Él iba dejando atrás los cerros llenos de verde espesura, esos que se veían de cerca al llegar a la estación, para ir adentrándose en otros aún más tupidos; el calor que lo envolvía era más intenso, y el aire que lo circundaba profundamente húmedo, como si fuera regresando al vientre materno en una tórrida noche de lascivia. Mientras sentía el sudor escurriendo desde la cabeza hasta el cuello y por debajo de su playera, llevaba consigo el recuerdo de su madre en la cárcel y de su hermano menor en el hospital, con la idea de lo poco que podría saber de ellos inmerso en este lugar enclavado en medio de la Sierra Mixe.
En su andar hacia el pueblo, volteaba por un instante para mirar cómo se alejaba su vida del pasado reciente, lo que hasta ayer era su hoy, en uno de esos autobuses que iba de regreso a su lugar de origen. Al hacerlo, oía una voz que por ahora no quería escuchar, y sentía el movimiento ondulante debajo del vehículo que lo llevaba por el camino, a veces arenoso, a veces lleno de piedras. Pero no iba andando solo. Lo acompañaba un hombre llamado Donaciano, quien había sido enviado para recogerlo en el paradero, y que estaba esperándole desde antes que cayera la tarde. Conducía un auto antiguo, como esos que ya casi no se ven y que evocan el pasado, formado por un conjunto de piezas mecánicas, desgastadas por la inevitable fricción que obedecía a su naturaleza física, ficticia. Las llantas ya no tenían tapones, y la pintura original parecía haber sido roja, aunque ahora solo daba destellos de ese color que algún día lo había hecho verse reluciente. Del espejo colgaba un Cristo que también parecía obsoleto, y las vestiduras delanteras se escondían tras la camiseta del equipo de futbol más popular, ese que todavía provoca a las masas volcarse de manera efervescente para mitigar el tope con la realidad, aunque sea por escasos noventa minutos. De pronto, el silencio entre los dos, que solo se había interrumpido por un saludo entrecortado, cedió ante la voz ronca y viril de Donaciano, que debía tener unos treinta y cinco años.
─ Si vienes de la ciudad después de tantos años esto te va a parecer como el paraíso perdido, porque allá todos están locos -le dijo al momento que apretaba sus manos contra el volante.
Él lo miró sin dar respuesta alguna, aunque con la mirada lo dijo todo; ante esto, Donaciano se quedó callado por unos segundos para luego retomar la plática.
─ Entonces, eres el sobrino de Doña Citlalmina. Yo te miré de chiquito, más que ahora, y de cuando en cuando ella habla de ti y por eso algo te conozco, porque uno sabe del otro nada más mirándole los ojos a quien lo menciona. Ella te quiere, o extraña a alguien que te quiere, y por eso te recibió aquí, aunque por acá casi no llega nadie más que en diciembre, y hasta los fuereños son bien recibidos. Pero viéndote, así como estás, moreno, regordete y hasta con ese bigote que apenas te está saliendo tú sí que pareces de por acá, nada más con ropa de capitalino -concluyó.
Mientras él soltaba una carcajada, Milton observaba desde atrás sus dientes amarillentos reflejándose sobre la anchura del espejo retrovisor, y en ese momento pensó que sería mejor decir algo antes de que le fuera a hacer una pregunta que le incomodara todavía más que ese calor de la sierra.
─ ¿Y usted trabaja para mi tía?
─ Sí muchacho, le hago unos trabajitos aquí y allá, y ella me paga bien. A veces con dinero, a veces con lo que saca de su parcela, y otras con lo que puede… Por esos trabajitos que hago, mis cuates, esos que de veras me conocen bien, me llaman “el tres”.
Donaciano sonrió, esta vez sin mostrar demasiado su dentadura, mientras hacía contacto visual con su pasajero al momento que sobaba su entrepierna sin pudor alguno.
─ Pues yo casi no recuerdo nada de mi estancia en este pueblo, excepto por mis abuelos que según sé murieron cuando yo estuve aquí –dijo Milton con voz tímida y temblorosa, al percatarse del movimiento de la mano del conductor. Esto me parece conocido -agregó, aunque he visto algunas fotos y tal vez por eso el camino me resulta familiar.
Donaciano respondió que él creía que sí debía acordarse, que incluso ya lo había visto a él en más de una ocasión, puesto que llevaba trabajando para su tía casi los mismos años que el muchacho tenía. Mientras su guía continuaba con el relato de asuntos relacionados con sus labores en el pueblo, Milton comenzaba a desprenderse de la conversación para enfocar su mirada hacia los parajes que le ofrecía el recorrido camino arriba; a lo largo de la ruta, podía observar el follaje verde que rodeaba los árboles llenos de pájaros, para dar paso al avistamiento de casas pequeñas de adobe y tabique gris, con techos de lámina clara que se mezclaban con el paisaje, del que sobresalían las dos torres de un santuario color blanco con detalles azul cielo. Luego de un largo rato, por fin llegaron a Santiago, al lugar del cerro con cabeza de perro. El pueblo hervía de vida ese domingo a pesar de que casi era de noche; las señoras estaban de pie al filo de sus puertas, y miraban sin disimulo el auto que rodaba hacia la casa de sus abuelos ─ y que hasta ahora solo era habitada por la hermana menor de su abuela difunta ─ al tiempo que los niños jugaban y corrían por las calles. Al pasar por la plaza principal, descubría un cúmulo de hombres que platicaban y tomaban aguardiente, mientras la banda local ensayaba canciones para la competencia regional que era organizada año tras año.
Al ir dejando atrás el bullicio, iban acercándose más al espacio que con una temporalidad indefinida vendría a ser su nueva morada. Rodearon la iglesia, avanzaron un par de cuadras, y al fin llegaron hasta los límites del pueblo, en una parte silenciosa y discreta donde el alumbrado público parecía menos luminoso que en el resto de lo que hasta ahora le había tocado ver. Donaciano pisó el freno, y se estacionó enfrente de una casa que ostentaba dos ventanas y una puerta negras que sobresalían entre el tono rosa mexicano de la fachada, alumbrada por un foco blanco justo arriba de la entrada. Luego abrió la puerta del auto, y se bajó para ayudar a Milton con su maleta. El muchacho le dio las gracias, y tras un fuerte apretón de manos ─ que dejó al muchacho con un leve dolor entre los dedos─ y una caricia en el cachete, aquel se despidió diciéndole que se estarían viendo por el lugar.
Milton iba a tocar el gran protón negro, cuando se percató de que una de las dos ventanas simétricas que lo conformaban en la parte superior estaba entreabierta; así, se atrevió a empujar el cristal para deslizar la mano entre las barras de metal y alcanzar el pasador para darse acceso. Al empujar la puerta encontró un pasillo sombrío que, como la calle en la que residía toda la casa, solo se encontraba aluzado por un foco empolvado alrededor del que revoloteaban varios insectos en círculos infinitos, engañados por la luz artificial.
─ Hola, ¿tía? -dijo Milton, mientras caminaba con paso lento y sostenía lo poco que había podido traer para su viaje.
Repentinamente, vislumbró una sombra que salía del fondo del pasillo y que se acercaba rápidamente hacia él. La sombra se fue aproximando a la luz y tomó forma de cuerpo humano, femenino, aquel de su tía que al verlo corrió veloz para abrazarlo; Milton no supo cómo responder ante el efusivo recibimiento y solo se dejó querer, sin que sus ojos omitieran el gran escote que dejaba ver dos senos, suaves y enormes, que eran oprimidos contra su rostro mientras se balanceaba y le frotaba la espalda con cariño. Después de varios segundos, que para el muchacho parecieron minutos, se desprendió de él para verle la cara.
─ Te pareces a tu padre -dijo Citlalmina con un tono de molestia, mientras caminaban por el pasillo hacia el fondo de la casa. Hizo una pausa.
─ Aunque supongo que eso ya no importa -continuó; de todos modos, eres más mío y de tu madre que de él; y no te preocupes demasiado, ya se resolverá todo lo que le pasó a ella… Ahorita no puedo ir a visitarla, por el negocio, y por eso le dije que te mandara conmigo, pero tú y yo nos vamos a divertir aquí.
─ ¿Y de qué es tu negocio? –replicó el joven.
─ Pues eso es algo que por ahora no puedo explicarte, pero no preguntes tanto y mejor vamos a tu habitación, ¿te parece? Solo tengo algo que decirte: cuando yo te indique, no vas a poder salir de tu cuarto, aunque no quiero que te asustes ni lo vayas a tomar como un regaño, es solo que luego hay gente por aquí y es mejor si no se les importuna, pero bueno, esta es tu habitación.
Se detuvieron frente a una puerta de madera, pintada de azul y que parecía algo pesada; ante la sorpresa de Milton, su tía la abrió con facilidad y entonces se dio cuenta de que gran parte de la madera tenía huecos, como si un animal de apetito insaciable la hubiera roído por dentro; su tía encendió la luz y lo primero que vio fueron las paredes de adobe, el piso de cemento gris y una cama con un colchón viejo, sobre el que se mostraban unas sábanas enrolladas y unas cobijas algo revueltas.
─ Este pedacito de la casa es tuyo –le dijo su tía. Solo tienes que tender la cama y ¡listo! Le pedí a Micaela en la mañana que lavara bien todo y desinfectara el piso, así que huele bien y está limpio; en fin, te dejo para que te acomodes. Ahí está el ropero.
Citlalmina cerró la puerta detrás de sí mientras Milton se preguntaba quién diablos era Micaela, y se acercaba a la cama para dejar su maleta, y comenzar a acomodar su ropa dentro ese mueble grande y viejo que olía a humedad. Tras terminar de hacerlo, caminó hacia la ventana que estaba enfrente, y que daba hacia un corral; la vista le pareció tétrica, así que prefirió regresar a la cama y sentarse en ella. El lecho cumplió su función y casi sin sentirlo se quedó dormido, ya fuera por el cansancio de la travesía que había recorrido desde su ciudad, o por la carga que su madre había puesto sobre su espalda adolescente de catorce años. Al poco rato regresó Citlalmina, quien al entrar lo vio ahí, tendido en posición fetal, para después acercarse a despertarlo con ternura; Milton respondió, y por un instante creyó que no estaba ahí, que todo lo había soñado, que estaba en su propia cama. El despertar fue a la vez rudo y tierno, y sin quererlo se soltó a llorar sobre el regazo de su tía. Ella trató de consolarlo, sabiendo que estaba triste y confundido, inexperto y solo, y que ella buscaría lo forma de animarlo y hacerlo olvidar, aunque fuera por unos días, que la vida estaba llena de incidentes que ponen a prueba nuestra fragilidad.
Así, tía y sobrino salieron a caminar por las calles de terracería a media luz, que tras varios pasos acelerados se convirtieron en pavimento y luminiscencia al llegar a la plaza del pueblo. Milton observaba a la gente, a todas esas personas que lo miraban como si fuera un ente distinto a ellos, o una aparición extraña, para luego notar que no solo lo veían a él, sino también a su tía, a pesar de que ella escondía su busto descomunal tras un rebozo negro que había tomado de la casa ese domingo antes de salir. Llegaron a una cenaduría y, cuando el muchacho se disponía a sentarse, su tía le dijo que pedirían la comida para llevar, mientras hacía algunos gestos de desagrado que eran correspondidos por la mujer que estaba por atenderles. Tras cruzar solo las palabras necesarias y pagar la cuenta, emprendieron su regreso con dos tlayudas y un par de atoles de grano, que disfrutaron sobre la mesa de la cocina que estaba al entrar; casi no hablaron, mientras el muchacho pensaba en la peculiar distribución de la casa, con cinco cuartos a lo largo de un pasillo y uno más pasando el corral, como si fuera un conjunto de departamentos arreglados dentro de un condominio horizontal. Cada habitación tenía un foco afuera y todos se encontraban apagados, todos eran redondos, y todos eran rojos.
La cena terminó y, tras ser cruzado en el rostro con una foto de la Virgen, el muchacho se dirigió a su habitación y durmió tan profundamente, sin quitarse la ropa, que no soñó ni despertó hasta que el gallo del corral había agotado totalmente su canto matutino al día siguiente. Tras estirar con fuerza todas las extremidades que salían del tronco de su cuerpo, se levantó con el sol entraba por la ventana, lo que le incitó a salir del cuarto. Justo cuando se disponía a abrir la puerta, escuchó ruidos de agua lanzada contra el piso y las paredes, y una escoba que tallaba sin cesar; se asomó por la rendija de la llave y alcanzó a ver una falda café, que cubría unas nalgas onduladas que se contoneaban de un lado de otro. Al ver esto, despegó rápidamente el ojo de la cerradura pensando que no estaba bien verle el trasero a su tía, aunque después de un instante de vaga reflexión volvió a ceder ante su voyerismo incontrolable, y miró de nuevo. Esta vez vio unas piernas delgadas, con una piel primorosa que parecía bronceada por los mismos rayos de calor que entraban por su ventana, y unos brazos con similar presentación que sostenían un palo de madera y se movían al ritmo de una cumbia que súbitamente comenzaba a sonar. En eso, se percató de que alguien se acercaba a la puerta, y regresó corriendo a la cama para echarse rápidamente y simular que todavía estaba dormido; la puerta finalmente se abrió, y apareció la figura de Citlalmina.
─ Levántate ya, muchacho -dijo con voz dulce pero determinante. Hay que desayunar y hacer varios quehaceres antes de que el negocio abra -remató, al tiempo que se alejaba por el pasillo.
Tras salir de la habitación, lo primero que descubrió fue la cara de esas piernas y esos brazos que apenas y había visto; se trataba de Micaela, la joven que ayudaba a su tía en la limpieza de la casa, entre otros menesteres. Al encontrarse con sus ojos sintió una sensación placentera y extraña que emanaba desde adentro de su estómago, y que se intensificó cuando ella le sonrió y se volteó lentamente para seguir con sus labores. Citlalmina se dio cuenta, y ante ello le pidió que fuera a la tienda que estaba en frente de la casa a comprar miel y fruta. Milton fue y regresó lo más rápido que pudo, entusiasmado por llegar a ver ese rostro que tanta emoción le había causado. Sin embargo, cuando arribó ella ya no estaba a la vista, como si hubiera sido un espejismo que se había desvanecido en el oasis del deseo. Le iba a preguntar a su tía por ella cuando Citlalmina sacó una toalla, un jabón pequeño y un zacate, y se los entregó enérgicamente en las manos.
─ Es hora de que tomes un baño para que luego desayunes -dijo, mientras le señalaba el lugar en el que estaba la regadera.
El muchacho se dirigió al lugar, para encontrarse con un cuarto húmedo y pequeño, totalmente forrado con cemento gris, en el que una de las esquinas superiores fungía como hogar para una araña grande y negra, de patas largas y cuerpo ovalado que brillaba de forma intermitente con la poca luz que se introducía por el lado de la puerta, como si un ojo le estuviera guiñando en medio de la oscuridad acuosa, insinuándole que se acercara. Siguiendo su enigmático encanto, entró, se desnudó lentamente, y abrió la llave de la regadera para refrescarse con el agua tibia que apaciguaría momentáneamente el calor de su cuerpo, ese que no solo había sido ocasionado por los estragos del clima.
Al salir, fue a vestirse y regresó a desayunar en la misma mesa en la que había cenado, sobre la que alguien le había dejado unos panes de nata y atole con fruta. Terminó de almorzar ─ pues ya era pasado el mediodía─ y decidió entonces recorrer la casa. Quiso abrir la primera habitación, pero estaba cerrada con llave; así pasó a la segunda y la tercera y en las tres encontró el mismo impedimento para entrar, hasta que llegó a la cuarta, en donde descubrió a su tía en camisón, peinándose y maquillándose frente a un espejo. Él sintió cierta vergüenza, y trató de alejarse despacio para que ella no lo notara, lo que hizo caminando hacia atrás. Después de varios pasos que lo dirigían hacia la puerta de la casa, chocó suavemente con otro cuerpo, que se percibió más fino y ligero; era el de Micaela.
Tímidamente le pidió disculpas, a lo que ella nuevamente replicó con una simple sonrisa; sacó una llave, abrió la puerta de la segunda habitación, y se metió en él mirando de reojo al muchacho, para cerrar tras de sí toda esperanza de contacto visual. Entonces, él pensó que sería mejor conocer el pueblo.
Así, salió de la casa y caminó hacia la plaza, solo para notar que la gente lo seguía mirando de forma extraña; recorrió varias calles, entró a la iglesia, escuchó una aburrida misa de más de una hora que casi lo hizo quedarse dormido en la banca, salió de ahí y se topó con la misma banda de músicos que había visto al llegar. Se quedó un buen rato viendo como ensayaban, con sus tambores, guitarras e instrumentos de viento. Luego, le dio hambre y fue a buscar algo de comer, pues ya eran casi las cinco de la tarde. Se dirigió a un puesto de tacos, pidió una orden de tres y, al hacerse hacia atrás para buscar un lugar donde sentarse chocó nuevamente con un cuerpo casi de manera accidental, pero esta vez no era uno delicado, sino más firme y grande que el suyo; era el de Donaciano.
─ Hola muchacho, ¡qué hay! –dijo, tomándole los hombros con fuerza, y dándoles un masaje que rayaba en opresiones dolorosas.
─ Nada, aquí comiendo, con permiso –dijo Milton.
─ Al rato te veo por allá muchacho, a ver qué se arma con tu tía; acuérdate que si piden al “tres” me tienes que avisar eh –ultimó Donaciano mientras se alejaba con una carcajada que ensanchaba su boca más de lo que el joven había imaginado.
Milton terminó de comer, y pensó en regresar a casa de su tía cuando de pronto vislumbró un salón de billar. Lleno de curiosidad, llegó hasta la entrada y se asomó, con ganas de entrar, pero sin saber si debía hacerlo o no. Alcanzó a divisar que solo había hombres, algunos más viejos que usaban sombrero, y otros más jóvenes que escondían su cabello despeinado tras una gorra. Comenzaba a desprenderse de la entrada cuando llegaron otros dos muchachos que lucían más o menos de su edad, y que se pararon frente a él para mirarlo de arriba abajo.
─ Tú eres el sobrino de Doña Citlalmina, ¿no? – le dijeron.
─ Sí, pero ya me iba -contestó Milton.
─ No, ¡cómo que te vas! Si apenas va empezando esto; como es lunes se va a acabar temprano, pero pásate con nosotros para que conozcas a todos los clientes de tu tía -dijeron mientras lo llevaban hacia adentro con risotadas.
Milton, con su acostumbrada timidez, entró con ellos para descubrir un mundo del que solo había oído hablar, ese donde había humo de cigarro, mucho alcohol en pequeñas mesas de metal, y gente que reía o lloraba mientras tenía puesta la máscara de la embriaguez. Se acercaron a la barra, y sus nuevos compañeros pidieron tres cervezas; voltearon a ver al muchacho citadino y le ofrecieron una, que, aunque no era la primera en su vida, sí representaba su iniciación alcohólica en público. Después de varios tragos, Milton comenzó a sentirse más relajado y bienvenido, para dejar atrás el peso de esas miradas que le daban en la calle y dar paso a las palmadas en la espalda y los apretones de mano. Además, para su beneplácito, todos ahí parecían ser demasiado amables con él; lo invitaban a jugar billar, o más bien, a intentarlo por primera ocasión; le ofrecían mezcal y botana, y nadie le cobraba un solo centavo por ello. A él no le importaba pensar por qué, y se limitaba a sentirse algo mareado, risueño y disipado. A pesar de todo, no estaba tan borracho; veía ligeramente borroso y le costaba trabajo enfocar la vista, pero todavía podía ver en su mente a Micaela, abrazarla, acariciarla y rendirle su amor mientras seguía el escándalo de la cantina. Finalmente, cuando ya estaba tan oscuro como ese día anterior en el que había llegado, se abrió camino entre la gente para ir al baño del lugar, que era pequeño, con un mingitorio y una taza, y se encerró en él para descansar un momento y asimilar todo lo que estaba ocurriendo. Recargó entonces su brazo izquierdo contra una de las paredes, mientras trataba de desabotonarse el pantalón con la mano derecha, para así liberar ese chorro de confusión que le había hecho darse cuenta que no sabía que estaba haciendo ahí. Tras sacudir de sí la última gota de alivio, trató de salir discretamente del baño para luego escabullirse del lugar, lo cual no fue tan difícil como había creído pues cada persona en el lugar estaba ya en lo suyo, ya fuera tomando, ya fuera sonriendo, ya fuera llorando, o incluso durmiendo.
Al salir, el viento le propinó una bofetada que al inicio le causó un mareo nunca antes experimentado, y luego un vómito tan imprevisto como ineludible, acompañado de ese dolor de principiante que sale desde el estómago para impulsar con fuerza los adentros hasta la garganta y terminar su cauce en el piso. Tras reincorporarse y reponerse del susto, Milton emprendió su regreso a casa de la tía Citlalmina tan rápido como pudo, con la esperanza de que su estado no lo traicionara y lo hiciera seguir una ruta que no fuera la suya. Eso no sucedió, y unos minutos después llegó a esa casa rosa con el portón negro, solo que notó algo diferente: el foco que se encontraba en la fachada ya no emitía una luz fría, sino más bien cálida, o caliente, o roja. No reparó mucho en ello y se precipitó hacia la puerta, empujando nuevamente la ventana para poder abrirla. Entró, y no supo si lo que estaba viendo era real, o si formaba parte de esos sueños sicalípticos que había estado teniendo desde hacía varios meses, en los que se despertaba con ganas de descargar su néctar púber con prisa. El pasillo era el mismo, y los insectos continuaban su volar alrededor de la primera bombilla, aunque las otras que a su llegada habían estado apagadas ahora estaban encendidas con tal intensidad, que parecían emanar fuego, un fuego que le hizo recordar una vez más las caderas, las piernas y los brazos de Micaela pero, sobre todo, esa sonrisa que se dibujaba entre sus labios, esos labios que imaginó tener entre los suyos, enredado entre sus piernas, anidado alrededor de sus brazos.
Esas imágenes oníricas atrapaban su mente cuando de improviso escuchó voces afuera, voces que entraban en su sueño y en la casa de manera inesperada, haciéndole retomar una pizca de realidad. Así, torpemente se deslizó por debajo de la mesa que estaba a la entrada para evitar ser notado, y vio que dos de los hombres que había visto en el billar hacían su incursión hacia el pasillo. Ante ello, escuchó una voz femenina, que supuso era la de su tía; ella se detuvo ante los hombres, quienes respetuosamente se quitaron los sombreros, y les preguntó qué iban a querer. Su estado, aunado a la posición de tortuga a medio morir que asumía debajo de la mesa, no le permitieron entender con claridad lo que estaban diciendo, pero notó que tras pagar algún dinero se fueron hacia las habitaciones que estaban a lo largo del pasillo. Cuando las voces callaron y una puerta abrió para cerrarse con ansia inmediatamente después, Milton pensó en salir de su madriguera para irse a su habitación. Comenzó entonces a deslizarse lentamente hacia atrás con los antebrazos y las rodillas procurando no hacer ruido, al momento que su codo se encontraba con la pata de una silla.
─ ¡Ay! –dijo con un tono quejumbroso, mientras terminaba de salir, y trataba de incorporarse a su forma bípeda con otro mareo, esta vez menos violento, que le obligó a sostenerse del respaldo de una silla para luego sentarse en ella. Solo quería descansar un poco, pero Hipnos y Mayahuel le abrazaron con tal fuerza que no le quedó más remedio que recargar la cabeza sobre sus brazos cruzados, que ya reposaban por encima de la mesa. Entre sueños levantó la mirada, vio a Micaela bailando, se imaginaba que estaba con ella. Sonreían, mientras lo tomaba por debajo de los hombros para llevarlo casi a rastras a lo largo del pasillo. Pasaban por una puerta, tal vez dos, quizás tres; entraban a la habitación. Frotaban sus rostros con vehemencia; su piel era tersa pero firme, gruesa; lo estrujaba, le quitaba la ropa, lo tumbaba en la cama, le metía la lengua en el oído, sentía su peso sobre la espalda, su olor lo penetraba, el malestar se transformaba en placer, se quedaban dormidos…
A la mañana siguiente, Milton despertó en un viejo sillón con un intenso dolor de cabeza y una nueva sensación en el cuerpo; confundido, se levantó y, antes de salir, echó una última mirada a los cuerpos de Donaciano y Micaela, quienes yacían desnudos en la cama con las sábanas envueltas entre sus piernas. Al otro lado de la puerta, su tía lo esperaba con el teléfono en la mano. Era su madre llamando desde la cárcel.
Continuará…