la regadera para refrescarse con el agua tibia que apaciguaría momentáneamente el calor de su cuerpo, ese que no solo había sido ocasionado por los estragos del clima.

Al salir, fue a vestirse y regresó a desayunar en la misma mesa en la que había cenado, sobre la que alguien le había dejado unos panes de nata y atole con fruta. Terminó de almorzar ─ pues ya era pasado el mediodía─ y decidió entonces recorrer la casa. Quiso abrir la primera habitación, pero estaba cerrada con llave; así pasó a la segunda y la tercera y en las tres encontró el mismo impedimento para entrar, hasta que llegó a la cuarta, en donde descubrió a su tía en camisón, peinándose y maquillándose frente a un espejo. Él sintió cierta vergüenza, y trató de alejarse despacio para que ella no lo notara, lo que hizo caminando hacia atrás. Después de varios pasos que lo dirigían hacia la puerta de la casa, chocó suavemente con otro cuerpo, que se percibió más fino y ligero; era el de Micaela.

Tímidamente le pidió disculpas, a lo que ella nuevamente replicó con una simple sonrisa; sacó una llave, abrió la puerta de la segunda habitación, y se metió en él mirando de reojo al muchacho, para cerrar tras de sí toda esperanza de contacto visual. Entonces, él pensó que sería mejor conocer el pueblo.

Así, salió de la casa y caminó hacia la plaza, solo para notar que la gente lo seguía mirando de forma extraña; recorrió varias calles, entró a la iglesia, escuchó una aburrida misa de más de una hora que casi lo hizo quedarse dormido en la banca, salió de ahí y se topó con la misma banda de músicos que había visto al llegar. Se quedó un buen rato viendo como ensayaban, con sus tambores, guitarras e instrumentos de viento. Luego, le dio hambre y fue a buscar algo de comer, pues ya eran casi las cinco de la tarde. Se dirigió a un puesto de tacos, pidió una orden de tres y, al hacerse hacia atrás para buscar un lugar donde sentarse chocó nuevamente con un cuerpo casi de manera accidental, pero esta vez no era uno delicado, sino más firme y grande que el suyo; era el de Donaciano.

─ Hola muchacho, ¡qué hay! –dijo, tomándole los hombros con fuerza, y dándoles un masaje que rayaba en opresiones dolorosas.

─ Nada, aquí comiendo, con permiso –dijo Milton.

─ Al rato te veo por allá muchacho, a ver qué se arma con tu tía; acuérdate que si piden al “tres” me tienes que avisar eh –ultimó Donaciano mientras se alejaba con una carcajada que ensanchaba su boca más de lo que el joven había imaginado.

Milton terminó de comer, y pensó en regresar a casa de su tía cuando de pronto vislumbró un salón de billar. Lleno de curiosidad, llegó hasta la entrada y se asomó, con ganas de entrar, pero sin saber si debía hacerlo o no. Alcanzó a divisar que solo había hombres, algunos más viejos que usaban sombrero, y otros más jóvenes que escondían su cabello despeinado tras una gorra. Comenzaba a desprenderse de la entrada cuando llegaron otros dos muchachos que lucían más o menos de su edad, y que se pararon frente a él para mirarlo de arriba abajo.

─ Tú eres el sobrino de Doña Citlalmina, ¿no? – le dijeron.

─ Sí, pero ya me iba -contestó Milton.

─ No, ¡cómo que te vas! Si apenas va empezando esto; como es lunes se va a acabar temprano, pero pásate con nosotros para que conozcas a todos los clientes de tu tía -dijeron mientras lo llevaban hacia adentro con risotadas.

Milton, con su acostumbrada timidez, entró con ellos para descubrir un mundo del que solo había oído hablar, ese donde había humo de cigarro, mucho alcohol en pequeñas mesas de metal, y gente que reía o lloraba mientras tenía puesta la máscara de la embriaguez. Se acercaron a la barra, y sus nuevos compañeros pidieron tres cervezas; voltearon a ver al muchacho citadino y le ofrecieron una, que, aunque no era la primera en su vida, sí representaba su iniciación alcohólica en público. Después de varios tragos, Milton comenzó a sentirse más relajado y bienvenido, para dejar atrás el peso de esas miradas que le daban en la calle y dar paso a las palmadas en la espalda y los apretones de mano. Además, para su beneplácito, todos ahí parecían ser demasiado amables con él; lo invitaban a jugar billar, o más bien, a intentarlo por primera ocasión; le ofrecían mezcal y botana, y nadie le cobraba un solo centavo por ello. A él no le importaba pensar por qué, y se limitaba a sentirse algo mareado, risueño y disipado. A pesar de todo, no estaba tan borracho; veía ligeramente borroso y le costaba trabajo enfocar la vista, pero todavía podía ver en su mente a Micaela, abrazarla, acariciarla y rendirle su amor mientras seguía el escándalo de la cantina. Finalmente, cuando ya estaba tan oscuro como ese día anterior en el que había llegado, se abrió camino entre la gente para ir al baño del lugar, que era pequeño, con un mingitorio y una taza, y se encerró en él para descansar un momento y asimilar todo lo que estaba ocurriendo. Recargó entonces su brazo izquierdo contra una de las paredes, mientras trataba de desabotonarse el pantalón con la mano derecha, para así liberar ese chorro de confusión que le había hecho darse cuenta que no sabía que estaba haciendo ahí. Tras sacudir de sí la última gota de alivio, trató de salir discretamente del baño para luego escabullirse del lugar, lo cual no fue tan difícil como había creído pues cada persona en el lugar estaba ya en lo suyo, ya fuera tomando, ya fuera sonriendo, ya fuera llorando, o incluso durmiendo.

Al salir, el viento le propinó una bofetada que al inicio le causó un mareo nunca antes experimentado, y luego un vómito tan imprevisto como ineludible, acompañado de ese dolor de principiante que sale desde el estómago para impulsar con fuerza los adentros hasta la garganta y terminar su cauce en el piso. Tras reincorporarse y reponerse del susto, Milton emprendió su regreso a casa de la tía Citlalmina tan rápido como pudo, con la esperanza de que su estado no lo traicionara y lo hiciera seguir una ruta que no fuera la suya. Eso no sucedió, y unos minutos después llegó a esa casa rosa con el portón negro, solo que notó algo diferente: el foco que se encontraba en la fachada ya no emitía una luz fría, sino más bien cálida, o caliente, o roja. No reparó mucho en ello y se precipitó hacia la puerta, empujando nuevamente la ventana para poder abrirla. Entró, y no supo si lo que estaba viendo era real, o si formaba parte de esos sueños sicalípticos que había estado teniendo desde hacía varios meses, en los que se despertaba con ganas de descargar su néctar púber con prisa. El pasillo era el mismo, y los insectos continuaban su volar alrededor de la primera bombilla, aunque las otras que a su llegada habían estado apagadas ahora estaban encendidas con tal intensidad, que parecían emanar fuego, un fuego que le hizo recordar una vez más las caderas, las piernas y los brazos de Micaela pero, sobre todo, esa sonrisa que se dibujaba entre sus labios, esos labios que imaginó tener entre los suyos, enredado entre sus piernas, anidado alrededor de sus brazos.

Esas imágenes oníricas atrapaban su mente cuando de improviso escuchó voces afuera, voces que entraban en su sueño y en la casa de manera inesperada, haciéndole retomar una pizca de realidad. Así, torpemente se deslizó por debajo de la mesa que estaba a la entrada para evitar ser notado, y vio que dos de los hombres que había visto en el billar hacían su incursión hacia el pasillo. Ante ello, escuchó una voz femenina, que supuso era la de su tía; ella se detuvo ante los hombres, quienes respetuosamente se quitaron los sombreros, y les preguntó qué iban a querer. Su estado, aunado a la posición de tortuga a medio morir que asumía debajo de la mesa, no le permitieron entender con claridad lo que estaban diciendo, pero notó que tras pagar algún dinero se fueron hacia las habitaciones que estaban a lo largo del pasillo. Cuando las voces callaron y una puerta abrió para cerrarse con ansia inmediatamente después, Milton pensó en salir de su madriguera para irse a su habitación. Comenzó entonces a deslizarse lentamente hacia atrás con los antebrazos y las rodillas procurando no hacer ruido, al momento que su codo se encontraba con la pata de una silla.

─ ¡Ay! –dijo con un tono quejumbroso, mientras terminaba de salir, y trataba de incorporarse a su forma bípeda con otro mareo, esta vez menos violento, que le obligó a sostenerse del respaldo de una silla para luego sentarse en ella. Solo quería descansar un poco, pero Hipnos y Mayahuel le abrazaron con tal fuerza que no le quedó más remedio que recargar la cabeza sobre sus brazos cruzados, que ya reposaban por encima de la mesa. Entre sueños levantó la mirada, vio a Micaela bailando, se imaginaba que estaba con ella. Sonreían, mientras lo tomaba por debajo de los hombros para llevarlo casi a rastras a lo largo del pasillo. Pasaban por una puerta, tal vez dos, quizás tres; entraban a la habitación. Frotaban sus rostros con vehemencia; su piel era tersa pero firme, gruesa; lo estrujaba, le quitaba la ropa, lo tumbaba en la cama, le metía la lengua en el oído, sentía su peso sobre la espalda, su olor lo penetraba, el malestar se transformaba en placer, se quedaban dormidos…

A la mañana siguiente, Milton despertó en un viejo sillón con un intenso dolor de cabeza y una nueva sensación en el cuerpo; confundido, se levantó y, antes de salir, echó una última mirada a los cuerpos de Donaciano y Micaela, quienes yacían desnudos en la cama con las sábanas envueltas entre sus piernas. Al otro lado de la puerta, su tía lo esperaba con el teléfono en la mano. Era su madre llamando desde la cárcel.

Continuará…

De Hipnos y Tánatos

No sé cuánto tiempo llevo aquí, en esta oscuridad a medias. Puedo moverme poco, o más bien inclinarme hacia adelante a causa estas cadenas que me sostienen. Al menos no siento frío, y debe ser por esa fogata que escucho detrás de mí. Apenas ahora es que tengo conciencia de ello, de que estoy encerrado en algún lugar. Me está dando sueño, mucho sueño… Empiezo a imaginarme las nubes, algunos árboles robustos y otros flacos alrededor de la zanja; el viento inquietando las hojas, llevándose todo, todo a su paso, hasta mis memorias.

Creo que empiezo a despertar —¿o seguiré soñando?— pero otra vez no sé nada del tiempo. Siento que puedo abrir un poco los ojos. Están pesados, los párpados pesan como dos palas pegadas una contra la otra, como esas que se utilizan para trabajar el campo. Alcanzo a distinguir entre mis pestañas algo distinto a esos puntos de colores difusos sobre un fondo negro que siempre veo. Es una pared rugosa, color café profundo, con sombras. Trato de abrirlos más y me duele, me duele ver. Pero tengo que hacerlo; no sé nada, ni donde estoy ni quien me puso aquí. Tengo que empujar las palas con más fuerza, como cuando se clavan entre la tierra para sacar las piedras desde el fondo, mucho más allá de lo que se percibe en la capa primaria que cubre al mundo. Otra vez jalo, abro, empujo. Al fin lo logro. ¡Me arden! ¡Qué he hecho! Nunca debí hacerlo; mejor los cierro otra vez. Los aprieto hasta que lloran, se limpian, se secan. Los relajo con el resto de mi cuerpo para dejar que lleguen las pocas imágenes que tengo del campo… El agua corriendo entre los surcos, el viento deslizándose sobre las hojas del sauce, el sol brillando sobre la superficie de un espejo azul profundo.

Duermo. Luego, el despertar se vierte sobre mí con la rutina de los días, con toda esa carga de desesperanza adjunta. Mi ánimo —como lo que pienso— está lacio, exánime, al momento que recuerdo el intento que tuve de apartar mis pestañas. Creo que tengo que hacerlo. Debe haber algo. Voy a intentarlo una vez más, ahora lentamente, con la paciencia de las semillas desperdigadas cuando esperan la primera lluvia del año. Así, muy bien, vas bien. Ya casi. Me siguen ardiendo pero ya es más soportable. Veo borroso, nebuloso, lóbrego. Me empiezan a salir lágrimas, lágrimas de agua cristalina que me dificultan la vista pero que atemperan esa zona frontal que refracta la luz, como la lluvia que impregna vida sobre las semillas secas. Se escurren desde su origen hasta caer en mis piernas, dejando su rastro al recorrer mi rostro. Reconozco con un asombro inexplicable también mis brazos, mis manos, el resto de lo que parece pertenecerme. ¿De dónde vino todo esto, este cuerpo que ni siquiera sé si es mío? Ya no recuerdo… Noto que tengo dos cadenas, o una, que me ata el cuello y la cintura al piso. Empiezo a mover los dedos de las manos, los aproximo a mis ojos para tallarlos suavemente, como si hubiera salido de un sueño eterno. Por fin puedo ver frente a mí como solía hacerlo hace no sé cuánto. Observo la pared mientras trato de voltear mi cabeza hacia atrás, pero me duele el cuello; se siente rígido, como si fuera a quebrarse. Decido quedarme así, viendo hacia el frente, hacia un grupo de sombras que se filtran a través del fuego por encima de mí, como si hubiera otra pared detrás. Son sombras extrañas, irreconocibles, que no sé si me ayudan o me estorban, ¿qué es eso? ¿Qué lleva en encima? ¿Por qué se mueve de esa forma? ¡Son muchas! Van y vienen, todas ante mis ojos ¡No las soporto! Mejor los cierro, apago mis ojos, apago las sombras; los cierro fuertemente, lo más fuerte que puedo, y en seguida los distiendo paulatina, suavemente, hasta que vuelvo a ver los puntos de colores difusos sobre el fondo negro. Otra vez imagino las nubes, la zanja, los árboles… Escucho algunos sonidos que se desvanecen con mis ganas de quedarme despierto.

Parece que han pasado días, semanas, siglos. Abro por segunda vez los ojos y ya puedo ver las sombras proyectadas en la pared por más tiempo. La tercera, la cuarta, la quinta; ya juego a adivinar de dónde vienen, qué cargan, cómo se mueven desde el inicio hasta el fin de la pared, qué dicen. Ahora despierto y duermo, y sueño con las sombras —creo que ya no recuerdo otra cosa— y duermo, y despierto una vez más, como hoy. ¿Será de día o de noche? —Me pregunto— mientras sigo aquí, de cara a la rugosidad de la cueva, sin levantarme. Hace tiempo que ya abro y cierro los ojos a voluntad; parpadeo, los tallo. Las sombras son mi mundo. He visto algunas que se parecen a algo que tal vez he visto; otras se asemejan a seres como yo —según creo— solo que caminan erguidas. Puedo ver sus extremidades, su torso, a veces solos, a veces con algo a cuestas. Me reconforta verlas —aunque algunas de ellas me causen cierto horror—. Las he visto tanto tiempo que a veces dudo si son solo sombras u objetos, los objetos de ese mundo en el que vivo. Poco a poco me voy acostumbrando a ellos, al movimiento limitado, a la pared áspera, a la oscuridad parcial, a esta cueva en la que me encuentro. Estoy convencido de que mientras siga seguro no necesitaré moverme, y de que mientras los objetos sigan su paso no me sentiré solo. Lo que vea en esa pantalla de piedra estará bien. Esas imágenes están ahí por alguna razón, de la que antes dudaba pero que ahora simplemente me motiva a abrir los ojos de nuevo. Recibo lo que necesito; duermo y despierto, vivo y observo, con eso me basta por ahora. Debo estar agradecido por ver los objetos pasar —y cuya voz quisiera escuchar a veces, solo para reconocer la mía— esos que conforman mi mundo y que me guían para saber quién soy. ¿Y quién soy? Mi sombra, o mi objeto, o eso que se ve sobre la pared de la cueva. En ocasiones siento que el piso y las paredes se mueven, pero no quiero darle mayor importancia; seguro es lo normal —¿o será una advertencia? —. Me siento satisfecho a causa de todas las cosas que pasan frente a mí, porque ya no sueño lo de antes, solo lo que es —¿real?—, lo que veo.

Creo que me entusiasma mucho abrir los ojos para encontrarlas, aun si hay momentos en los que quisiera salir de aquí, moverme, solo para ver si hay algo más. Pero empiezo a ver mi mundo en la pared y ya no me parece relevante —¿o solo rehúyo? —. Cada día transcurre exactamente igual: duermo, despierto, abro los ojos, los tallo, miro, pasa una cosa, otra, me río, me aburro, duermo, despierto, duermo, duermo, duermo…

Y hoy desperté una vez más, pero hay algo que me mueve las entrañas, algo inusualmente distinto; no sé qué es, pero lo siento, se tensa alrededor de mi abdomen, sale de la cadena que me sostiene. De pronto, la cadena se hace más larga, se expande, dándome más libertad. Pero no me muevo, sigo donde siempre. No tengo por qué moverme. Hasta ahora he estado bien. ¡Maldita sea! Hay algo que casi… Casi me obliga, no sé qué sea, pero tengo ganas de impulsarme, de ir más allá de este confinamiento forzado. Hay un haz de luz que no había visto antes, que observo brevemente de reojo mientras trato de torcer mi cuerpo —¿podré levantarme? —. Trato en vano de elevarme; mis piernas están ahí, pero no responden. Me han mantenido demasiado tiempo arrodillado. Toco la pierna izquierda con mi mano derecha; la froto, y me doy cuenta de que la puedo estirar un poco, solo lo suficiente para cambiar —¡por fin!— de posición. Ahora hago lo mismo con mi pierna izquierda, y también la estiro, un poco más que la otra; ambas salen, se regocijan al zafarse del yugo del piso rasposo de roca suelta, de polvo viejo, de tiempos añejos y de objetos en la pared —hoy tengo miedo, más miedo que otros días. Intento levantarme por primera vez. Sigo de frente a la pared rugosa. No puedo. Es como la vez en la que quise abrir los ojos después de mi ceguera total, solo que peor; las piernas no me arden, pero parecen estar dormidas, tiesas, muertas. Sigo buscándolas con mis manos y noto que —a pesar de todo— empiezan a sentir, como yo. Esta vez tomo todo el tiempo necesario, incluso cuando siento que una fuerza externa —¿o vendrá de mí — me apresura. Casi siento curiosidad por salir de la cueva. Pero ¿qué me espera? ¿Será algo mejor? ¿O será el fin de lo que tengo? Más vale no seguir, mejor aquí me quedo; prefiero sentirme seguro que buscar lo otro, eso que me saque de aquí, que me haga ponerme de pie y caminar… Quiero dormir otra vez, quiero olvidar esa fuerza que me empuja, quiero seguir viendo esas cosas que me tranquilizan y me hacen abrir los ojos; espero que esa nueva luz ya no me moleste. Pero lo hace, me fastidia. Trato de ignorarla —aun cuando muchas veces quiero saber de qué se trata— y sigo aquí, arrodillado, adormilado, reservando mis fuerzas solo para despertar sin desplazarme.

Pero a veces es imposible evitar moverse, simplemente porque se presenta una oportunidad —única— para hacerlo.

A causa de este impulso que a veces controlo, ya no solo estoy de rodillas, puesto que he aprendido a sentarme; muevo mis piernas hacia atrás y hacia adelante, y ya se miran más vivas, más activas. Comienzo a flexionarlas y a estirarlas con mayor frecuencia. Al sentirlas, trato de ponerme de pie, y me elevo lentamente al tiempo que me balanceo, para caer sentado frente a la pared de color café profundo. Pareciera que apenas estoy aprendiendo a caminar. Ese muro estriado ahora refleja el fulgor del fuego: me mira de regreso a través de todas las cosas que contiene y mediante las que aprendo todo lo que necesito saber para seguir viviendo aquí. Al pasar de otros días, otras semanas, y otros siglos, casi sin darme cuenta logro voltear el cuello, estirar los brazos, y recargarlos sobre el piso, provocándome una sensación diferente por el solo hecho de haber cambiado ligeramente de posición. Ahora me recuesto —las cadenas ya me lo permiten— y trato de arrastrarme con los brazos para dejar de advertir las cosas de siempre y ver la otra pared, la de atrás ¿o será la de enfrente — la que esconde el fuego. Voy deslizándome sobre mi estómago, tragando tierra y sintiendo el polvo adentro de mis ojos, como si cayera sobre mí un castigo por seducirme a mí mismo con el hambre del conocimiento. Es duro moverse, tanto como las piedras que voy rozando, pero el impulso crece, se abre camino entre mis temores, y casi me fuerza a intimar con el otro lado de la cueva. Vislumbro la luz, esa que al principio se asomó detrás de mí y que ahora se siente más próxima. Casi llego hasta ella pero ya no puedo; empiezo a sentir el cansancio metiéndose entre los dedos de las manos y los pies cual xilófagos royéndome los huesos. Me detengo y dejo caer lentamente mi cuerpo, me recuesto hasta reconocer la tierra en toda la piel, que se rasca ligeramente sobre ella, la asimila, la siente. La cadena ya no me oprime como antes. Logro estirarme. Todo indica que me voy quedando inerme, mientras los insectos se nutren del cuerpo que estaba en movimiento por efecto de ese aliento interno.

Despierto, sintiéndome seguro de haber dormido menos tiempo, ya que mis continuos deseos de letargo van cediendo ante la inminente necesidad de ver el fuego, de tocar el rayo de luz. Alzo la cabeza y lo miro. Me siento primero acogido; luego atraído, embelesado. Me arrastro mansamente para llegar a mi objetivo y noto que lo que lo oculta no es precisamente un muro, sino más bien un montón de rocas y tierra que parece elevarse gradualmente; entonces, me arrodillo para luego impulsarme ayudado por el cúmulo de piedras, y tras varios intentos finalmente logro ponerme de pie. Casi exhausto, levanto la cabeza. ¡Qué es esto! Es… Sí, efectivamente es algo que parece conducirme hacia el origen del haz luminoso, que me lleva hacia arriba. ¡Es un ascenso escarpado! Uno de piedra, áspero, como la pared. Camino, me trepo con mis cuatro extremidades, mientras la cadena se alarga tras de mí cual larga cola de un reptil. Al hacerlo, me recorre una fuerza que se torna familiar y lejana a la vez; trato de recordar el sol del campo, pero la emoción de subir acapara toda mi energía, mientras advierto que solo quedan cenizas de lo que alguna vez fue una fogata al otro lado de la subida escarpada.

Comienzo a escalar, primero apoyado sobre mis manos y pies, y luego solo utilizando mis piernas. La luz es cada vez más fulgurante. Siento un ardor intenso en los ojos; me cubro el rostro con la mano derecha sin dejar de avanzar. Diviso una abertura amplia, de contornos filosos, que se asemeja a la boca de una serpiente hecha de luz y que me llama para darme el fruto del conocimiento con su apariencia seductora. Siento que todo lo que fui, lo que supe, lo que me dijeron los objetos en la cueva se diluye en un mar de sensaciones nuevas, que invaden mi columna vertebral a través de las cadenas. Sigo andando; al fin llego. Poco a poco saco la cabeza a través de la abertura, tapo mis ojos, los abro y cierro constantemente para no lastimarlos. Nuevamente me arrodillo para esconder el rostro de tanta luminiscencia. Después de algunos instantes por fin puedo ver —¿será acaso el Paraíso Perdido?— ¡Cuánta belleza! Tras esos días, semanas y siglos entre paredes rugosas, fuego y el pasar de las cosas frente a mí, me encuentro con el día, con los sauces, con las nubes en el espacio azul celeste y el viento que no solo se desliza sobre las hojas de los árboles, sino también sobre mi piel. Veo las aves volar sobre las copas de los gigantes de madera; cuento conejos brincando entre los surcos de un sembradío como el que alguna vez trabajé, y vislumbro un lago sobre el que juguetean los rayos del sol, libres de pudor y de cadenas, como estas que siguen incorporadas a mi cuerpo. Contemplo todo mientras me siento inundado por una profunda melancolía.

Me tranquiliza poder contar los días y las noches, y al cabo de un rato el día se ensombrece paulatinamente hasta devenir en calma oscura, haciéndome mirar hacia arriba para descubrir las luciérnagas del vacío, que con su distribución en la inmensidad del espacio dibujan formas y definen destinos. Me recuesto a orillas del lago para observarlas, en un estado de paz absoluta que jamás había experimentado, que penetra suavemente cada poro, cada célula, y que llega hasta el polvo compactado que integra cada uno de mis huesos. Cierro los ojos, pero esta vez no porque me ardan, sino porque deseo dejar que la oscuridad dé paso a las imágenes, esas que evocan lo que he visto y que ahora se mezclan en un espacio onírico de mi ser, que se desahogan en mi mente para trascender mi cuerpo. Empiezo a flotar sobre una cama de agua. Sin mirar, estiro mis extremidades y siento esa atmósfera acuosa, estable; me relajo totalmente durante algunos momentos, tantos que casi duermo de nuevo por primera vez desde que salí a este mundo. Quisiera quedarme así tantos días, tantas semanas y tantos siglos como los que gasté en la caverna. Quisiera quedarme inerte hasta el fin del tiempo, en una flotadura apacible. Las cadenas que llegan a mi cintura y a mi cuello ya no se sienten rígidas, metálicas, sino más bien tersas, tibias, flexibles. Todo a mi alrededor es placentero y cálido, húmedo y agradable. Pero de alguna manera sé que esto no va a durar para siempre.

Empiezo a mover mis dedos sin pensarlo, incitado —otra vez— por una necesidad de desplazamiento, y con ello percibo el agua del lago. Me percato de que el entorno es más denso de lo usual, y creo que puedo nadar, aunque solo alcanzo a patalear un poco y a estirar levemente mi cuerpo. Entonces, me doy cuenta de que estoy dentro de otra cueva; pero esta vez no siento el aire ni el fuego, solo el agua. No puedo ver, aunque me percato de que sí puedo oír algunos ruidos y palpar poco a poco la superficie que me rodea. Sigo atado a esta cuerda; no entiendo por qué —aunque sé que eso ya me había ocurrido antes—. Me inquieta el recuerdo de haber sentido una más gruesa y más rasposa alrededor del cuello, a pesar de que piense que esta vez no me hará daño, al menos no mientras mantenga la cabeza casi estática, los brazos cruzados y las piernas encogidas; con esa lógica, trato de no agitarme y desenvolverme lentamente. Ya más calmado, construyo imágenes de mi propio cuerpo, de aquel que fue en la otra caverna, pues percibo que este que ahora ostento es más frágil y pequeño. Una vez más me voy quedando dormido…

Luego del coma efímero, despierto, y reconozco que tuve un sueño, un sueño en el que extendía mis brazos para salir. Una vez afuera, corría entre los surcos de maíz con los pies descalzos; iba sintiendo el sol caer en mi cara y apresurándome para llegar a la casa de adobe pintado de rosa con tejas rojas, con focos blancos de día y rojos de noche, en la que había pasado algunos momentos importantes de mi vida. Al arribar, divisaba a una mujer madura, sentada en un tronco de madera con un vestido que permitía que sus senos respiraran, y que lucían tan naturales como los cerros que imponían su presencia al bordear el lugar; ella me sonreía y yo le respondía con un beso en la mejilla; salía de ese pueblo lleno de calles empedradas y gente del campo, mientras todos los rostros que me habían visto pasar transitaban por mi mente. Llegaba a la capital del país, conocía mi primer amor, entraba a la universidad; estudiaba hasta el cansancio, devoraba libros y comenzaba a crear ideas sobre progreso y justicia, obtenía el título ingeniero agrónomo y encontraba mi primer trabajo, luego… Luego el sueño se detuvo, y desperté nuevamente aquí, sin abrir los ojos, sin ver esa luminosidad que tanto añoro.

Ahora que dejo mi somnolencia atrás, trato de ir hacia adelante para llevar a cabo mi plan onírico; comienzo a agitar mis extremidades, empujo con toda la fuerza que tengo, ejerzo presión en mi cuello y la cuerda se tensa con el movimiento, pero eso no me hace parar; pataleo, y pasa un rato sin haber conseguido lo que buscaba. Entonces, trato de patear más fuerte, me sacudo con mayor intensidad, y de tajo descubro que he roto una barrera y que el agua comienza a desbordarse. —¡Estoy asustado! ¡Siento que me asfixio! — Mejor ya no me muevo, estoy mareado, agotado, sin aire.

En un estado inánime alcanzo a escuchar algunos gritos, y recuerdo la última vez que tuve una sensación similar, allá entre los cafetales de Santiago Ixcuintepec, cuando por no ser cómplice de una trampa para que la compañía en la que trabajaba se hiciera de unas tierras, me colgaron de un árbol con unos campesinos. Ahora sé que después de eso desperté en la caverna. Advierto la memoria confusa; todo lo que he vivido se vuelve ante mí como una serie de fotografías instantáneas, en un álbum que se hojea página tras página sin detenerse a contemplar las imágenes, solo figuras borrosas. Alcanzo a distinguir las siluetas de la gente, de los objetos en la pared de la caverna; escucho la profunda resonancia de un pueblo sin ruidos y, paulatinamente, empiezo a percibir claridad a través de una abertura que cada vez se hace más grande. Ya no siento las paredes de ese cuerpo que me aislaba, y en su lugar encuentro unas manos que me van sacando de ese espacio que me hospedó durante algunos días, algunas semanas, algunos siglos.

Entonces, ya no percibo agua, solo aire transitar por mi piel; justo cuando creo que me voy a quedar dormido, siento un golpe repentino. Lloro, no sé si de tristeza o de felicidad, pero sigo vivo. El llanto comienza a desaparecer y, al elevarme en el espacio y caer entre sábanas blancas, de algodón, juzgo mi alma apacible, mientras logro percibir que la conciencia se va desvaneciendo sin dejar rastro ante la luz…