No sé, en verdad no lo sé. Pensé que lo sabía, pero ahora sé que no, que todo fue un juego de mi mente, un espejismo, lo que crees saber y que te arrastra por el lodo cuando te das cuenta de que no lo sabes, porque creer que sabes es peor que no saber. Las aguas de la soberbia te cubren hasta llevarte a la cascada de la ignorancia, en una caída libre que a veces dura de aquí al infierno y otras —si tienes suerte y un mínimo de inteligencia— solo hasta el centro de la Tierra. Yo nunca pensé que esto me ocurriría a mí, a mí, que ya con mis siete septenios pregono que lo he vivido todo, que lo he visto todo, solo porque me atreví a hacer más que el promedio de la gente, como tú, o como él, o como toda la masa humana que satisface sus horas de ocio con algo que no es suyo, que se ve reflejada a través de una capa de plasma, y que llena sus vidas con horas-trabajo para que otros se colmen de billetes, para que nos sigan contemplando a nosotros, sus esclavos, comer de su mano y seguir sus normas. Yo pensaba que yo no era así, pero hoy lo supe; lo tuve claro cuando me encontré con varios editores para saber qué les había parecido la copia del libro que les había enviado semanas atrás; sí, de este libro que estás leyendo, pero no fue ahora ni aquí, sino en otro tiempo, que cambia segundo a segundo como el tuyo; que la muerte se va robando a pedacitos o a grandes bocanadas, sin detenerse, sin pausa, sin punto y coma hasta desembocar vertiginosamente en el punto final.
A pesar de esto, de lo que soy en este momento, soy mejor de lo que fui cuando escribí este texto, que no me atrevo a llamar obra; ya algunos críticos han hecho lo suyo y lo han destrozado o lo han alabado, por razones personales o profesionales, subjetivas o lógicas, por intereses económicos o simples preferencias de estilo. Pero ellos solo pueden ver y ver la superficie, solo ven la tinta impresa en la hoja, las hojas secas cubriendo la tierra, porque nunca podrán entender lo que pasó por mi seso cuando tecleaba, y tecleaba, y tecleaba. Tú sí, no porque seas extremadamente analítico, o porque hayas leído a Sartre, Kant y Heidegger, y creas que también los hayas entendido; o porque sepas inglés medio y hayas hecho un extenso ensayo sobre las cinco, seis o siete virtudes caballerescas; o porque hayas memorizado todas las partes del organismo por dentro y por fuera, y hayas experimentado con cuerpos abandonados para saber reparar las piezas rotas del sostén del alma; o porque hagas puentes, máquinas y edificios que la hormiga construye sin haber pasado cinco años, o más, en la universidad. Tú sí lo entenderás porque te lo voy a confesar en estas líneas, y nada más por eso.
Solo debo advertirte que esto ya lo dije antes, pero no hice tanto preámbulo; fui visceral y solo lo dije, y actué por haberlo dicho, por haber revelado este secreto que ya no es, o sí, ya que a pesar de que alguien lo escuchó no lo puede contar, no lo puede escribir ni tampoco actuar tal y como yo lo hice, porque existió en otra época, en otro periodo que fue el de este libro, el de mi memoria perdida, el de la hora cero. Y para revelarlo, yo elegí a muchos, a cualquiera, a alguien que por accidente leyera esto que escribí; pero a partir de este punto, yo ya no te escojo a ti, ya no soy responsable por ti, tú me elijes a mí, porque sigues descifrando estas líneas mientras las lees, porque no quieres dejarlas en la plana materia de la hoja de papel, y quieres que existan, que formen parte de tu microcosmos metafísico, que tu cerebro las engulla.
Eso quisieron los editores, así que tuve que hacerles evidente la esencia de lo que hice, porque aunque sé que en un principio lo entendieron, luego se les olvidó, y ya solo querían vender un producto, un producto de mi mente. Pero toda revelación tiene una consecuencia, la petite mort borra la inocencia, la palabra hablada arrasa al silencio, el pensamiento aniquila la tranquilidad, y la tranquilidad aparente —que nunca deja de ser acechada por la incertidumbre— solo se alcanza en momentos de plena calma o de absoluta estupidez. De cualquier manera, ellos también sufrieron las consecuencias de saber algo, por insignificante que haya parecido, que les transmití con la única intención de lograr el entendimiento de mi trabajo, que inicialmente escribí solo para mí pero que dejé que uno de ellos publicara, y que tú insistes en seguir leyendo.
Era un día como hoy, como ayer, como mañana, envuelto en mi visión futurista-fatalista, no porque posea las habilidades de Tiresias, sino porque siempre repito la misma rutina: me levanto a rastras, tomo agua, voy al baño, me siento en la taza, trato de evacuar, no puedo, camino un poco, me vuelvo a sentar, a últimas lo consigo, me siento aliviado. Me baño, trato de sentirme mejor, me visto, le doy de comer a los perros, devoran hambrientos —no porque les dé poco, sino porque disfrutan la carne, esa carne roja que contrasta con el color plata de sus platos, que se mezcla con las croquetas hasta formar una aglomeración acuosa, que suelta un poco de sangre, sangre que los pone frenéticos. Provoca que les brillen los ojos, que muestren los dientes, que terminen satisfechos, que muevan la cola, que me observen agradecidos. Yo les agradezco de regreso, ya que me ayudan a deshacerme de esa carne, de ese tejido carmesí que cargo sobre mi esqueleto, de esa caterva que tú llevas a cuestas y que a veces te pesa tanto como la existencia misma, de la que quieres que alguien más te libere. Pero ese día, sí, ese que es como hoy, estuve visitando a un editor, a otro, luego uno más y así hasta que por fin logré que se imprimieran algunas copias, unos cientos, algo modesto pero que bastó para esparcir ese alérgeno entre aquellos que trataron de entender mi prosa.
A las 9 AM visité al editor uno, que tenía una antesala con muebles viejos, de tela aterciopelada con distintos tonos rojizos distribuidos en rayas, recordando un tiempo lejano, pero todavía presente, que se enfrascaba en una atmósfera de un rosa pálido poco invitante. Quería salir, huir de ahí, de ese entorno ligeramente hostil, apabulladoramente aburrido, con una sola ventana que daba hacia la calle, en la que me detuve a observar cuanta cosa pasaba para matar los minutos, esos que tenía que dejar escapar por estar esperando a ese hombre, mientras estrujaba esa maleta negra que cargaba conmigo cuando iba a ver editores, con su asa extensible, para llevar mis trabajos, y recoger los suyos. Súbitamente, se abrió la puerta que dividía la oficina del recibidor, y apareció un tipo flaco, con el cabello negro y ondulado, de lentes y vestido casi de la misma manera que los muebles que tanto había detestado. Me sonrió con una ligera mueca que dejaba ver algunos restos de comida, y extendió su mano sudada para saludarme e invitarme a pasar; al cruzar la puerta, no pude evitar sentirme reflejado, porque su oficina estaba llena de espejos, sí, de aterradoras reproducciones mías, pero sobre todo de él, como si tratase de acorralarme en una esquina para robarme algo, algo que nunca iba a poder recuperar, algo que quizás tú ya no tengas cuando termines de leer esto. Él me miraba de reojo, mientras retorcía en pequeñas trenzas su bigote estilo Dalí y me invitaba a sentarme. Al hacerlo, noté que había cuatro lunas que permitían ver el cuerpo completo de pie en cada uno de los muros laterales, colocados simétricamente y que aumentaban la profundidad de la oficina sobre el fondo beige que cubría el yeso. Desde un ángulo lo reflejaban a él, luciendo despreocupado y seguro con todos esos diplomas de cursos, congresos y reconocimientos que colgaban de la pared posterior, y desde otro a mí, mostrando todos mis defectos y casi ninguna de mis virtudes, lo que me produjo una angustia momentánea, terrible, especialmente cuando me percaté de una mancha roja en el costado derecho de mi pantalón; sí, una que no había visto antes, de un fluido espeso, denso. Eso me hizo casi olvidar que él estaba ahí, que empezaba a hablarme de mi estilo, y de cómo se asemejaba a otros estilos que ya habían pasado por sus manos. Seguía hablando de eso y de los problemas que había tenido con otros escritores, en tanto que yo veía mi mancha reflejada y trataba de disimularla, trataba de taparla con la mano, de tallarla, mientras lo miraba de reojo para que creyera que continuaba siendo su interlocutor. Sin embargo, sabía que él se daba cuenta de mi ansiedad, porque podía verme de frente, de lado, por adentro, por todas partes, ¡como tú! A través de esos malditos espejos, y notar la mancha densa embarrada sobre mi ropa. De pronto, clavé mis ojos en los tuyos, y apreté fuertemente mi mano contra la pierna en la zona donde estaba la mancha; primero, sentí una tensión fugaz que se elevó hasta mi cabeza mientras él trató de sostenerme la mirada, y después un relajamiento progresivo cuando la desvió hacia el escrito que sostenía en sus manos; justo ahí, empecé a aflojar mi mano lentamente, a redirigir mi mente, a verte sin miedo, a sentir que estaba retomando el control.
Comencé a escuchar lo que el flaco de lentes me decía, aunque tal vez nunca debí hacerlo. Me dijo que alguien más ya había escrito algo similar, que había tenido buena aceptación, y que ante ello lo mío parecería una vil copia, aunque tal vez no lo fuera. Además, comentó que habría riesgo de que me acusaran de plagio, porque había ciertas frases, ciertas oraciones, ciertas palabras, que, si bien no eran réplica fiel de otros autores, evocaban exactamente la misma idea. Que mi problema era la falta de citas, la carencia de referencias a otros, el espacio vacío que ocuparía el espejo, ese que reproduce mi imagen y detrás de ella la de todos los hombres y todas las mujeres que he leído. Sabía que no me había entendido; entonces, tuve que revelarle la naturaleza de mi trabajo, explicándole sin cesar que, para comprender su contenido, había que sentirlo, comerlo, tragárselo hoja por hoja por hoja, ¡así! ¡Así! ¡Más! ¡Mírate en el espejo! Se rompió el espejo, él estaba extasiado, o yo, a tal grado que parecía que las entrañas se le desbordaban del cuerpo, impresionado, con los ojos abiertos frente al espejo. Le hice saber todo, y al final acabamos exhaustos, mirándonos en los espejos, pero ya no diferentes, sino iguales; él sin poder privarte de leer lo mío, y yo con ganas de que tú lo sepas, para que quedes satisfecho, como mis perros, esos que devoran su comida, que me quitan toda la carne de encima. Regresé a mi casa con lo que el editor uno me había dado por aquello que le dije, o que yo me había llevado, ya no recuerdo, y mis perros ladraban y chillaban, pero todavía no era tiempo de atender sus demandas; faltaban unas horas. Descansé un rato en el sofá; salí de nuevo.
El editor dos, a las 12 PM, ni siquiera me quiso recibir; cuando llegué, me topé con su asistente detrás de un viejo escritorio de madera con bordes metálicos, tan gastados como la pelona del editor que apenas y alcanzaba a ver por la ventana de su oficina, que daba hacia donde yo me encontraba de pie, ahí, enfrente de ese viejo escritorio de madera con bordes metálicos, tan gastados como mis ganas de tratar de hacerlos entender, de quitarte las cataratas de los ojos, de mover el escritorio burócrata de tu cabeza. En todo caso, tras explicarle la razón de mi visita, la señorita asistente se limitó a dejarme saber que los encargados de hacerlo habían leído mi escrito, que les pareció interesante, pero que por políticas de la empresa jamás podrían publicarlo. Entonces, le pregunté si ella lo había leído, y sonrojada me dijo que no, que había querido pero que por políticas de la empresa no pudo hacerlo. Me brindó una bella sonrisa, tímida pero expresiva, como queriendo disculparse por todos los idiotas que trabajaban con ella, y por no poder hacer mucho para cambiar las políticas de la empresa que, según supe después, habían sido impuestas sin consultar a ninguno de los empleados (si algo detesto es el autoritarismo, el abuso de poder, el sometimiento, la falta de empatía, el exceso de confianza en uno mismo, el creerse más inteligente que el resto, sentirse el gran orquestador, y decidir por otros, por ellos, limitar mi libertad, hacerte esclavo, encadenarte sin que te des cuenta). Antes de irme, ella se levantó y me pidió quedarse con la copia del escrito, a lo que, por supuesto respondí que no, que esto no era para ella, que merecía algo mejor, que no quería por leerlo se desfigurara esa bella sonrisa. Salí. Esperé a que diera la 1 PM, pues pensé que el editor dos, ese de la pelona gastada, escondiéndose detrás del escritorio, tendría que salir a comer, o al banco, o a hacer algo que lo sacara de su pequeña madriguera. Casi me iba, era la 1:05 PM, cuando de pronto lo vi: salía del edificio, apresurado; lo alcancé, le dije que no me parecía justo; me preguntó quién era, le dije que yo, el que te va a revelar su secreto, ese que no quisiste ver; le dije ven, háblame de las políticas de la empresa; yo las hice, me contestó; escúchame, le repliqué, siguió avanzando, casi corriendo, yo tras él, se asustó. Seguro sí me había entendido, había descifrado mi trabajo. Corrió, me dijo que estaba loco, llegó al borde de la banqueta, iba a cruzar la avenida, venía un autobús a toda velocidad —solo para ganarle el pasaje a otro que venía detrás suyo; estaba cerca, casi encima de nosotros, él insistía en cruzar, yo quise detenerlo, o ayudarlo, le puse la mano en la espalda, y no supe qué pasó; me bloqueé, me quedé paralizado, ahí de pie, sin poder mover un solo dedo. Él me volteó a ver por un instante; quiso marcharse, el camión no pudo frenar a tiempo, lo arrolló, desparramó tus vísceras por el pavimento, dejó su pelona gastada llena de sangre, llena de vida a pesar de estar muerta, roja, como esa carne que te gusta y te gusta y te gusta. Rápidamente me aproximé hasta el cuerpo, tenía que verlo de cerca, saber cómo había quedado… lo vi, rojo por todos lados, un rojo vivo que contrastaba con su camisa blanca, sudada de sangre. Lo toqué, pensé en llevarme algo, algo de él… tomé lo primero que pude, no fue mucho, pero cupo en mi maleta, esa que llevaba cargando. Me alejé antes de que llegaran los curiosos; el chofer me vio, anoté su número de placa. Le llevaría mi escrito después, le revelaría mi secreto otro día, cuando saliera de la cárcel.
El editor tres, con el que llegué a las 3 PM, tenía aspecto extranjero, y se mostraba orgullosamente alojado en una oficina lujosa, con muebles finos, de piel muerta, bien trabajada pero muerta, negra, tan negra que me hizo meditar sobre la manera en que las vacas habían sido asesinadas, despojadas de su abrigo exterior, dejando expuesta su carne, esa carne roja que te pesa, como esa que mis perros apenas y habían devorado en la mañana de hoy, y que este editor seguramente comía en cantidades considerables. Me recibió muy amablemente y salió un momento para traerme algo de beber; tomé asiento sobre la piel muerta, y miré alrededor, para observar las pinturas surrealistas que cubrían algunos espacios de sus blancas, limpias, pulcras paredes.
De un lado estaba una mujer delgada que vestía un traje de tela en varias tonalidades de azul, predominante claras y con sombras, de hechura ligera, un poco deshilachada en las orillas, que la arropaba casi por completo excepto por el rostro, los brazos, las rodillas y los pies, que parecían envueltos en una especie de venda mortuoria. Su mirada era la de Saturno, melancólica, con ojos grandes, saltones, y una boca pequeña, y se encontraba sentada en un banco junto a una mesa redonda de madera, sobre la que descubría algo dentro de una habitación sombría que en la pared del fondo tenía una terminación en forma de arco, pero que no daba a otra habitación, sino que tenía una concavidad formada con el mismo muro, y que tenía dos tablas en paralelo colocadas de manera horizontal, que le hacían fungir como mueble, algo como un librero. Pero no contenía libros, no, no como este que estás leyendo, sino cajas otra vez de madera, pequeños cofres, cerrados, igual a uno que se encontraba en la mesa, que se abría lentamente, del que salía el vestido azul cielo, o al que llegaba, flotando, envolviendo un rostro que se asomaba, que la miraba fijamente, que era el de ella, el tuyo, el de todos; que se parecía al mío cuando sueño, cuando sueño que me veo, que me salgo de mí y observo lo que hago, aterrado, como ahora.
Del otro estaba una mujer desnuda, blanca, casi pálida, flotando sobre un pequeño pedazo de continente gris, de concreto, de su tamaño, dormida, con un rifle apuntándole al bíceps derecho y dos tigres a punto de hacerla su presa, su presa sexual, saliendo de entre el viento, de la boca de un gran pez, rojo, como la granada, la granada roja y carnosa que se abre para soltar al pez, en medio del mar, delante del elefante de patas largas y flacas, como las del editor uno, que evoca la fragilidad de nuestro mundo, con esos huesos secos, que se arropan con la carne, que se visten con la piel, con esa piel tersa, dulce como la granada, rosa, de caminos voluptuosos, como los de la mujer en trance, soñando, esperando que los tigres la posean, mientras la arrulla el vuelo de una abeja.
Al seguir contemplando las obras yo comenzaba a exasperarme, pensando qué tanto haría el editor tres allá afuera, qué podría estar tramando, o echando dentro de la bebida que iba a traerme. Estaba envuelto en esa ansiedad, en ese hormigueo que poco a poco se iba transformando en angustia cuando, de manera inusitada, el vestido azul que cubría a la mujer del primer cuadro comenzó a desbordarse, a salirse del marco, a alargarse pausadamente con esas hebras disgregadas por debajo, y con la tela que formaba una especie de capucha en su cabeza por arriba. Siguió avanzando, continuó saliendo del marco, cruzando su propio encierro, liberándose al fin de sí misma, deslizándose por la pared, como si tuviera vida propia, con la soltura de una víbora, arrastrándose por esas paredes blancas, dirigiéndose hacia el otro cuadro, que alcanzó en tan solo unos segundos. Al llegar a la parte externa del marco se detuvo, hizo una pausa, como si estuviera pensando, como si tuviera ojos y observara a su presa, que finalmente sería la mujer del otro cuadro, la de la piel tersa, la soñadora flotante. Se desplazó violentamente hacia adentro, extendiendo su manto azul, haciéndolo oscuro, casi negro; tomó por sorpresa a los tigres, que al sentirse vulnerables huyeron hacia atrás, hacia mar abierto, tornándose contra el elefante, al que empezaron a destruir mordiendo sus patas flacas, derrumbándolo, mientras la víbora de tela azul llegaba fácilmente con su víctima, para comenzar a envolverla, a llenarla de azul, a rodearle el cuello, ese cuello terso y delicioso, como el tuyo, que cada vez se iba apretando más, tanto que la despertó, la hizo gritar, salirse de su trance onírico, ahogarse poco a poco. El grito espantó al pez y a la abeja, y ambos trataron de escapar; el pez se sumergió en el agua, y la abeja voló, con ese zumbido que empezó a molestarme, moviéndose de un lado a otro, hasta que logró escapar, saliéndose del cuadro, volando arrebatadamente, enojada, buscando una víctima para atacarle el cuello, buscando el mío. Quise correr, pero me quedé inmóvil, observando, hasta que finalmente se vino contra mí, como una flecha destinada a dar en el blanco, veloz, picándome el costado derecho del cuello. Al sentir el piquete moví mi mano hacia esa zona de mi cuerpo con fuerza, para asestar un golpe, que ya no alcanzó a la abeja, porque voló, o simplemente desapareció, no sé, pero que me dejó con una sensación de escozor en el cogote, de una comezón intensa, irritante.
Comencé a rascarme, a tratar de quitarme ese ardor, a enrojecerme la piel, al tiempo en que el editor tres entró con una taza de café para mí y otra de té verde con miel para él, que había sido extraída de algún panal que ni él ni yo ni tú habíamos construido; ahora entendía la rabia de la abeja. Yo también experimenté una sensación de rabia recorriéndome las venas, desde el piquete, desde el cuello y hasta los pies, pasando por el estómago, pero no por la miel, sino por el elegante editor, con traje de marca alemana, que hablaba de mi trabajo como un producto en serie mientras tomaba su taza de té verde con miel, levantando el dedo meñique, y viéndome a través de los cristales de sus lentes de armazón italiano. Decía que su negocio era vender libros, hacer a los autores famosos, porque la obra pasaba a segundo término cuando la publicidad era estratégicamente planeada, cuando la mercadotecnia era mejor que la de las demás editoriales, cuando el mercado se segmentaba correctamente, y el corrector de estilo quitaba las imágenes difíciles de las páginas para hacerlas digeribles hacia aquellos que gustaban de la comida rápida. Dijo que esto no alteraría el significado, que sería solo transformado como la materia, que mi escrito tal y como estaba no se vendería bien, que había que ponerle una portada impactante, y que yo obtendría un siete por ciento del precio de venta de cada libro, lo que seguramente se compensaría con el volumen. Esto pasaría solo si yo le dejaba tocarlo, darle forma, cortarlo, hacerlo a la medida, transformarlo como la materia, llevarlo a la fama, aunque su valor literario fuera escaso. Dejé que terminara su discurso comercial en un éxtasis total, queriendo venderme el concepto a mí, para después vendértelo a ti, a ti que aceptas todo, todo lo que te dice el marketing, la publicidad, la televisión, el periódico, el jefe, el gobierno, tus padres, el sacerdote, el internet… todo lo que yo digo. Que poco te cuestionas sobre lo mucho que te llega, sobre lo que te dicen en tu casa, lo que te enseñan en la escuela, lo que te ordenan en el trabajo, y lo que a veces te mueres por saber sin atreverte a saberlo, mientras la muerte sabe toda tu vida y se la lleva a mordiscos que te van dejando agujeros que jamás volverán a llenarse, vacíos por los que se va escurriendo tu alma.
El editor tres por fin concluyó su perorata, y me preguntó qué pensaba. Yo le contesté que él lo sabía perfectamente, que ya había leído mi obra, sí mi obra, que yo sabía que la había entendido, y que a mí no me impresionaba con su ropa, con su café importado y su té chino, y que tampoco me iba a engañar con sus réplicas de pinturas famosas a las que alguien como él les había aplicado las cuatro, cinco o seis P’s de la mercadotecnia, para que fueran vendidas a precios altos y estuvieran colgadas en oficinas lujosas, alrededor de gente que ni siquiera trataría de entenderlas. Él me pidió que me calmara, me dijo que ya no era joven, que debía considerar su oferta, que mi futuro no estaba asegurado, mientras observaba detenidamente mi cuello tan rojo; ese hecho finalmente me aterró, que me viera fijamente, que tratara de descifrar la razón de mi escozor, de mi ardor, de esa comezón intensa. Vi de reojo mi maleta, que estaba al costado de la silla donde me encontraba sentado, sobre una alfombra persa, y deslicé mi mano para sacar algo que me hiciera sentir más seguro, algo a lo que pudiera aferrarme, tratando de que él no lo notara. Lo hice, y cuando se lo iba a enseñar, de pronto escuché ruido de mar, de agua agitada, pero no por los vientos, ni por la luna ni por tormentas externas, sino por algo que venía de adentro. Volteé a ver el cuadro de la mujer flotante, pues de ahí salía el sonido; ¡era el pez! Ese inmenso pez rojo que apenas hace unos momentos se había escondido. Se movía violentamente en el agua, como si estuviera ahogándose a causa de un objeto grande y amorfo que parecía querer salir de sus branquias. Traté de prevenir al editor tres, pero otra vez quedé petrificado, tieso, sin movimiento, mientras el pez abría su enorme boca, que se ensanchaba como queriendo tragarse el mar, como queriendo engullir al editor, volteando sus ojos negros hacia él. Sin aviso alguno, de sus fauces salió uno de los tigres, uno de esos que también se habían espantado, pero que regresó enojado, sin clemencia, lleno de rabia como aquella de la abeja, como la mía, como la tuya cuando abusan repetidamente de ti, que se contiene una, y otra, y una vez más, que se almacena en un capacitor, hasta que algo lo descarga, y toda esa energía sale, se vuelca en un solo zarpazo, un zarpazo mortal, como el del tigre, que salió del cuadro, rápidamente, saltando hacia el editor tres, arañándole la piel, clavándole sus garras, hundiéndole los dientes, esos dientes que destellaban contra la luz, que le penetraron la carne, esa carne roja que tanto le gusta a mis perros. Después de satisfacer su ira, el tigre regresó al cuadro, mientras me miraba de paso y salpicaba sangre, manchando mis manos, mi chamarra negra, de piel negra muerta, que tuve que limpiar en el baño, en ese amplio baño con mosaicos traídos de Florencia, blancos y negros… Agotado, tomé aquello por lo que venía, lo guardé en mi maleta, tomé además los cuadros, y me fui hasta mi casa, cansado, para esperar mi última cita.
Cuando llegué mis perros estaban ahí, felices, excitados, capaces de quererme, de lamerme la piel, de moverme esa cola para que les diera de comer, pero les dije que no, que ya no faltaba mucho, que esperaran un par de horas más, hasta las 7 PM, cuando seguramente estaría de regreso. Me senté un rato en el sofá, dormité una media hora, salí de nuevo. Ya me sentía más tranquilo, relajado, sin tantas ganas de revelar mi secreto, pero tenía que terminar el día, ese absurdo día de editores, de espejos, de escritorios viejos y pinturas surrealistas.
Con la mente cansada, arribé a la última reunión, esa de las 6 PM, con el editor cuatro. Para entonces, ya no esperaba algo diferente, estaba predispuesto, como siempre, con esos paradigmas que poseo, esas anclas que me amarran el cerebro, que mis padres, mis maestros y mis compañeros de trabajo insisten en clavarme, que pesan tanto, tanto como la carne, como esa que llevas a cuestas, y que un día te van a quitar, bajo la tierra o en el fuego, progresivamente o de tajo, hasta que ya no tengas que cargarla, hasta que ya no tengas que llenarla con tus propias versiones de la verdad. Así, con todo eso que estaba arrastrando, toqué el timbre de un edificio modesto, el de la oficina número siete, tras lo que se escuchó un zumbido, tan fuerte como el de la abeja, que me recordó que tenía que empujar la puerta, esa puerta de metal pesado, para abrirme paso hacia las escaleras, pues los elevadores no funcionaban. Tras subir siete pisos las piernas me temblaban, me sentía sofocado, otra vez cansado, ya no quería seguir, pero tenía que verlo, completar mi tarea, saber si mi trabajo quedaría entendido. La puerta de la oficina ya se encontraba abierta, era blanca, pero no pulcra, sino con algunas manchas que se mostraban sin vergüenza alguna, como la mancha de mi pantalón, la que vi en el espejo, la que tienes por dentro. Entré y el editor cuatro se encontraba ahí, de pie, frente a mí, con una mirada decidida; no dijo nada, solo me acercó un banco como el del cuadro de la mujer de mirada azulada, y yo me senté en silencio, expectante, contemplando sus delicados movimientos. Tomó otro banco y, frente a mí, sin barreras, cara a cara, y me dijo: “Entendí tu libro, y lo quiero publicar; la editorial no es grande pero alcanzaremos a imprimir unas mil copias, que podremos distribuir en lugares donde haya gente que quiera leerlo, entenderlo, devorarlo como yo, como tú, que se quiera sacudir lo que sabe, que no quiera seguir encerrado en su carne, que esté dispuesto a mostrar sus vísceras, a dárselas a los perros, a esos perros que las tragan, que te agradecen, que te mueven la cola”.
Me quedé atónito, sin poder moverme, sin parpadear, congelado. Después de unos instantes en los que estuve callado le dije que sí, que estaba bien, que publicara mi obra, que yo no recibiría nada. Fue justo ahí que supe que yo era como los demás, que creía que nadie podía pensar como yo cuando no era cierto, que no había experimentado todo, que era como el resto, reflejándome en esos espejos humanos, con mis ganas de castigarme a través de otros, de sacarme las vísceras y dárselas a los perros.
Y así fue; se imprimieron solo mil copias, y tú tienes una de ellas. Ya ha pasado tiempo desde entonces, tiempo en el que también me encontré con el chofer del autobús, sí, ese que me vio acercarme al editor dos, después de que desparramara sus entrañas con el peso de su vehículo, y que pudo salir de la cárcel pagando una multa. También le hice entender mi obra porque, después de todo, mis perros tienen que comer. Y así los voy a seguir alimentando, con esa carne roja que tanto les gusta, que contrasta con el color plata de sus platos, que se mezcla con las croquetas, que escurre sangre, que saldrá de unos mil sujetos, de diversos orígenes y profesiones, como la enfermera, el estudiante de literatura y el ingeniero que me he topado desde entonces, que están ansiosos por librarse de esa carga que solo yo les puedo ayudar a quitarse, para que puedan mostrar su esencia, y que iré rastreando por los lugares en los que se distribuyó este libro, como esa pequeña librería donde lo compraste tú.