La separación de los siameses: una imagen mental del terremoto de 1985

Hacía un calor intenso, incómodo, que escurría mis ganas de estudiar entre el cabello húmedo y la playera del uniforme; parecía que Hipnos me guiaba por ese camino suyo, desviándome de aquel monólogo que la profesora de Historia daba sin ofrecer tregua. No era el único, pues al voltear hacia las filas traseras notaba un compañero que pretendía escuchar mientras a ratos dormitaba; otro que dibujaba siluetas en su cuaderno sin prestar atención, y uno más que miraba una revista sobrepuesta sobre el cuaderno y que despertaba la curiosidad adolescente de los que estaban a su alrededor. Al frente del salón la situación no era muy distinta, aunque sí menos evidente; algunas compañeras escribían (aunque no supe si se trataba de una carta de amor, de sus sueños, de algún chisme escolar o incluso de la clase); otras fijaban la mirada hacia adelante como queriendo incrustar sus pestañas en el pizarrón, y una más, quien era de las más hábiles e inteligentes del grupo, ostentaba un audífono en su oreja izquierda, pues argumentaba que tenía un problema en el oído (aunque más tarde confesara que estaba oyendo música en la radio).

Así transcurría esta lección sobre el pasado de la humanidad, un pasado que había tenido un impacto reciente para mí, para los que estábamos en esa aula, y para la escuela entera. Corría el año de 1986, y ya había comenzado el verano; faltaban solos algunos días para las vacaciones y yo las esperaba más que antes, más que nunca, especialmente por esa elevada e insoportable temperatura que agobiaba mi espacio escolar hacia las horas del mediodía. La razón no era ni la edad, ni el clima en sí mismo; tampoco la crisis económica ni el mundial de fútbol, sino la manera implacable con la que los rayos de sol se conducían entre las láminas de metal del salón, como si estuviéramos dentro de un gran horno destinado a cocinar nuestros todavía tiernos cerebros. A estas aulas prefabricadas les llamábamos “los gallineros”, pues en nuestras mentes evocaban más a un corral de aves domésticas que a un salón de clase no solamente por su forma, sino porque estaban montadas sobre la cancha de fútbol, que era de terracería. Yo iba en una escuela pública, aunque esa no era la razón de las condiciones ergonómicas que en ese entonces padecíamos, sino que se trataba de algo más grande, de un evento que había sacudido a la Ciudad de México —en ese entonces todavía Distrito Federal— hacía menos de nueve meses.

En aquellos días, comenzaba su curso mi tercer año de secundaria en la escuela “República de Chile”, que todavía se erige cerca del cruce entre Calzada de la Viga y Ermita Iztapalapa. En mis días de estudiante, la escuela contaba con tres conjuntos arquitectónicos: el primero —que se ubicaba  al entrar por la puerta principal y virar a mano derecha— era un edificio con una sola planta que albergaba las oficinas del personal administrativo y la dirección; el segundo, que desde el mismo punto de inicio se encontraba del lado izquierdo, tenía tres niveles, y contenía todos los salones de clase; el tercero, que estaba frente al edificio de la dirección, alojaba los talleres de dibujo técnico y estructuras metálicas, entre otros oficios. En medio de las tres construcciones, se encontraban el patio central y las canchas de basquetbol, para rematar al fondo con la cancha de fútbol y los baños, lugares comunes y a la vez prohibidos para aquellos que buscaban intimidad o pretendían realizar actos de rebeldía escapándose a las horas de clase.

El inmueble que correspondía al de los salones no era uno solo, sino dos de la misma forma que habían construido uno contiguo al otro, como si fueran siameses unidos por los costados de sus cuerpos. En el segundo piso estaban las aulas de primer año, en el primero las de segundo, y en la planta baja las de tercero. Los alumnos de segundo eran los peores según la mayoría de los maestros, y especialmente de los prefectos, pues decían que ya habían superado el proceso de adaptación a la secundaria, y que no les importaba el examen de admisión a la preparatoria, asunto que a los que íbamos en tercero —y teníamos la posibilidad de seguir estudiando― comenzaba a preocuparnos.

Yo vivía a unas diez cuadras de ahí, en el hogar familiar, y mi papá tenía el hábito de conducirme en su auto hasta el acceso principal antes de irse a su trabajo. La hora de entrada era a las 7:30 de la mañana, razón por la que solíamos salir diez minutos antes, pero, en la mañana del 19 de septiembre de 1985, los eventos transcurrieron de forma dramáticamente distinta. A las 6:45 AM, mi mamá me dio el tercero de tres avisos en el que me advertía sobre la posibilidad de llegar tarde a la escuela. Entre sueños, finalmente conseguí despegarme de la cama y avanzar hacia el baño que solamente yo usaba a esa hora, pues tenía la fortuna de ser el hermano menor de otros dos que se regían por un horario distinto. Así, tomé un baño raudamente, y me dirigí de nuevo a mi recámara para vestirme alrededor de las 7:05.

La rutina seguía su curso. Tras peinarme, bajé a desayunar tranquilamente. Tomé un jugo de naranja, una rebanada de pan con jamón y un huevo tibio, mientras mis padres escuchaban las noticias matutinas en la radio. Terminé con el desayuno y me dirigí al baño para lavarme los dientes, con lo cual concluí cerca de las 7:15, listo para tomar mi mochila y subirme al auto de mi papá. Hasta aquí terminó todo lo que pude haber anticipado con certeza la noche anterior. Tomé mi mochila y, al agacharme para colgarla sobre mi hombro, sentí un mareo; volteé a ver a mis padres y ellos se miraron entre sí abriendo los ojos más de lo usual. Percibimos el movimiento ondulatorio del piso, luego trepidatorio. El comentarista en la radio anunciaba que estaba temblando.

El suelo comenzó a moverse más fuerte, más rápido; despertaron a mis hermanos y los cinco nos colocamos debajo de vigas sostenidas por muros de carga. De pronto, el comentarista fue silenciado por la suspensión de energía eléctrica y, en contraste, la naturaleza provocó una diversidad de sonidos que arrancaron los dios mío y las voces de angustia de la garganta de mis padres: crujidos en las paredes; macetas cayendo; lámparas oscilando; agua desbordándose de una pecera; alarmas de autos; aullidos de perros. El movimiento se hizo más intenso hasta que ya no hubo nada que decir; solo se podía esperar. Esperar lo que fuera. Nos abrazamos, hasta que poco a poco se fue deteniendo. Algunos minutos después, que sin duda han sido de los más largos de mi vida, regresó un silencio casi absoluto, una aparente calma que solo era irrumpida por el acelerado latido de los corazones.

Antes que cualquier otra cosa, mi papá —como buen ingeniero— decidió revisar rápidamente la casa en busca de fisuras, grietas y cualquier otro tipo de daño estructural a causa de las salvajes vibraciones de la superficie terrestre que recién nos había sacudido. Para nuestra fortuna, solo había un par de cristales rotos y una grieta en el recubrimiento de una pared; “nada grave”, dijo mi papá con cierto alivio. Ya pasaba de las 7:30 de la mañana, por lo que salimos de la casa y subimos al auto para ir camino a la escuela. Mientras esto sucedía, comencé a sentir emoción, pues ya había experimentado sismos en el pasado, y ello normalmente animaba la conversación con los compañeros de clase. Entonces no estaba al tanto de lo que había ocurrido.

Emprendimos la marcha por la ruta de siempre; los árboles seguían de pie, los postes de luz se mantenían unidos unos con otros a través de los cables, y las casas no mostraban daños visibles. Llegamos a la Calzada Ermita Iztapalapa, la cruzamos, y continuamos por una calle perpendicular, para luego girar a la derecha con dirección a Calzada de La Viga. No había ninguna novedad hasta ese momento, pero, al estar sobre La Viga, comencé a ver gente corriendo; algunos eran adultos, y muchos otros adolescentes como yo, con uniformes de suéter verde sobre un fondo blanco, y vestimenta gris a cuadros de la cintura hacia abajo. Pude notar rostros desesperados, lágrimas, pesar, pero lo que más llamó mi atención fue una niña de tez morena clara, sola, de estatura baja y con cabellos negros, rizados, que se movían delicadamente por el accionar del viento. Creo que era de primer año. Estaba de pie, con algo de polvo sobre sus ropas y completamente inmóvil, como si esperara que su condición de piedra le salvara de repetir una y otra vez en su cabeza la escena que acababa de presenciar.

Conforme avanzábamos, se empezó a dibujar sobre la calzada una nube gris con tonalidades blancas, que crecía hacia arriba de la calle y se desvanecía en el cielo, mientras de ella salía más gente llena de polvo y desconcierto. Al llegar al frente de la escuela notamos que, si bien pudo haberse confundido con un campo de guerra, nada había explotado, empero, los dos edificios en los que se encontraban los salones de clase se habían derrumbado por completo. Nos detuvimos por un momento en frente del caos, en el que traté desesperadamente de encontrar con la vista a algún amigo, a algún compañero que hubiera estado ahí, pues yo necesitaba saber cómo había pasado, saber si alguien ya estaba adentro, o si podíamos esperar un evento más trágico de lo que ya era. No vi a nadie conocido y, de haberlo visto, no sé si hubiera podido articular alguna oración coherente. Luego, mi padre dijo que debíamos regresar a la casa, porque quería volver a revisarla. Yo me quedé callado, imaginando todo. Seguimos por La Viga y antes de cruzar nuevamente Ermita, nos percatamos de que un edificio de Teléfonos de México, de unos ocho pisos de altura y que estaba casi en la esquina, aparecía con grietas enormes tanto en el muro lateral como en el frontal. Al proseguir, pasamos por una escuela primaria; su pared exterior aparecía totalmente cuarteada, aunque de pie, y con algunos padres de familia e infantes en la puerta de entrada. Por fin regresamos a la casa, y yo todavía no podía creer lo que mis ojos me decían. Fue entonces cuando comprendí la magnitud de lo que había ocurrido.

El resto del día fue gris oscuro; no hubo luz ni agua ni teléfono en la casa, y los sonidos que en la mañana de ese día habían correspondido al terremoto, ahora se transformaron en sirenas de ambulancias y patrullas que el aire propagaba hasta nuestros oídos. Mi madre encontró unas baterías, y las usamos para encender la radio y escuchar lo que había acontecido en otras partes de la ciudad. Así, supimos que se había colapsado una escuela para mujeres cerca de Tlalpan y Taxqueña con alumnas y maestros adentro; que el edificio de la estación que mis padres estaban oyendo justo antes del catastrófico evento cayó, y que estaban usando el entonces estadio de beisbol como patio fúnebre ante la necesidad de albergar una gran cantidad de cadáveres. Todo esto me pareció increíble, surreal, como sacado de uno de los libros de ciencia ficción que mi hermano acostumbraba a leer y, por primera vez, supe que el mundo iba mucho más allá de lo que yo tenía a mi alcance a mis catorce años de edad.

Transcurrieron los días y varias réplicas del terremoto, y con el paso del tiempo comenzamos a ajustarnos a esa nueva realidad, aquella dictada por la madre naturaleza y varias faltas de apego a la normatividad de construcción. Una semana después nos citaron a una junta escolar, en la que entre una cantidad considerable de escombros nos dijeron que nadie había muerto a consecuencia del derrumbe, y que el único lastimado había sido uno de los prefectos, quien se encontraba en el patio central al momento del terremoto y fue alcanzado por una piedra que le fracturó el brazo. Nos explicaron que los edificios se habían colapsado por en medio y habían caído en direcciones opuestas, como si un cirujano hubiera separado a los siameses, sin anestesia y de tajo, para hacerlos independientes uno del otro. También nos informaron que las clases iniciarían en aproximadamente un mes, y que la Secretaría de Educación Pública haría un reajuste al calendario para garantizar que no perdiéramos horas.

Por último, mencionaron que instalarían aulas provisionales en la cancha de fútbol, pues no había una fecha planeada para la reconstrucción de la escuela. Al escuchar esto, yo me imaginé teniendo clase en pequeñas cabañas de madera, tal vez por el recuerdo de las que alguna vez visité en la sierra de Michoacán; sin embargo, mi visión se vio opacada cuando, casi dos meses después, fui presentado ante las estructuras de acero y las paredes de latón que fueron mi segundo hogar durante el último año de la secundaria: los gallineros de la Escuela Secundaria Diurna Número 79, “República de Chile”.

Publicado por Mauricio

Inquieto y melancólico. Ingeniero Industrial y Licenciado en en Lengua y Literaturas Modernas (Letras Inglesas) que gusta de leer, escribir y traducir. Restless and melancholic. Industrial Engineer with a B.A. in English Language and Literature, who enjoys reading, writing and translating.

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