Natán, el Otro (Inicio)

Desde que comienzas a cobrar consciencia de que existes, sabes que algunas personas valen más que otras, al menos para ti. Desde que tus alas asoman su tersa y firme estructura, permiten que te desplaces por algún ínfimo sector del macrocosmos al que perteneces; primero allá, en lo más lejano, y luego aquí, en la cercana complejidad del microcosmos. Ese pequeño mundo dentro de ti también es infinito, y se encierra reticente por debajo de tu piel, de tu cráneo, de tus tejidos. Esa exploración, ese deseo, esa incesante travesía por el yo y el ellos, por el uno y los otros, es casi como el agua. Cuando tienes sed, la bebes. Cuando no la tienes, se te seca la vida y desesperado le ruegas a alguien por unas cuantas gotas. A veces es clara, y otras tantas más es turbia, tanto que nubla el objetivo que persigues: tú mismo o, de manera más precisa, eso que eres tú mismo y que quieres ser para quienes te rozan en el trayecto de la vida que, si eres afortunado, solo libera la muerte.

Acaso, ¿ellos tendrán esa herencia en la penumbra de esta calle vacía? ¿Por fin podrán experimentar esa otredad, ese cambio a energía pura que los llevará a seguir impulsando a la Naturaleza? Aún no lo sé, pero intuyo que después de esta noche que arropa su lasitud, nada será igual…

Prólogo

El día comenzó a ceder su luz a la oscuridad y, tras la sobremesa en la terraza de un restaurante, pagaron la cuenta sin que las miradas dejaran de revelar algo nuevo ―o de distinta forma― en el rostro del otro. El ocaso enrarecía el entorno, y ellos debían buscar un refugio cálido para seguir explorándose, uno que procurara el calor íntimo entre el frío-invierno de los corazones de la ciudad. El aire soplaba con mayor intensidad al tiempo que se dirigían al lugar donde habían dejado el auto, en el andar bajo una Luna llena que prometía ser roja. Mientras las sombras seguían en su gradual, pero incesante curso hacia la atmósfera de la Tierra, ellos sintieron un desconcertante escalofrío que invadió las células óseas en lo más profundo: iban a cruzar la siguiente calle cuando una silueta, de lóbregos cabellos desparpajados al volante de un vehículo compacto, aceleró para impedirles el paso sin siquiera sonar el claxon. Se quedaron ahí, de pie, impávidos, como si esperaran que la estela invisible que había dejado el raudo automóvil desapareciera por completo. Todavía ahí, voltearon hacia el cielo y vieron que, entre las ramas de un gran árbol, el satélite natural comenzaba su falsa metamorfosis para tornarse color sangre.

Se abrazaron, y con el mutuo círculo protector que formaban sus extremidades lograron tranquilizarse un poco. Se soltaron en silencio ―un silencio que parecía mezclarse con el de las calles vacías hasta convertirse en uno― y continuaron su camino hasta que por fin llegaron al auto para subirse y emprender la marcha. Orión conducía, en tanto que Natán observaba lo que trascurría a su alrededor, sin hablar; tampoco había mucho que ver, puesto que daba la impresión de que la gente no había salido, o de que ya había regresado a su encierro y no tenía más asuntos que atender en las calles de esa parte de la metrópoli. El viento seguía su flujo ―aunque ahora con un poco más de ligereza― y provocaba que algunas hojas y flores de las jacarandas que adornaban las banquetas se desplazarán sobre la avenida en donde circulaban. De pronto, la luz roja de un semáforo provocó que frenaran gradualmente para hacer una pausa en el camino; ahí, apareció una envoltura blanca, como de un regalo, que brillaba bajo la luz artificial del alumbrado y se liaba con el aire enfrente de ellos. La simplicidad de la escena cautivó su atención, pues los gráciles movimientos ocurrían a unos centímetros del parabrisas mientras el objeto se elevaba y alejaba sutilmente. En eso, escucharon que alguien golpeaba con nervio la ventanilla del lado de Natán; el ruido era fuerte, casi estruendoso, y esto se debía a que la persona, allá en las afueras, lo hacía con un anillo de metal que portaba en el dedo índice. Un anillo platinado con una gran calavera de ojos rojos, de piedra. Ambos voltearon la cabeza hacia ese lado para mirar a su invitado sorpresivo: era un anciano con sombrero y bastón que presuntamente pedía una limosna. Al abrir la ventanilla y verlo de cerca, notaron su piel gruesa y arrugada, sus labios deshidratados, y los dientes chuecos y amarillos; no obstante, una gruesa capa blancuzca que cubría sus ojos fue lo que más les impresionó. Orión se apresuró a sacar alguna moneda de su bolsillo que pudiera dar al anciano, y Natán solo le miraba esos ojos que no podían verle de regreso, al menos no con un reflejo en la superficie de los suyos. La luz cambió a verde, y ante la premura del arranque Orión soltó las monedas, que cayeron debajo del asiento.

― Disculpe señor, pero se me cayó todo lo que tenía y debemos irnos, – dijo Orión.

― Fui hombre, luego mujer, y otra vez hombre -dijo el anciano con una voz áspera y grave. Tengan cuidado, viene la gran bestia, ¡la bestia del camino! -remató.

Natán no supo qué decir, o hacer, y solo se le ocurrió cerrar la ventanilla tan rápido como pudo. Orión retomó la marcha con una mano en el volante, y con la otra entrelazó sus dedos con los de Natán, que se encontraban sudorosos y algo fríos. Ante ello, se miraron una vez más y sonrieron, aliviados, quizá porque recordaron lo que eran juntos, más allá de la individualidad reflexiva o aterradora o melancólica de la vida. Siguieron así, entretejidos, con la vista al frente y una sensación de calma que progresivamente disipaba la presencia del anciano, de la tela grotesca sobre sus ojos, de la silueta que casi los embiste, de la Luna que prometía convertirse en sangre de lobo. El abismo que habían sentido ya no estaba vacío, y la Tierra misma parecía llenarlo como si se formara a partir de una noche estrellada a causa de su propio encuentro. La marcha de Cronos parecía haber perdido trascendencia, y el tiempo se escondía en algún lugar del subsuelo para permitir que solo la oscuridad abrazara la piel para cobijarlos.

Por fin, arribaron al refugio donde podrían estar solos. Estacionaron el auto, se acariciaron mutuamente como cuidándose uno al otro, y bajaron del vehículo para subir escaleras y entrar a la cálida habitación que los recibía silenciosa, con una calma crepuscular provocada por la luminosidad tenue que penetraba el cristal de la ventana. Justo a un costado de ahí, bajo el encanto de la noche que habían contemplado, los brazos cedieron al toque del otro; las manos iniciaron su recorrido por las telas, luego por las tersuras, hasta envolverse entre los lienzos blancos para dibujar y pintar sus figuras. El océano interno se había agitado, y la marea crecía constantemente bajo la luz escarlata que cubría todo; el vaivén de las olas en el mar interno era cada vez más intenso, más salado, y humedecía completamente los cuerpos que libraban una batalla para fundirse. El rojo ya estaba dentro y fuera, como una sangre de vida que anticipaba la creación del universo mismo cuando, de manera súbita, se escuchó un golpe de viento que abrió la ventana con violencia, un viento que levantó las translúcidas cortinas hasta impulsarse para rozarlos y refrescar sus ganas de continuar sin detenerse, sin dejar que el mar adentro en las venas dejará de moverse con fuerza. La espuma del piélago que se había formado a partir de ellos llenó sus cuerpos y, tras largos suspiros, llegó la tranquilidad ansiada. Afrodita había visto la luz una vez más.

La serenidad que experimentaban los dejó tumbados ahí, sobre la cama, por varios minutos en los que el satélite natural llegó al cenit de su faceta más inusual. Con el sudor todavía deslizándose por la espalda, se levantaron para mirar por la ventana y ver en el cielo desnudo de nubes al gran astro, ahora carmesí, como una esfera perfecta y brillante que parecía pender de la nada solo para ellos, mostrándose ante la manera única con la que observaban las cosas más simples cuando estaban juntos. Alrededor de la esfera, algunas estrellas presumían su traje de gala color plata, mientras un nuevo ciclo abría su entrada para invitarlos a construir promesas recién nacidas. Ya era enero, y sus sueños se revolvían aún con las sábanas a la espera de un suave despertar. Siguieron ahí, atentos, cautivados por la gran Luna, hasta que Orión suspiró profundamente para caminar hacia el sofá de la habitación en el que había lanzado su ropa. De uno de los bolsillos, sacó su teléfono celular, y comenzó a buscar una canción en su biblioteca de música.

― ¿Qué haces? -preguntó Natán, con esa expresión en su rostro que solo Orión sabía leer entre esos ojillos negro azabache que acentuaban su ternura intrínseca.

― Estoy buscando una canción de Smashing Pumpkins que quiero que escuches….

By starlight I’ll kiss you

And promise to be your one and only

I’ll make you feel happy

And leave you to be lost in mine

And where will we go

What will we do?

Soon said I will know…

La música sonaba, y con el riff melódico de la guitarra su carne volvía a buscarse, a unirse para ser uno en medio del invierno que imperaba allá afuera. La Luna seguía ahí, enorme, en su viaje de elipses infinitas, pero ahora era ella quien los miraba de reojo a través de la ventana; se sonrojaba, se tornaba más intensa, más roja, e interactuaba con sus protuberancias y sus comisuras a través de la luz reflejada en sus cuerpos. Aplacados, después de esa primera vez en un motel de paso, finalmente el dios de los sueños los venció para quedarse dormidos al compás melódico de Farewell and Goodnight, de Tonight, Tonight… Cuando despertaron todavía era de noche, y tuvieron que levantarse para dejar el arrullo de la cama de algodón y espuma y proseguir su viaje hacia la casa de Natán, pues uno debía ir al trabajo y el otro a la universidad al día siguiente. Se vistieron, platicaron de lo que harían después ―o de lo que creían que pasaría después― y descendieron a nivel de piso para subirse nuevamente al automóvil de Orión, que se sentía algo helado a consecuencia del clima y del súbito cambio de temperatura en su entorno. Salieron y, con un semblante algo adormilado y sereno, prendieron marcha una vez más, una marcha que provocaría un encuentro inusitado con esa otra cara de la vida.

Varios minutos más tarde, tras una nube de polvo que se movía con el capricho del viento, era posible distinguir a Orión ahí, con el cuerpo lánguido y el deseo tirado al piso, en medio del camino que le había trazado la oscuridad. Justo cuando la espesa nube comenzaba a disiparse, pudo abrir los ojos y mover ligeramente la cabeza hacia donde estaba el auto, y quiso verlo, saber de él, consolarlo allá en esa caja de acero y aluminio que había sido arrancada de la calle con violencia. Rápidamente, los párpados empezaron a pesarle como si sobre ellos estuviera la Luna, y tuvo que regresar a la sombría incertidumbre al tiempo que una lágrima conseguía deslizarse por su rostro cortado. Fue entonces que empezó a escuchar sirenas a lo lejos, de esas que van de un lado a otro en el mar de concreto no para encantar a los hombres, sino para hacer un intento por sanar sus heridas visibles.

En ese instante, comenzó a enfocar varios cuadros que alcanzaron a reconfortarlo, e imaginó a Natán no como en realidad estaba algunos metros detrás de él, sino justo antes, con esa beldad externa que precedió al choque: sus ojos grandes y sus pestañas ligeramente rizadas; su cabello oscuro que se deslizaba con facilidad entre sus dedos; su nariz ancha y voluminosa que le daba un toque más viril a su rostro travieso; sus labios carnosos, de fuego, besucones, y su escasa barba de pelillos delgados y ralos que jugueteaban entre sí sobre la tersura de su hermosa piel cobriza… Así lo imaginó, o lo vio, recorriendo todo su cuerpo desde la cara, para luego ir bajando a todo lo que en ese instante no podía ni oler, ni tocar, ni tener, pero que guardaba en la parte más añorada de su memoria cuando el tiempo no quería tenerlos juntos.

Bruscamente, en su cabeza se hizo un silencio absoluto; desaparecieron las sirenas y los motores de los vehículos que iban llegando. Entonces, Orión comenzó a percibir manchas de colores sobre un fondo negro al interior de sus párpados y dejó de sentir el viento frío a lo largo de su capa externa; apareció la imagen de la nube de polvo, del auto chocado, de su mano queriendo alcanzar lo que alguna vez fuera una fantasía. Una fantasía que finalmente se hiciera realidad. Se veía con él, en un despertar entre sábanas blancas, limpias, acariciándose mutuamente, contemplándose con una mirada profunda, tan honda, que Orión podía verse a través de ella cuando todavía era casi un infante. Mientras los policías acordonaban la zona y los paramédicos hacían uso de cada dispositivo a su alcance para intentar revivirlo, los retratos de su pasado reciente se fueron dispersando para transformarse en el entendimiento de su esencia, aquella que había iniciado cuando, todavía ingenuo, empezaba a coquetear con la sexualidad y el erotismo que le ocasionarían una tormenta interna durante muchos años por venir…

Publicado por Mauricio

Inquieto y melancólico. Ingeniero Industrial y Licenciado en en Lengua y Literaturas Modernas (Letras Inglesas) que gusta de leer, escribir y traducir. Restless and melancholic. Industrial Engineer with a B.A. in English Language and Literature, who enjoys reading, writing and translating.

3 comentarios sobre “Natán, el Otro (Inicio)

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