Todas las veces que me leo, creo que me conozco un poco más, porque es solo a través de la escritura que fluye de los mares de mi mente cuando capto —casi siempre— la forma en que me veo y la forma en que me ven.
Es solo a través de la escritura que logro desentrañarme, verme como soy —y en ocasiones como quiero— para darme cuenta de que, aunque a veces (solamente algunas veces, contadísimas veces) me importa cómo pueden verme los demás, es únicamente con mi espejo con quien quiero estar en paz.
El espejo a veces me persigue; sale detrás de mí, al doblar una esquina; se asoma desde el charco gris de una calle ruinosa, o desde la cima del edificio que me amenaza con el colapso de su estructura. Es entonces cuando necesito narrarme, describirme, reflejarme y hasta decirme… Decirme que la vida no es tan sombría, y que la muerte, aunque descanso último, solo será la solución a mis pensamientos fatalistas cuando me abrace con su calor azaroso.
Así, tras deambular por los callejones imaginarios que muchas veces no tienen salida, llego por fin a ese espacio en donde me siento protegido, con la silla negra, el escritorio café y el teclado de la computadora, frente a esa pantalla que se diluye y emerge cada vez que me envuelvo en el vaivén del plectro, de las ideas, del placer y del dolor solitarios.
Tomo una taza de café o un té de hierbas o un vaso con güisqui —según lo inste mi cuerpo— y comienzo a escribir, con la firme esperanza de que las palabras impulsen mi escape de la realidad que acecha la calma de mis días…