El primer acercamiento

Hoy va a nacer tu nuevo hermano, justo en este día que es tan importante para ti, no porque él vaya a llegar a esta Tierra que parece desconocernos cada vez más a causa de nosotros mismos como si nos hubiéramos convertido en sus hijos bastardos sino, simplemente, porque es tu cumpleaños. Aunque todavía hay muchas cosas que no entiendes, quieres empezar a comprenderlas, y te preocupas en especial por el paso del tiempo; la muerte todavía es ajena a tu conciencia, y una ínfima parte de la interrogante de la vida se asoma desde lo más recóndito de tu habitación cuando apagas la luz. Por ello, pretendes que hoy que cumples años, tus padres te regalen un reloj de pulso, pues hace unas semanas te dijeron que todavía eras muy pequeño para un teléfono celular; además, notas por primera vez que el calendario con imágenes de perritos que colgaron en tu pared sí tiene una utilidad y aunque tu mamá ya lo había hecho con un plumín de color rojo— sientes la necesidad de remarcar el día de hoy con un plumón color azul, como si apenas y comenzaras a percibir que estás creciendo.

Tu tía Lavinia, que se quedó en casa para cuidarte mientras tus padres regresan del hospital, llega de pronto a tu habitación y observa el calendario marcado; sonríe, y te pregunta qué quieres hacer para celebrar el día en que naciste. Tú intentas reflexionar la respuesta, y sin planearlo te dan ganas de llorar; sientes tristeza por estar ahí sin tus padres, y con esta tía que nunca ha sabido cómo abrazarte. De cualquier modo, ella trata de hacerlo, aunque sus brazos se sienten ajenos, duros y fríos, y prefieres soltarlos para voltearte hacia tu litera y tirarte en la cama de abajo, con la vista hacia la pared y aferrándote al oso de peluche café que te reconforta cuando la oscuridad invade ese espacio que hasta ahora ha sido tuyo. Ella trata de sentarse al borde de la cama para consolarte, pero se arrepiente y mientras comienza a alejarse te dice que tal vez estés mejor solo hasta que te calmes; ante la mención de su salida, volteas tu cara hacia ella y le pides que se quede un momento, a lo que ella replica diciendo “sí, está bien” con una sonrisa tímida y rubor en las mejillas, para luego reposar en una silla de madera que está frente a la litera. Tras secarte las lágrimas que ya escurrían hasta la colcha de la cama y reincorporarte sin soltar tu oso, miras otra vez al calendario, y aunque le quieres preguntar por qué tu hermano tiene que nacer hoy, en el mismo día que naciste tú pero siete años antes, no lo haces, ya que temes que algo que te haga sentir más triste se esconda tras esa respuesta. En cambio, observas su rostro mientras ella desvía su mirada al techo y roza los labios contra sus dientes para darte cuenta de que en realidad se parece mucho a tu papá, no solo en los rasgos del rostro sino también en los gestos, y eso te hace pensar si tu hermanito, a punto de llegar, se parecerá a ti. Después de un silencio que te hace rascarte el cuello y mover los pies que rozan con el piso mientras permaneces sentado desde el borde de la cama, tu tía Lavinia finalmente decide hablar para decirte que no te preocupes, que tu mamá está bien y que tu futuro hermano y ella llegarán más pronto de lo que te imaginas; además, te dice que eres muy afortunado pues podrán festejar sus cumpleaños ese mismo día, juntos, como si fueran gemelos pero sin tener el mismo tipo de regalo por la diferencia de edades.

Ante la apertura del tema, tú te atreves a preguntarle por qué tus padres eligieron el mismo día para que ambos nacieran, ya que sin tenerlo claro sientes que te van a quitar algo, como si para darle vida a tu hermano tuvieran que robarte un pedacito de la tuya. Ella calla por un instante en el que parece pensar y, cuando abre la boca para responderte, se escucha que el teléfono de la casa suena una, dos y tres veces hasta que Lavinia reacciona y se dirige hacia la sala para tomar la bocina. Contesta. No distingues bien de qué está hablando, pero alcanzas a escuchar que es algo relacionado con el hospital, los médicos y el niño, y ves a tu tía abrir los ojos largamente mientras se toca el cachete con la mano izquierda. Dice algo sobre un cordón, algo sobre tenerlo enredado en el cuello, y eso te provoca imaginar a tu papá con su corbata bien puesta. No entiendes por qué una corbata puede causar tanto alboroto, si tú también la has usado en fiestas, y hasta una ocasión en una ceremonia escolar, en la que solo recibiste cumplidos, abrazos y caricias en la cabeza. Esto te trae memorias agradables. Sonríes, bajas la mirada y te desentiendes de lo que ocurre con la llamada, pues tu atención la capta ahora un sonido en tu estómago que te indica que ya tienes hambre.

Ya que tu tía no suelta el teléfono, decides ir tú solo a la cocina para prepararte algo sencillo de comer, como un sándwich de mermelada o unas galletas con chispas de chocolate y un vaso con leche; dejas a tu amigo de peluche sobre la cama, y te diriges hacia allá. Sin embargo, al entrar a ese espacio lleno de estanterías, ollas y sartenes, sientes que se te antoja algo caliente, ya que esa mañana de diciembre amaneció nublada, y el frío se filtra por las puertas y ventanas de la casa con mayor intensidad. Ante esto, adviertes que la cocina carece de cualquier tipo de ventilación directa, excepto por un tragaluz que se encuentra justo arriba de la estufa y que puede abrirse usando el palo de una escoba. Tú decides dejarlo cerrado para que no entre el viento. Te quedas un rato viendo la estufa, y luego tomas un banquito de plástico que tus papás guardan en una esquina, ahí mismo en la cocina. Lo colocas sobre el piso frente a una de las alacenas que están empotradas en la pared, y te subes en él; abres una de las puertas de la alacena y sacas una taza, esa que tanto te gusta y que tiene la figura de un elefante gris realzada sobre un costado. La dejas sobre la estufa y también alcanzas un pocillo de metal; cierras la puerta del mueble y te bajas del banco con la mano derecha ocupada por el traste.

Al pisar el primer escalón, te desbalanceas ligeramente y lo pisas mal; casi caes, pero te alcanzas a sostener de una de las manijas de la alacena, y solo te golpeas el codo del brazo derecho contra la estufa, el cual te sobas mientras maldices el metal que osó quedarse ahí para recibir tu hueso con tal rigidez. Quieres llorar, pero te aguantas —porque eso te han enseñado— y cuando el dolor cede vuelves a colocar el banquito en su lugar. Caminas unos pasos hacia atrás, demostrándote así que ya tienes mejor control de tu cuerpo, hasta que topas con la puerta del refrigerador; volteas, y ya no lo percibes tan alto como hace un año. Miras de reojo la foto que está sobre la puerta y la abres, para buscar un cartón de leche a medias que tu mamá dejó antes de que la condujeran con urgencia al hospital. Lo tomas, pero no cierras la puerta, y lo llevas hasta la estufa para vaciarlo en el pocillo que habías dejado ahí; al intentarlo, derramas un poco de líquido; te manchas la playera y empapas los ojos del personaje de caricaturas impreso sobre ella. Sacas unas servilletas, te limpias hasta que la humedad se absorbe parcialmente y tu ropa queda llena de restos de papel blanco. Vuelves a servir la leche y esta vez llenas el recipiente sin problemas, tirando luego el envase al bote de basura inorgánica. Después, te quedas pensando unos segundos si debes usar los cerillos o un encendedor para prender el fuego, pues ambos se encuentran a tu disposición dentro de uno de los cajones del fregadero. Finalmente, te decides por los cerillos, porque una vez viste a tu papá quemarse un dedo con el metal de la cabeza del encendedor al estar prendiendo un cigarro. Así, tomas el empaque, sacas un cerillo y tratas de encenderlo frotando la punta contra la superficie lateral de fricción en la caja; la primera vez, se cae casi sin quemarse, pero la segunda, lo logras. Giras uno de los quemadores de la estufa, acercas el fuego, y con sorpresa observas como se prende mientras sientes el calor muy cerca de tu mano. Te alejas para no quemarte y apagas el fósforo, tirándolo al piso para regresar a la estufa y colocar el pocillo con leche sobre el quemador encendido. Ahí lo dejas con la expectativa de que se caliente rápido.

En eso, recuerdas que había una llamada, que era del hospital y que tu tía estaba al habla, por lo que sales de la cocina para dirigirte hacia donde se encuentra el teléfono; llegas ahí, pero la bocina está colgada y Lavinia se nota pensativa, sentada sobre un sillón. Te acercas con miedo y curiosidad, y observas que se muerde las uñas de los dedos mientras la luz del día se refleja en sus ojos cristalinos. Le preguntas qué le han dicho, y ella te comenta que no es algo de lo que un niño como tú deba preocuparse; rápidamente te da la espalda y camina hacia la habitación de tus padres, evitándote. Tú sientes rabia, confusión, y por primera vez experimentas conscientemente lo que es sentirse ignorado. Ahora tú le das la espalda mientras caminas para llegar otra vez a la cocina, y descubres la puerta del refrigerador abierta; te apresuras a cerrarla y la empujas hacia adentro con fuerza, sin darte cuenta de que la leche se derramó después de haber hervido. Al cerrar la puerta, te quedas mirando por un instante esa fotografía que habías notado brevemente con anterioridad, y que está adherida por un imán con forma de iguana; en ella, apareces con tus papás la primera vez que te llevaron al mar, y vuelve a tu memoria el desconcierto que sentiste cuando tu incursión novata en ese vasto depósito de agua salada te dio una sorpresa desagradable. En aquella ocasión tenías un par de años menos que ahora, y recuerdas que, por distraerte con el vaivén de la espuma de las olas, te quedaste de pie sintiendo como el agua iba y venía arrastrando la arena debajo de ti. Entonces, arribó una ola más grande que las anteriores y te cubrió; caíste y te arrastró, como si quisiera llevarte hasta las vísceras del piélago. Trataste de asirte de algo, pero no encontraste nada, solo arena y piedras que se revolcaban contigo en medio del agua; pudiste abrir los ojos por un breve instante, y alcanzaste a ver cómo dabas vueltas mientras la corriente te impulsaba de manera violenta. Fue en ese momento que te percataste de una mano que rodeó uno de tus tobillos, sin saber si fue el izquierdo o el derecho, y que detuvo tu avance forzado hacia las entrañas del mar. Luego, esa mano se convirtió en dos, y el abrazo se extendió a todo tu cuerpo; era tu padre, quien reaccionó rápido al verte indefenso y había logrado llegar hasta ti. Pudiste salir del agua entre sus brazos, y te llevó hasta uno de los camastros que tenían debajo de una palapa en la playa. Comenzaste a tratar de respirar al tiempo que ibas tosiendo y escupías agua, mientras un mareo que nunca habías sentido te inundaba la cabeza.

Pareces recordarlo tan bien que sientes que lo vives una vez más, pues el mareo se siente real, aunque esta vez es distinto, ya que ahora tienes náusea y mucho cansancio ante un olor que no te gusta; tu cuerpo está pesado y tu rostro somnoliento, tanto que decides dejarte caer lentamente, y lo haces deslizando tu espalda sobre la superficie del refrigerador hasta llegar al piso. Te quedas ahí, con ganas de moverte, pero sin poder hacerlo, como aquella vez que estabas sobre el camastro con el traje de baño lleno de arena y el calor húmedo que hacía escurrir el sudor por todo tu cuerpo bronceado. Ves el rostro de tu padre llamándote entre sueños para que despiertes, y sientes las manos de tu madre limpiándote la arena del cuerpo, al tiempo que deja salir algunas lágrimas que percibes por la manera en que jala aire por la nariz…

De pronto, también escuchas a tu tía Lavinia, aunque sabes que ella no estuvo con ustedes en ese viaje al mar; grita tu nombre, grita “¡Eneas!” varias veces; te sacude con fuerza y te pasa la mano por la cara; tú quieres reaccionar y decirle que te deje un rato más en la playa, en paz, pero nada en tu cuerpo aletargado lo permite. Con una sensación que te incita a creer que podrías estar flotando, ruedas sobre el camastro hasta caer suavemente sobre la arena que ya no se siente incómoda, rasposa, sino más bien suave, como si estuviera cubierta por el peluche de tu muñeco favorito, ese oso café que tanto quieres. Alcanzas a distinguir que alguien te carga y piensas que probablemente sea tu tía, aunque ya no puedes saberlo, pues el sol, ese sol intenso que te hace sudar, emite una luz deslumbrante que no te deja ver. Repentinamente ves pasar unas nubes grises que cruzan el cielo, justo como esas que observaste al despertar en tu cumpleaños número siete a través de la ventana de tu cuarto. Desplazándose rápidamente, interfieren con tu vista del cielo y tapan el sol, haciéndote sentir ligeramente aliviado a pesar de que ya no puedes abrir los ojos, hasta que paulatinamente caes en una especie de oscuridad interna. Te colocan un aparato sobre el rostro que apenas y alcanzas a distinguir, que hace más intenso el ruido al respirar y te produce algo de calor. Crees que estás soñando, pues de pronto escuchas un sonido de sirenas a lo lejos para descubrir luego que te estás moviendo, como cuando te duermes en el coche de tus papás después de haber jugado entre los árboles del parque al que casi siempre te llevan los domingos. Tu mente te lleva hasta ese lugar, y ves los juegos de metal pintados de muchos colores, entre los que destacan el pasamanos y la resbaladilla; te subes a ella por las escaleras y, aunque ya no te da tanto miedo como antes, te reconforta saber que tu mamá te está esperando allá abajo, en la Tierra. Te lanzas desde lo alto y al bajar ya no la encuentras, no está ahí esperándote; sientes temor y parece que el mareo se vuelve más intenso cuando, repentinamente, notas que aparece un niño más pequeño que tú justo al final de la resbaladilla. Te sonríe y estira el brazo. Al principio desconfías y no quieres acercártele, por lo que te alejas un poco, pero él te sigue con la mirada y al ver que te alejas empieza a llorar, como si te suplicara que lo tomes de la mano. Lo observas mejor y te das cuenta de que se parece a ti, o tú te pareces a él, no solo en los rasgos sino también en los gestos que muchas veces observas frente al espejo, y eso te hace regresar. Vas hasta donde está y lo miras fijamente a los ojos; él vuelve a sonreír, y al fin decides tomarle la mano. Sientes sus dedos entre los tuyos, más pequeños y frágiles y, tras una súbita calidez que te tranquiliza mucho más que el abrazo a tu oso de peluche, caes dormido.

Ya no sueñas, a pesar de que estás recostado entre sábanas blancas; tu padre está parado frente a ti, junto a tu tía, en una especie de fotografía en la que ambos están rodeados por cierta luminosidad, un fulgor que parece producirse por el influjo del sol. Así los captas cuando despiertas, y lo primero que se te ocurre es preguntar dónde está tu mamá; en eso, sientes que tu papá te toma la mano, y te dice que pronto conocerás a tu hermano. Sin pensarlo te dan ganas de reír y, con ojos alegres, le dices que ya lo conoces.

Pintura: Retrato de niños, Rufino Tamayo, 1966.

Publicado por Mauricio

Inquieto y melancólico. Ingeniero Industrial y Licenciado en en Lengua y Literaturas Modernas (Letras Inglesas) que gusta de leer, escribir y traducir. Restless and melancholic. Industrial Engineer with a B.A. in English Language and Literature, who enjoys reading, writing and translating.

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