La ciencia no abate a la muerte y la religión no aniquila al pecado. La primera, si acaso, logra retrasar su triunfo al tiempo que se jacta de prolongar la vida, sin juzgar si quien la recibe es meritorio de ella o no; la segunda, apenas y consigue decretar ciertas normas que, constantemente, van en contra de ese deseo que Dios le proveyó a la raza humana.

¿Dios? Ya no lo recuerdo, a pesar de que él nos haya dejado aquí y estableciera este ethos que solía producirnos tanto placer. Tampoco recuerdo a mi padre, pues él está encerrado allá, en el abismo sin fondo que surgió entre llamas debajo del Caos, de esa zona que contiene todos los elementos que existen y en donde todo está sumido en un espacio confuso. Empero, siento la ascendencia de ambos en este mundo cuyos habitantes sucumben ante nuestra naturaleza, aun si los arcángeles y los ángeles los acompañan sin que la mayoría de ellos lo perciba.
Mi padre, —nuestro padre, querido hijo, tendría que haber salido de su encierro hace varios años ya, pero no fue así; nací yo de él que es diablo y es serpiente; justo después, naciste tú de él y de mí, que soy mujer y soy serpiente, unos momentos antes de que iniciara la batalla en el Cielo de Cielos, para convertirnos en esa triada fortalecida que se opuso a la del Omnipotente. También Milton es nuestro padre, puesto que él nos hizo visibles ante los ojos de la humanidad, aunque ya tarde, tarde para ellos, pero no para nosotros, que deambulamos por aire, tierra, fuego y agua; que atravesamos la vida para liberar el deseo y despojarlos de su carga, de esa carne que llevan a cuestas y que los hace arrastrarse justo cuando menos la necesitan; que les sirve de vehículo para realizar las hazañas más maravillosas o los actos más ruines que ni siquiera yo hubiera podido imaginar.
También hace muchos años escuché a un hombre dictar la sentencia “Dios ha muerto” y me pareció absolutamente absurdo, pero ahora no estoy tan segura de que eso haya sido un engaño. Se suponía que nuestro progenitor regresaría con la mayor de sus rabias, que el Hijo se haría presente por segunda vez, y que nosotros encontraríamos el fin que desde hace siglos tanto anhelo. Pero no, no ha sido así, y seguimos como si apenas hubiéramos comenzado para devorar la carne y roer el alma hasta que ellos, los hijos de Adán y Eva, dejen sus restos putrefactos junto al árbol del conocimiento del bien y el mal sin la menor esperanza de resurrección, al contrario de lo relatado por Miguel al padre original.
Aunque debo reconocer que nuestro padre tiene grandes habilidades para esconderse detrás de varias formas y sustancias, como la de un sapo robusto y rugoso que estira y encoje sus patas tras croar palabras humanas entre los arbustos; la de un cormorán que alegre divisa el suelo que pisan los hombres desde la rama de un árbol, e incluso la de un querubín radiante y en apariencia incorruptible que busca la ruta al Paraíso. Esto me provoca alzar la mirada para preguntarme si no está aquí, en este mundo, suelto entre los que nacen y perecen, entre los que duermen y despiertan dormidos. Nadie, salvo Dios ―que también parece estar dormido― es capaz de hacerlo revelar su propia naturaleza si él no lo quiere; ni Uriel, ni Ituriel, ni Gabriel pueden tener certeza de su presencia a menos que lo rocen o lo toquen con alguno de sus cetros o espadas, que develan la verdad del alma.

¿Acaso será él? ¿Ese que por accidente se convirtió en el hombre más poderoso sobre la Tierra tras gobernar ese país al Norte de América? Quisiera pensar que sí, que es él, porque deseo desde hace mucho mi propia muerte, puesto que aquella ocasión en que nos tuvo ante él por primera vez no reconoció a su propia prole, a nosotros. No lo culpo, porque el deseo furtivo en alguna parte de su ser le provocó engendrarnos en un trance terrible y doloroso, tanto que ni siquiera lo recuerda; aunque como haya sido, cada vez que la Tierra le da una vuelta al Sol, y cada vez que la Luna da una vuelta a la Tierra, yo deseo que esto termine, que la inmortalidad que tengo sobre los mortales concluya para olvidarme del infinito y misterioso macrocosmos, y de este maldito y oscuro microcosmos en el que fui condenada a deambular. Al principio, solía disfrutar verlos sucumbir una y otra vez ante su deseo prohibido, ese que tuvo su origen cuando Eva y Adán probaron el fruto irresistible del árbol más humano y divino que jamás haya existido; luego, no sé después de cuántas lunas empecé, primero, a aburrirme, y más tarde, a sentirme absolutamente ignorada ya que los hombres y las mujeres que aquí habitan ya no necesitan de mí para sentirse inspirados. Pareciera que toda mi esencia ya está dentro de sus almas ―o sus corazones,como la mayoría de estos entes banales suelen nombrarla― porque ya no tengo que acecharlos para que resurja aquello que Dios también les proveyó.
Me parece injusto que con más frecuencia de la que quisiera, muchos de ellos, especialmente quienes más me llaman cuando no están embebidos en un agua que creen glorificar o cubiertos con una sotana que contradictoriamente simboliza la pureza, imputan sus desgracias y malas obras a mi padre y al tercio de ángeles que lo siguieron en su rebeldía, cuando él únicamente les mostró el libre albedrío, revivió eso que estaba en estado latente, pasivo, y que el Todopoderoso les procuró como parte de Su dualidad. Algunos creen que todo se originó con la creación del árbol del bien y el mal, pero no fue así; todo va mucho más allá de aquel suceso en el Paraíso, y llega hasta el inicio del universo que nació de la explosión de materia surgida del Caos, como Dios, que tal vez fue un mero accidente ontológico en medio de tanta confusión. ¿Quién puede saberlo? Le han llamado Aten; Zeus; Júpiter; Mitra; יהוה o Yahweh o Jehová; el Señor o Jesús o Cristo o Jesucristo; Al-lah o Ar Rajmán o Al Yabar; Jah Rastafari; שם המפורש; Bhagavān; Shivá; Shangdi; Tian; Quetzalcóatl; Kukulkán… Yo, simplemente lo conozco como El Padre porque de él se originó no todo ―porque hay otros mundos y otros universos fuera del espacio que él domina o solía dominar― sino este cosmos finito que los humanos intentan traspasar en vano, en el que circundan los ángeles libremente, en el que estamos tú y yo, hijo mío.
Pero, aunque todos me llaman y saborean el manjar que les ofrezco, no todos sucumben de forma irremediable ante mis artes seductivas. A ellos los odio y los admiro, puesto que intentan alejarse de mí para acercarse a mi sustancia antagónica, y recorren su propio camino sin la influencia de los semidioses. A ellos solo los observo, porque rememoran algo en mi pasado lejano, tan alejado de lo que ahora veo que me parece casi imposible que alguna vez lo haya siquiera tocado…
